CATHERINE L’ECUYER -Doctora en Educación y Psicología- | El País | 17/06/2019
Así
es la dulce culpabilidad que habita permanentemente en el corazón de una madre,
de un padre, que ama.
Qué
maravilla contemplar a un niño durmiendo. ¿Por qué será que cuando los vemos
así, quisiéramos despertarles, para achucharles y decirles que les queremos
todas las veces que no lo hemos hecho? ¡Qué sensación maravillosamente extraña
la de querer dormir impacientemente al que está despierto para luego sentir el
deseo irresistible de despertarle cuando está apaciguadamente durmiendo!
Quisiéramos pedir perdón por las formas injustas que han empañado el cristal
puro y transparente de su inocencia. Por haber perdido los nervios, por
nuestras miradas duras, por haber desperdiciado momentos con él, por haber
deseado que, por fin, se duerma. Así es la dulce culpabilidad que habita
permanentemente en el corazón de una madre, de un padre, que ama.
Es un espectáculo, una verdadera orquesta silenciosa, más
hermoso que una puesta de sol o que una lluvia de estrellas. El movimiento de
los párpados, la respiración entrecortada por repentinas inspiraciones hondas,
las manitas cerradas o abiertas. Es la despreocupación y la vulnerabilidad
infinita del que tiene frío y no sabe taparse, del que acaba en el suelo sin ni
quisiera despertarse. Su naturaleza le susurra misteriosamente que está a
salvo, en las pupilas de su madre, de su padre. Perdido en sus sueños, parece
que haya conseguido superar las fuerzas de la gravedad volando en el mundo de
los dulces sueños. Parece que esté en los brazos de algún ángel. Nos rendimos
ante esa divina obra de arte.
Al
amanecer se despierta y nos busca para encontrarse a sí mismo en nuestros ojos.
Su concepto de sí mismo, aún frágil, dependerá de la mirada que le regalemos.
Cada vez que acogemos su vulnerabilidad, decimos al adulto del mañana que vale
la pena y que puede confiar en el mundo y en su belleza. Con nuestra
delicadeza, le decimos que el mundo no es hostil, es un granito de arena para
un mundo de paz.
Cuando
por la mañana se dibuja su sonrisa asombrada al buscarnos, nos derretimos al
verle. ¿Quién soy yo para despertar tanto agradecimiento y tanto amor en una
criatura tan pequeña? Es asombro que engendra asombro. Es el amor más puro y
tierno que habla: he olvidado tus miradas duras y tus deseos de verme dormir cuanto
antes, necesito confiar en ti y quererte siempre. Es la
vulnerabilidad en estado puro que redime cualquier rastro de culpabilidad en
nuestro corazón. Si esa inocencia no me ayuda a ser mejor y a sacar lo mejor de
mí misma, nada jamás podrá conseguirlo. No, mi hijo no necesita un animador de
ludoteca, ni un padre que se conoce todos los libros educativos de consejos empaquetados,
ni a un vigilante de parking infantil, ni que me preocupe por su futuro
colocándole delante de una película en inglés; me necesita a mí, quiere verse
reflejado en el espejo de mis ojos. No hay un corazón mínimamente humano que no
se derrita cuando se da cuenta de que otro ser inocente depende de él para
salir adelante y desarrollar su concepto de sí mismo. ¿Cuándo fue que perdimos
de vista la belleza de la maternidad, de la paternidad, que daba tanto sentido
a nuestras vidas?
Cariño,
son las 6 de la mañana…, le decimos. Ese
dulce momento es efímero… el despertar del niño es radical y es utópico pensar
que pueda volverse a dormir, y menos en un día de fin de semana. Se va
marchitando el disfraz de angelito, se pone en marcha la criatura sin piedad. Se
desvanece el asombro, la culpabilidad y la obra de arte… así como la esperanza
de dormir un poco más. Recuperando fuerzas para morder más fuerte… qué pillo,
pensamos. Y hoy nos dejamos morder con un poco más de piedad y de amor, porque
hemos entendido que la infancia también es una noche muy corta, de la que nos
despertaremos un día con nostalgia por ese divino espectáculo de la inocencia.