sábado, 19 de febrero de 2022

"Los padres hinchamos a Dalsy a nuestro hijo si tiene fiebre. Pero cuando hay que ir al psiquiatra, nos llevamos las manos a la cabeza"


NACHO MENESES    |    El País     |     04/02/2022


La periodista Lorena García y el psiquiatra José Carlos Fuertes publican ‘Educar es ser un espejo’, un manual que aborda los trastornos mentales más comunes en adolescentes y cómo tratarlos.

Jóvenes con depresión, ansiedad, trastornos de conducta o alimentarios, adicciones o fobias. Enfermedades mentales que no solo afectan a la población adulta y que continúan siendo tabú para muchos, sobre todo cuando implican a niños y adolescentes. Dos años de pandemia han colocado a la salud mental en el centro del debate, pero poco ha cambiado hasta la fecha porque faltan, para empezar, especialistas, y perduran todavía muchos de sus estigmas: “En la sanidad pública tenemos a 11 psiquiatras por cada 100.000 habitantes, mientras que en Europa la media va de 24 a 28. Y aunque hay muchos psicólogos, apenas son contratados”, recuerda el doctor José Carlos Fuertes, médico psiquiatra y autor, junto a la periodista Lorena García, de Educar es ser un espejo, un manual didáctico que aborda la salud mental poniendo el foco de atención en los más jóvenes.

No se trata necesariamente de que la covid haya incrementado los casos de patologías mentales, pero con toda seguridad ha provocado que se visibilicen mucho más, según los autores: “Hemos estado más tiempo en casa conviviendo con nuestros hijos y nuestros padres, lo que nos ha llevado a prestar más atención a esas posibles dolencias que en el día a día pasamos por alto. Pero necesitamos escuchar más a quienes tenemos al lado, para percibir los síntomas si es que algo está fallando”, reflexiona Lorena García. “De hecho, los niños han estado mejor, porque han visto más a sus papás, han estado atendidos y han jugado con ellos”, añade el doctor Fuertes. “Lo que sí tenemos es un enorme desgaste de los profesionales sanitarios, porque están defraudados, decepcionados y quemados, y además se sienten poco reconocidos: de los aplausos hemos pasado a los pitidos, a las amenazas e incluso a veces a las agresiones”.

En Educar es ser un espejo, Fuertes y García se aproximan no solo a las patologías más comunes, sino que aportan consejos y pautas útiles para educar en salud mental. “Hacer hoy una separación entre mente y cuerpo es absurdo, porque tal separación no existe. Y por eso, prevenir en salud mental es como cualquier otra cosa: comer bien, no beber alcohol en exceso (nada, si es posible), hacer ejercicio a diario, dormir lo razonable... Y por supuesto, quererse a sí mismo, tener paz interior y valorar cada día como si fuera el último”, afirma Fuertes. Unos aspectos a los que hay que añadir también otros factores, como los genéticos (que pueden hacer que un joven tenga mayor probabilidad de desarrollar ciertos problemas) o los epigenéticos (los relacionados con el entorno, que pueden contribuir a empeorarlos): “Tu hijo puede estar predispuesto a tener una depresión. Pero si le has educado desde pequeño en un ambiente de estabilidad; si ve que entre sus padres hay respeto mutuo; si hay coherencia en las señales de lo que está bien y lo que está mal... estará mejor equipado para gestionarlo”, esgrime García.

Tabúes y estigmas sin superar

Puede que las patologías relacionadas con la salud mental sean ahora más visibles, pero los prejuicios que perduran a su alrededor continúan dificultando su normalización: “Yo creo que el principal obstáculo es la necesidad de ocultarlo; el miedo a reconocer que hay un problema de salud mental, porque está estigmatizada desde hace años y hemos sido incapaces, como sociedad, de superarlo... No nos da vergüenza reconocer que tenemos pies planos, pero sí que nuestro hijo necesita ir al psiquiatra. Y eso es absurdo”, explica García. “Siempre digo que los padres no tenemos ningún problema en hinchar a Dalsy a nuestro hijo. ¿Unas décimas de fiebre? Dalsy, sin miedo. Pero luego, ir al psiquiatra porque nuestro hijo tiene una depresión hace que nos llevemos las manos a la cabeza. Pues no... Si el especialista, que es el psiquiatra, considera que hay que medicarle, escuchémosle, porque él es quien sabe lo que está sucediendo en el cerebro de nuestro pequeño”.

