ANDREA BOSCH QUINCOCES | Psicología y Mente
Asumir
que el malestar es siempre un problema lleva a patologizar la vida cotidiana.
No nos parecerá extraño oír que padecemos el “síndrome postvacacional” si
nos sentimos decaídos anímicamente al volver de un viaje y nos reencontramos
bruscamente con la rutina o, al contrario, que sufrimos el “síndrome del tiempo
libre” si vamos de vacaciones y nos cuesta relajarnos por estar acostumbrados a
llevar un ritmo de vida muy ajetreado.
Estas etiquetas, a pesar de ser utilizadas con normalidad y poder parecer
inofensivas, son el reflejo de cómo nuestra
sociedad se ha vuelto intolerante al malestar, al dolor y a la incertidumbre.
Esto nos ha llevado a patologizar estados de ánimo, sentimientos y
emociones que son inherentes a la condición humana como la tristeza, la ira, el
estrés, los problemas en la adolescencia o la soledad, entre otras, y que
podrían tener más relación con “sentirse mal” que con “padecer una enfermedad”
(Pérez, Bobo y Arias, 2013).
La paradoja de la salud
A lo anterior se le suma lo
que denominamos “paradoja de la salud”, es decir, lo que en los
países más desarrollados se da cuando la definición de salud es muy objetiva y
retroalimenta el crecimiento de los problemas declarados en consulta médica.
Esto sucede, por ejemplo, cuando la descripción de los síntomas para identificar
una enfermedad o un trastorno es muy específica e involucra una serie de
“síntomas” que pueden aparecer también delante de situaciones difíciles o
conflictivas.
Así pues, es común escuchar a alguien decir que tiene “depresión” por no
decir que está triste, o que tiene “ansiedad” por no decir que está nervioso.
Del mismo modo, cuanto más se amplían los recursos en el sistema de salud más
son las personas que dicen estar enfermas.
Por ello, este mecanismo que retroalimenta la percepción de enfermedades
ante reacciones normales durante adversidades cotidianas se basa en asumir que no hay personas
sanas, sino solo enfermos sin diagnosticar (Orueta et al.,
2011), dado que de algún modo, en algún momento u otro, todos encajaríamos en
alguna categoría diagnóstica.
¿Qué entendemos por salud y felicidad?
La Organización Mundial de la Salud (OMS) define la salud ya no como la
ausencia de enfermedad, sino como la obtención del bienestar absoluto, lo que
de alguna manera asegura la instauración de esa patologización extrema del
malestar, además de una búsqueda de felicidad inmediata y un consumo excesivo
de fármacos sedantes que nos eviten tener que soportar pequeñas dosis de
sufrimiento.
Esto se debe al lugar
inalcanzable en el que se asientan las bases del estándar de salud para el ser
humano, cuya condición natural es la variabilidad en el estado
de ánimo y provoca que cualquier cosa que no sea percibida como “bienestar
absoluto” sea considerada “patológica”.
No obstante, el problema no está en buscar o no la felicidad, está en que
ya nos han enseñado donde debemos encontrarla, y nosotros, sin cuestionar
absolutamente nada, nos lo hemos creído. El consumo, los avances en tecnología
y ciencia y el individualismo son esos tres grandes caminos que según nuestra
sociedad debemos seguir para encontrar la felicidad (Lipovetsky y Charles,
2006). Los tres forman parte de lo material y están entrelazados entre sí,
siendo a la vez, pequeñas
porciones de felicidad e infelicidad intermitente.
Por un lado, nos ofrecen momentos de comodidad y placer, y por el otro,
nos hacen sentir inquietud y desasosiego. Por ejemplo, estos nos permiten
acceder a remedios contra el dolor, a compras privilegiadas o a avances
tecnológicos útiles, pero al mismo tiempo hacen que queramos cada vez más y
sintamos que nunca es suficiente, generándonos así sentimientos de
insatisfacción e infelicidad.
