ÁLVARO BILBAO | El País
| 25/06/2017
El trastorno
de déficit de atención afecta a un creciente número de niños, y abre el debate
en torno a los sobrediagnósticos
La atención es la ventana a través de la cual el cerebro
se asoma al mundo que le rodea. Cuando el niño nace, apenas es capaz de dirigir
su interés hacia el mundo exterior. Inicialmente sólo presta atención a sus
propias sensaciones llorando cuando tiene hambre, sueño, frío o se siente solo.
Poco a poco comienza a fijarla en el pezón de la madre que destaca
como una forma más oscura en el horizonte. A partir de ahí comienza un largo
viaje en el que el niño va aprendiendo que atender ciertos estímulos conlleva
una serie de beneficios.
A las pocas semanas el niño reconoce
con facilidad objetos que emiten ruido o se mueven; por eso los sonajeros
captan su interés. Los padres hacen todo tipo de carantoñas con juguetes o con
las manos para dirigir su atención, de ahí los cinco lobitos. Pero
también comienzan, de manera instintiva a ayudarle a fijarla en estímulos
inmóviles. Primero un árbol que mece sus hojas con suavidad, luego una foto en
la que sale junto a su mamá y, más adelante, un cuento en el que casi no pasa
nada.
Así, el niño comienza a desarrollar una habilidad tremendamente compleja, que
es la de controlar la propia atención y dirigirla no sólo a aquellos estímulos
que se mueven, sino también a aquellos que están más quietos o son más aburridos.
De esta forma crecerá siendo capaz de atender a su profesor, aunque el
compañero de al lado esté haciendo el tonto. Aprenderá a abstraerse con el
libro que lee, aunque una mosca lo sobrevuele, y llegará a ser capaz de
concentrarse al volante, a pesar de que la carretera sea una larga recta y su
cerebro esté cansado.
Dominar la atención y ser capaz de
eliminar otros estímulos que intentan distraernos es una habilidad que ofrece
múltiples ventajas. Nos permite concentrarnos en lo que realmente queremos o
deseamos, detectar detalles y matices que otros pasan por alto, aprender
idiomas con más facilidad, persistir en nuestras metas hasta alcanzarlas o
reducir los niveles de estrés.
Desde hace años vivimos un auténtico
auge de un diagnóstico que provoca sufrimiento entre los más pequeños: el trastorno por déficit de atención (TDA). Desde los años
setenta hasta 2010, el número de niños diagnosticados en Estados Unidos se
multiplicó por siete. Desde 2000 hasta 2012, el número de recetas expedidas en
Reino Unido para tratar este trastorno cognitivo se multiplicó por cuatro. Los
factores que han provocado esta alza son muchos y complejos. Por una parte, la
sensibilización de los pediatras ha hecho que se detecten con más eficacia. Por
otra, la posibilidad de diagnosticarlo a partir de los tres años (en lugar de a
los seis años) ha sido otro motivo para el aumento de la
prevalencia.
Sin embargo, también hay otras razones
que son más difíciles de entender. La más preocupante de todas ellas es el sobrediagnóstico: los
expertos más alarmistas estiman que como mucho un 4% de la población infantil
podría sufrir este trastorno y, sin embargo, la realidad es que un 10% de los
niños en nuestro país tomarán medicación para el TDA en algún momento de su
vida escolar.
Las razones que llevan al
sobrediagnóstico parecen ser muchas. Los padres pasan menos tiempo con los hijos y esto parece
interferir en el desarrollo de habilidades como el autocontrol o la capacidad
para sobrellevar la frustración. Los colegios tienen menos paciencia con los
alumnos difíciles o que no están tan motivados para aprender, en muchos casos
presionados por los resultados académicos de la escuela en su conjunto.
También nos encontramos con la intrusión de las nuevas tecnologías en el cerebro en desarrollo de
nuestros hijos. Desde los años ochenta sabemos que más tiempo
frente al televisor se traduce en menos paciencia y autocontrol, peor
desarrollo madurativo de la atención y mayores tasas de fracaso escolar. La
razón es muy sencilla, cuando el niño juega, dibuja o interacciona con sus
padres o hermanos, su cerebro debe dirigir la atención voluntariamente a
aquellos estímulos o personas con los que interacciona. Cuando se sienta frente
al televisor es la tele la que atrapa el interés del niño y hace todo el
trabajo.
Por eso nos gusta ver la tele y
engancharnos al móvil, no porque estimulen nuestro cerebro, sino porque nos
entretienen, nos relajan. Hoy, los dispositivos móviles se utilizan para distraer al niño cuando se tiene que concentrar en terminar una papilla.
Para entretener al niño cuando tiene que esperar en el pediatra. Para despistar
al niño cuando tiene que esforzarse en ponerse el pijama al final del día. Con
este tipo de estrategias parece sensato que el cerebro aprenda que cada vez que
tiene que esforzarse, concentrarse o esperar quieto…, tiene permiso para
distraerse.
Sin lugar a dudas estamos educando
niños menos pacientes, menos atentos y con menor capacidad de esfuerzo, reflejo
de una generación de padres menos pacientes y que damos menos valor a hacer las
cosas despacio.
Todo ello lleva a que muchos niños sean
llevados a un especialista que observa en él todos los síntomas necesarios para
el diagnóstico: poco autocontrol, distracción o falta de motivación. En el caso
de muchos niños el diagnóstico y el tratamiento son acertados. Para muchos
otros, creemos, el trastorno por déficit de atención es un estigma de una sociedad que va
demasiado deprisa para educar despacio.
Algunos niños, con ayuda de sus padres,
profesores o terapeutas van desarrollando habilidades cognitivas como un mayor
autocontrol o paciencia que permiten reducir y compensar las dificultades
atencionales. A medida que se hacen mayores suelen preferir y encajar bien en
trabajos que les permiten moverse y hacer cosas diversas a lo largo del día.
Pero pueden seguir existiendo desafíos
en la vida cotidiana. Muchos los encuentran cuando tienen sus propios hijos y
la paciencia, el orden o la organización vuelve a ser un elemento adaptativo
fundamental.
Algunos adultos con dificultades de atención no experimentan ninguna
dificultad en su vida cotidiana, otros se regulan gracias a la
medicación y un tercer grupo sufre muchas de estas dificultades pero no tiene
ni idea de que el origen esté en una alteración de sus procesos atencionales y
ejecutivos, ni conoce cómo compensarlos.
Nota.- Álvaro Bilbao, neuropsicólogo,
es autor de ‘El
cerebro del niño explicado a los padres’.
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