La premisa fundamental está clara: es necesario reconocer que la patología mental es una enfermedad más, además de tener siempre presente que padecer un problema psiquiátrico no implica ser ni débil ni incapaz: “Simplemente, se trata de una persona con una enfermedad a la que hay que ayudar con la misma intensidad y el mismo respeto con el que se asiste a otra persona que tenga otra patología”, apunta el doctor Fuertes. Un respeto que, reivindica, debería comenzar desde las administraciones, con planes de salud mental que apuesten sin ambages por la investigación, “porque sin investigación no hay nada. Hay que invertir en salud mental, en cómo funciona el cerebro, en la conducta humana... Lo demás es perder el dinero del contribuyente”.

Ahora bien, ¿cuáles son las enfermedades mentales más frecuentes entre los jóvenes? Al igual que en los adultos, destacan en primer lugar la depresión y la ansiedad. Después (sobre todo en las adolescentes), los trastornos de la conducta alimentaria, una patología no excesivamente prevalente pero cuya gravedad hace que tengamos que prestarle una atención especial; y los trastornos adictivos, no solo a las sustancias químicas, sino al teléfono móvil o a las redes sociales, que son cada vez más peligrosos y preocupantes. Unas patologías en cuya superación influye no solo el tratamiento médico, sino el propio entorno del enfermo, que muchas veces no comprende la dolencia y culpabiliza al paciente. “Mira cómo se observa a la depresión: “Es que no pones de tu parte, es que no te esfuerzas... Venga, sal a pasear...” Esto es una aberración, porque encima de soportar una depresión o ansiedad, tengo que hacer un esfuerzo que me desborda, que es salir a pasear, porque mi familia y mis amigos están convencidos de que, si quiero y me lo propongo, la combatiré”, explica el psiquiatra. “Yo podré combatir la tristeza, que es una emoción normal, pero no la depresión, que es una tristeza sin motivo ni causa aparente”.

¿Se deprimen los jóvenes?

La Encuesta Nacional de Salud de España de 2017 constata que, entre la población menor de 14 años, la prevalencia de los trastornos de la conducta fue del 1,8 %, mientras que la de los trastornos mentales (entre los que figuran la depresión y la ansiedad) era del 0,6 %. La depresión infantojuvenil, señalan los autores de Educar es ser un espejo, es más frecuente de lo que se tiende a pensar, si bien la forma de manifestarse es distinta a la de los adultos: en los adolescentes se observan, sobre todo, cambios de carácter como irritabilidad, oposicionismo, aumento de la agresividad, aislamiento, pérdida de apetito, problemas de sueño, bajo rendimiento académico y apatía intensa, además de somatizarse en dolores de distinta naturaleza (como digestivos o de cabeza).

¿Qué se puede hacer, como padres, si se sospecha de la existencia de esta patología? Lo primero y fundamental, conocer bien a tu hijo, para así poder detectar los posibles síntomas: “Si ves que de repente empieza a meterse en su habitación y que cambia su conducta; si está especialmente rebelde y muestra una tristeza injustificada, aun estando en un entorno estable, es una señal de alarma clarísima. Es el momento de acudir al especialista, sin ningún miedo”, advierte García. “Y para conocer bien a tu hijo hay que hablar con él, estar con él, interesarse oír sus pequeños problemas (que para él son enormes)... Y si sospechamos que puede tener un trastorno psíquico, llevarle al médico de familia, para que valore si conviene acudir al psiquiatra”, añade Fuertes.

