PSICOLOGÍA
El crío le desafía, miente a menudo,
no para quieto y lo pierde todo. ¿Inquieto o hiperactivo? Los expertos nos dan
las claves
Se conoce como hiperactividad, pero
su verdadero nombre es Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad
(TDAH). Engloba más síntomas que la inquietud y puede manifestarse solo por un
déficit de atención (inatención), sin hiperactividad, o por ambos a la vez.
Está causado por la disfunción de dos neurotransmisores (dopamina y
noradrenalina) que provoca que se perciban muchos estímulos a la vez,
dificultando que el niño pueda centrarse. Se estima que afecta a entre un 2% y
un 5% de la población infantil en España y es más frecuente entre los varones.
¿Afecta cada vez a más niños? “Se derivan más niños al especialista desde Atención Primaria, de
forma que actualmente es la patología más prevalente en las consultas de
psiquiatría. Esto no quiere decir que haya aumentado sino que se detecta más”,
apunta Celso Arango, jefe de Psiquiatría Infantil y Juvenil del Hospital
Gregorio Marañón, de Madrid, y coordinador de El Libro Blanco de la
Psiquiatría del Niño y del Adolescente.
Hay
tres, pero la experiencia clínica está variando esta clasificación. Según
explica el psiquiatra Francisco Montañés, “creemos que solo hay dos subtipos
(el inatento puro y el combinado) ya que la hiperactividad desaparece quedando
en inatentos a los 10–12 años”
Inatento puro. Solo
sufren déficit de atención. Afecta más a las niñas. Es difícil de diagnosticar
porque al carecer de hiperactividad pasa desapercibido. Suelen ser paradas,
perezosas, no atienden, son despistadas y tienen facilidad para distraerse.
Hiperactivo impulsivo. No sufren déficit de atención y suelen mejorar con el tiempo ya que
la hiperactividad tiende a diluirse con el desarrollo. Se trata del tipo menos
frecuente. Síntomas: movimientos repetitivos, hablar en exceso, interrumpir,
incapacidad de guardar turno...
Combinado: Presentan inatención e
hiperactividad, además de impulsividad. Es el tipo más frecuente en las
consultas. Síntomas: dificultad para permanecer sentado, responder de manera
impulsiva, no saber esperar un turno, interrumpir, no mantener la atención y
una tendencia a perder objetos.
Los síntomas de la hiperactividad
desaparecen o se atenúan al llegar a la edad adulta, a medida que el niño crece
y madura su sistema nervioso central, mientras que el déficit de atención
permanece más o menos estable. “En el 70% de los casos los síntomas ceden al
final de la adolescencia o incluso antes: solo un 30% de ellos llega a la edad
adulta con el trastorno. En general, el déficit de atención también mejora,
pero menos. Aunque lo cierto es que de adultos se desarrollan estrategias para
evitar los despistes o la falta de atención”, explica Arango.
¿Qué causa esta patología? El
trastorno cuenta con una importante carga genética, es decir, se hereda. “A
veces hay padres que se enteran de que ellos también lo padecen cuando vienen
con sus hijos a la consulta”, cuenta José
Ángel Alda,
del servicio de Psiquiatría y Psicología del Hospital Sant Joan de Déu, de
Barcelona, y asesor del proyecto Pandah (programa de sensibilización en TDAH).
Además, existen factores ambientales desencadenantes: ser un niño prematuro,
tener bajo peso al nacer (menos de 1,5 kilos), sufrir algún traumatismo craneal
en la primera infancia o el consumo de tabaco y alcohol por parte de la madre
durante el embarazo aumentan el riesgo de que el niño desarrolle el problema.
Recientemente se ha publicado en la revista científica JAMA
Pediatrics un
estudio realizado con 64.000 niños que también relaciona la ingesta de
paracetamol durante el embarazo con el TDAH.
En el cole no es el mismo
No todos los niños inquietos son
hiperactivos. En palabras de Susana de Cruylles, psicóloga clínica y
coordinadora del programa para padres del Hospital Príncipe de Asturias, de Alcalá de Henares, “muchos
de los niños que llegan a la consulta no lo son; su conducta responde a
problemas familiares”. De hecho, por debajo de los seis años, la mayoría suele
ser nervioso, bullicioso y despistado, pero a medida que crece su
comportamiento se normaliza. De ahí que el diagnóstico se realice a partir de
los siete años, cuando comienza a interferir en los resultados académicos o en
la relación con los compañeros.
La patología suele llevar asociadas conductas que
desafían a la autoridad, como llevar la contraria, salirse con la suya o mentir
La dificultad para confirmar esta
patología lleva consigo una demora en el diagnóstico de aproximadamente cuatro
o cinco años, según Montañés. “En la mitad de los casos los niños no son
diagnosticados hasta que llegan al instituto”, explica. Y es que, aunque el
diagnóstico se realiza en Atención Primaria (el pediatra ve al niño y valora si
lo deriva al especialista –psiquiatra, neurólogo o psicólogo– para que realice
el diagnóstico), “es en la escuela donde primero se detecta el problema”.
Como orientación a los padres, Susana de
Cruylles enumera tres síntomas claves que deben darse a la vez: incapacidad de
estar quieto (no es capaz de permanecer sentado durante cinco minutos), falta
de atención (no termina ninguna actividad o juego, se va a otro y luego a
otro... ) e impulsividad (responde sin pensar, no es capaz de seguir las normas
del juego o de esperar su turno).
Y estos tres síntomas han de
manifestarse al menos en dos ambientes diferentes: en casa, en la escuela, en
el parque... “Aunque les repitas muchas veces la misma orden, parece que no te
escuchan, pero no es por desobediencia sino por déficit de atención. En cambio,
suelen centrarse en los videojuegos o la televisión porque les proporcionan
muchos estímulos y esto les estabiliza”, apunta la psicóloga.
¿Dónde está Wally?
La
atención es precisamente una de las áreas que más se trabaja durante las
sesiones con el especialista, y determinadas actividades o juegos son buenos
para estimularla: puzles, sopa de letras, juegos de ordenador, pasatiempos,
ajedrez o el libro ¿Dónde está Wally?, que no es un libro de lectura
sino un juego en el que el niño debe encontrar al personaje, Wally, en una
imagen con decenas de detalles. También es importante cuidar el ambiente en el
que crece el niño: evitar el estrés, las discusiones o las situaciones de
tensión.
Antes de aplicar tratamiento
farmacológico se debe dar prioridad a las técnicas de psicoeducación, esto es,
instruir a los padres sobre la realidad del problema y cómo deben tratar al
niño. Al mismo tiempo, se informa al colegio para que lleve a cabo medidas
especiales con el pequeño. Solo en los casos graves o en los que no funciona el
tratamiento psicológico se administra medicación (metilfenidato y atomoxetina).
Muchos padres son reacios a medicar a sus hijos, sin embargo, los psiquiatras
consultados aseguran que los fármacos resultan eficaces y seguros. “Hay
estudios de neuroimagen que muestran cómo después de la toma del tratamiento
las alteraciones funcionales del cerebro se normalizan”, afirma Celso Arango.
Cambie
sus hábitos
El tratamiento de la hiperactividad también
incluye la modificación del ambiente donde crece el niño. Se actúa en dos lugares: en la casa y en el colegio. Estas son algunas
de las pautas recomendadas.
Fraccione
sus deberes.
Háblele
de forma breve y concisa.
No le
apremie.
Felicítele.
Ignore
conductas molestas.
Informe a sus profesores.