Por eso, comprar en ausencia de necesidad como método de evasión, carecer
de un enfoque crítico ante la ciencia médica y volvernos más individualistas,
exigentes y sensibles a la frustración, nos ha convertido en consumistas a veces felices, pero siempre
insatisfechos.
Un exceso de medicalización
El ámbito de la salud mental es un buen ejemplo de todo lo comentado
anteriormente. En este ámbito, pese a los recientes esfuerzos por revertir esta
situación, se ha abusado y se abusa de una perspectiva biológica para el
tratamiento del “malestar” humano.
Esto lleva a una
medicalización excesiva como medio para combatir “problemas” que
en realidad forman parte de las fluctuaciones normales de la vida,
proporcionando un bienestar inmediato, aunque fugaz. De esta manera, vamos
perdiendo autonomía, acostumbrándonos a tomar una actitud pasiva ante los
problemas.
Así pues, percibir el dolor, la inquietud o la ansiedad como enfermedades
nos permite etiquetarlas y, en consecuencia, tener a disposición un
tratamiento, es decir, una solución que se encuentre en el exterior y que, por
lo tanto, no nos involucre directamente. Como dijo Conrad en 2007, esto es una manera de transformar condiciones
humanas en enfermedades tratables, lo que en este caso
retroalimenta que la ciencia y el dinero vayan de la mano y que, por ende, esta
disciplina acabe siendo una empresa con fines económicos (Smith, 2005).
Hoy en día, por norma general el tratamiento que se busca antes de que
llegue “la enfermedad” suele reducirse a fármacos, y estos actúan más como
“flotador” que como “barco de rescate” cuando en realidad lo que necesitamos es
familiarizarnos con el agua fría y aprender a nadar. Al fin y al cabo, paliar las consecuencias de un problema lo
hace más llevadero y soportable, pero no lo hace desaparecer,
sino que ayuda a olvidar momentáneamente que dicho problema existe.
Por ejemplo, será mucho más fácil pensar que un hijo es revoltoso y
desobediente por tener un Trastorno por Déficit de Atención (TDAH) que pensar
que dicha agitación conductual se debe a una dinámica familiar disfuncional
(Talarn, Rigat y Carbonell, 2011). Entonces, la solución a un síntoma quizás
dado más por un problema familiar que por un trastorno, se encontrará en un
fármaco anfetamínico y no en el cuestionamiento de las creencias que hasta el
día de hoy han guiado su comportamiento como padres.
Nueva perspectivas terapéuticas
En definitiva, como
sociedad deberíamos entender la incertidumbre y el sufrimiento como parte de la
vida para poder volver a normalizar situaciones
problemáticas que ya se han medicalizado (Perez et al, 2013), y que, además,
podrían derivar de la interacción entre el individuo y su contexto e historia
(Bianco y Figueroa, 2008). Ahora bien, esto se complica mientras cualquier
lamento se siga interpretando desde una perspectiva médica, por ser esto
provechoso a nivel económico y no científico (Talarn et al., 2011).
Aun así, es cierto que empieza a visibilizarse esta problemática y empiezan a ser conocidas terapias como la
“Terapia de Aceptación y Compromiso” (ACT), cuya premisa
principal es la de normalizar el malestar entendiéndolo como producto de la condición
humana. Esta expone cómo la sociedad nos enseña a resistir a un sufrimiento que
es normal, y como esta resistencia puede generar el verdadero sufrimiento
patológico.
Su objetivo pues, es el de deshacerse del patrón evitativo y destructivo
generado por “la cultura del sentirse bien” que nos lleva a evitar un dolor que
forma parte de nuestro ciclo vital y nos ayuda a crecer (Soriano y Salas,
2006).
En mi opinión, urge la visibilización de este tipo de terapias, ya que es difícil que abramos los ojos si sigue siendo beneficioso hacernos creer que la solución está en cerrarlos. Así que deberíamos apoyar el crecimiento de esta nueva filosofía, porque mientras se nos siga enseñando a ser enfermos tratables, se nos seguirá preparando para consumir y no para tomar una actitud activa ante las situaciones conflictivas de la vida (Lobo, 2006).