Trastornos alimenticios, obsesiones y adicciones

La convivencia en el hogar es también fundamental a la hora de detectar trastornos de la conducta alimentaria como la anorexia, la bulimia, la ortorexia o la vigorexia, unas patologías que afectan mayoritariamente a mujeres (en un 95 %) y que pueden tener consecuencias muy graves. “Volvemos a lo mismo: si tú conoces a tus hijos y ves que están teniendo comportamientos extraños en la comida (no querer comer con la familia, hacerlo a deshoras...), ya es motivo de alarma. Si comes con ellos, vas a notar que hay un anoréxico en la mesa, porque come, se levanta y va al baño, o bebe mucha agua, deja de consumir determinados tipos de alimentos sin ninguna justificación... Y luego hay consecuencias físicas. En las mujeres, la retirada de la regla es una clave”, afirma García, que también insiste en recordar lo que no hay que hacer en ningún caso: “Las personas con este trastorno necesitan no solo un tratamiento, sino que sus padres no minimicen el problema, pensando que es producto de la adolescencia o para llamar la atención. Esto es lo peor que se le puede decir a una persona enferma”.

La presión social de las redes sociales, señalan ambos autores, puede ejercer una influencia muy negativa en estos enfermos y contribuir a empeorar sus patologías. “Y la dictadura de los centros comerciales... Porque nadie te obliga a comprar una talla, pero si estás en una edad vulnerable, debido a tu inmadurez, y te presionan por todos los lados por ser la única de la clase que no tiene un determinado modelito, porque no te cabe... Pues haces barbaridades por conseguir que te quepa. Y ahí está el problema”, advierte Fuertes.

Los dispositivos móviles pueden ser herramientas instrumentales en el desarrollo de numerosos problemas de salud mental, y no solo de tipo alimentario: también puede dar lugar a una adicción a las redes, si se exponen al contenido de estas mientras carecen de la madurez necesaria para lidiar con los riesgos que presentan. Y ahí, el papel de los padres es de nuevo fundamental: “A mi juicio, un menor no puede ni debe tener un smartphone antes de la adolescencia, es decir, los 12, 13 o 14 años, porque es como darles una bomba que les puede estallar en las manos. Si necesita un teléfono, cómprale uno antiguo para que usted sepa dónde está y que él o ella puedan contestar a su llamada”, apunta el psiquiatra.

Y es que el móvil, añade García, puede también jugar un papel destacado en los casos de acoso escolar y de ciberbullying. Un motivo más que suficiente para que los padres lo tengan muy en cuenta, “porque este ya no termina cuando se cierra la puerta de clase, sino que es constante: tarde, noche, festivos, fines de semana... Hay unos protocolos, sí, pero no siempre funcionan, porque los colegios a veces no tienen las herramientas necesarias y los orientadores carecen de tiempo material para detectarlo. Y mientras, el verdugo, que es el móvil, se lo hemos entregado nosotros”. Y añade: “Los índices de suicidio, que están creciendo, tienen muchas veces su origen en casos de acoso escolar, y no nos lo podemos permitir como sociedad. Llevar a un niño al sufrimiento extremo de que no tenga nada por lo que luchar en su vida, es durísimo”.

Amar nos vuelve más inteligentes


Revisado y aprobado por la psicóloga Gema Sánchez Cuevas.   | La Mente es Maravilllosa     |    28/04/2020

Escrito por Edith Sánchez

Algunos investigadores han llegado a la conclusión de que amar nos vuelve más inteligentes. Esto se debe a que existe toda una “red neuronal del amor” y una bioquímica particular que activa e incrementa todo un conjunto de funciones cognitivas. 

Lo que se dice usualmente es que cuando una persona está enamorada, de uno u otro modo, pierde la razón. Pues bien, la neurociencia ha comprobado que en realidad sucede todo lo contrario: amar nos vuelve más inteligentes. Claro que esa inteligencia no se aplica exactamente al ser amado, frente al cual sí suele haber una dosis de ceguera, pero sí a otros muchos aspectos. 

Hay varias cosas que cambian en el cerebro y en la fisiología de una persona que está enamorada. En principio, esta experiencia es muy especial, precisamente por eso. 

Cualquiera que ame, particularmente en la primera etapa de la relación, se siente más despierto, más conectado emocionalmente con el mundo; también es más empático y compasivo. 

En realidad, el amor nos hace mejores seres humanos. Sin embargo, la neurociencia descubrió que amar nos vuelve más inteligentes también. ¿Por qué? La química del amor reside principalmente en el cerebro y esa transformación que llega con el enamoramiento también alcanza áreas que realizan funciones cognitivas. 

Conocer el amor de los que amamos es el fuego que alimenta la vida”. – Pablo Neruda

Amar nos vuelve más inteligentes

Para llegar a la conclusión de que amar nos vuelve más inteligentes, un grupo de investigadores de la Universidad de Chicago escanearon el cerebro de personas enamoradas. Esta observación, y algunas pruebas, demostraron que los que aman también piensan más rápido, perciben más claramente las conductas y las ideas de los demás, y también son más creativos. 

Para llegar a esas conclusiones, los investigadores usaron unos electrodos. Una vez colocados en las cabezas de los sujetos que formaban parte de la investigación, les mostraron una serie de fotografías entre las que estaba una de su pareja. Así mismo, les dijeron diferentes nombres, incluyendo también al de su pareja.

Fue así como descubrieron que al ver a la persona amada o al escuchar su nombre se activaban 12 zonas cerebrales. Una de las áreas que tenía una actividad particularmente intensa era el giro angular, una de las regiones que tradicionalmente se asocia con el pensamiento abstracto y la creatividad. Una actividad que no cesaba cuando los participantes veían fotos de otras personas o escuchaban otros nombres. 

“Perder la cabeza”

Los resultados apuntaban hacia una dirección: no se pierde la cabeza por alguien; o más bien, sí se pierde, pero a la vez se gana mucho. En definitiva, amar nos vuelve más inteligentes.

Los investigadores compararon el “giro angular” con un pequeño robot que activa una red neuronal compleja, ya que esta zona está muy conectada con otras áreas del cerebro. 

El giro angular tiene que ver con funciones como procesar números e idiomas, así como datos autobiográficos de alta complejidad. Esto quiere decir que también con el amor surge una capacidad especial para comprender mejor nuestra conducta, en niveles más profundos que en situaciones normales. 

Tanto la agudización del pensamiento, como la activación de la percepción, hacen que las personas enamoradas sean más capaces de comprender la conducta de los demás, en un plano más profundo.

Se perciben más las características de los otros y se reconocen mejor sus sentimientos. De ahí que los investigadores hayan concluido que amar nos vuelve también mejores personas.

Más allá del enamoramiento

Aunque es claro que todas esas activaciones y reacciones cerebrales son más intensas durante la etapa del enamoramiento, lo cierto es que otro estudio comprobó que los mismos efectos podían observarse incluso mucho tiempo después, siempre que estuviera presente el amor, aunque ya no fuera tan efervescente como al principio. 

Una investigación de la Universidad de California así lo corroboró. En esta ocasión se estudió a un grupo de parejas que habían estado unidas durante un lapso promedio de 21,4 años. Lo común en todas ellas era el hecho de que afirmaban sentirse aún enamorados de sus respectivas parejas. Los investigadores encontraron que sus cerebros reaccionaban de manera similar a los de las parejas en enamoramiento. 

En particular, se comprobó que sus cerebros producían una mayor cantidad de dopamina, un neurotransmisor que tiene importantes efectos sobre el estado de ánimo, pero que además también influye en la actividad cognitiva. Básicamente contribuye a regular y modular los flujos de información. Un déficit de dopamina genera dificultades de memoria, atención y resolución de problemas. 

Con base en todas estas evidencias, se puede afirmar que efectivamente amar nos vuelve más inteligentes. Dicha inteligencia no solo se aplica a asuntos estrictamente cognitivos, sino que también abarca el amplio mundo de la inteligencia emocional. Esta es una razón más para amar, sin miedo y sin medida.