JUAN DIEGO QUESADA |
Madrid | El País
| 09/04/2020
Los psicólogos de la clínica López Ibor
trabajan las emociones con los cuidadores de los centros de mayores para
amortiguar el síndrome de estrés postraumático tras más de 4.000 muertes por la
Covid-19.
Residencia
de ancianos en La Moraleja, Madrid. 14.30. Dos psicólogos de la clínica
psiquiátrica López Ibor tienen enfrente, acomodados en sillas, a los
trabajadores del centro. La sesión arranca con una arenga:
—Sois la
primera línea de combate. Después vienen todas las demás. Sin embargo, no
sentís ese agradecimiento que sí reciben otros servicios de salud.
—Estamos
siendo atacados por la sociedad, responde uno de los trabajadores.
—Es una
sensación que no hemos vivido antes y se lleva mal, añade otro.
Un tercero
cava un poco más profundo:
—Te matas a
trabajar. Después sales de aquí y oyes comentarios. Que si no estamos
preparados, que si no estamos atendiendo a sus padres. Nos están atacando mucho
desde fuera.
—¿Qué
emociones sentís cuando os dicen eso?, insisten los psicólogos.
—Impotencia.
Los
terapeutas piden que alce la mano quien no haya experimentado esa sensación
desde que el virus fuera detectado hace un mes en las residencias.
Nadie lo
hace. Sin embargo, una mujer toma la palabra:
—Yo tengo
rabia, ira, frustración, pena, lástima. De todo.
El grupo se
anima poco a poco. Otra mujer apunta:
—Siento
tristeza por la gente que se está yendo. Porque les tenemos cariño y no puedes
hacer nada. Luego llegas a casa y le das vueltas y vueltas. Por las noches no
puedes dormir, añade la empleada.
La gente que
“se está yendo”. No hay muertes en las residencias. Ese es un concepto tabú
aquí. Los ancianos entran un día por la puerta y tarde o temprano “se van”.
Ahora se van muchos a la vez. De golpe. Hombres y mujeres con los que han
convivido durante años agonizan sin que ellos puedan hacer nada. Telefonean a
la ambulancia y la ambulancia no viene. Los hospitales están saturados. Después
avisan a la funeraria para que recoja el cadáver y también se demora. No hay
suficientes hornos en la ciudad para quemar sus cuerpos. Esas
imágenes no les dejan pegar ojo.
Algunos
asienten. Sí, sí, exacto. Es lo mismo que les ocurre a ellos. Las noches se
hacen largas. A veces amanece y todavía no han conciliado el sueño.
Ahora toca
abordar un tema espinoso.
—¿Hay alguna
emoción detrás de lo que no habéis podido hacer?
—Culpa.
Dice alguien
en alto, muy convencido. Otros no están de acuerdo. Se genera una pequeña
discusión. Los expertos aprovechan para indagar sobre esa asunción de
responsabilidad:
—Es fácil
caer en esa distorsión. Y verlo desde la culpa, de que sois responsables.
Lleváis haciendo este trabajo durante muchos años y ahora ha pasado esto. La
responsabilidad no puede caer encima de ese trabajador que sigue haciendo lo
mismo de antes. La emoción de la culpa tenemos que sentirla, es normal que lo
sintamos, pero si nos paramos a analizarla, toda esa culpa no tiene razón de
ser.
Un
trabajador de la residencia Orpea de La Moraleja (Madrid) durante la charla
terapia, el martes. DAVID
EXPÓSITO.
Lo que los
psicólogos Ester Silva y Pedro Neira tienen ante sí es un grupo de trabajadores
de las residencias Orpea golpeados por la pandemia. Cuidadores, sanitarios,
limpiadores, bedeles, a los que nadie aplaude a las ocho de la tarde desde los
balcones. Viven en “primera línea de combate”, pero pocos se lo reconocen como
un mérito. A menudo, se enfrentan a la ira y la frustración de hijos que se
despidieron de sus padres hace 30 días, cuando el Gobierno prohibió las
visitas, y la próxima vez que se encontraron fue en un cementerio.
Madrid ha
cifrado en 4.750 los ancianos que han muerto en los 710 centros de la Comunidad
desde que estalló la crisis del coronavirus. 781 han sido registrados
oficialmente como víctimas del Covid19, ya que a ellos sí se les había hecho el
test. El resto presentaba síntomas, aunque no se les hizo. No había
suficientes. Eso quiere decir que miles de familias han enterrado a los suyos
con la sombra de la duda.
La magnitud
del problema ha erosionado el estado emocional de los empleados de estos
centros. Orpea, con 22 residencias en la capital y 49 en toda España, ha sido
la primera empresa del sector en ofrecer ayuda psicológica a sus trabajadores.
“Escuché decir a un médico del 12 de Octubre que esto era un 11-M continuo. Me
pareció acertado. Todos los días los cuidadores se han enfrentado a una
tragedia, con una vulnerabilidad increíble”, señala Neira, uno de los
psicólogos que imparte la terapia.
Su
compañera, Ester Silva, explica que están descubriendo que en los cuidadores
existe una negación y un distanciamiento emocional respecto a lo vivido. En el
momento en el que ponen nombre a sus verdaderos sentimientos comienzan a
aflorar las emociones. En los primeros encuentros insisten mucho en la
psicoeducación, en la manera en la que funcionan las emociones y lo importante
que es sentirlas en plenitud, sin sustitutivos. Pasa por no temer el pedir ayuda
ni creerse juzgados por la empresa o sus compañeros. “Muchos de ellos las
reprimen a modo de mecanismo de defensa. No procesar el duelo puede derivar en
un posible estrés postraumático”, añade Neira.
El
psiquiatra Vicente Ezquerro no tiene ninguna duda de que muchos profesionales
del sector sufrirán ese trastorno. “Que se te muera a mansalva gente con la que
has establecido vínculos emocionales es muy duro. Se están enfrentando a
situaciones de mucha angustia. Si ese estrés lo va a tener gente que está en su
casa, imagina los que se han enfrentado a la muerte y al miedo cara a cara”,
explica el doctor por teléfono.
Mientras se
lleva a cabo la terapia de grupo en uno de los salones de la residencia, dos
sanitarios aparcan la ambulancia en la puerta. Parece que no hay ni un momento
de tregua. Los visitantes se protegen con los equipos de protección (EPI) y
acceden al interior. Tienen la misión de recoger a uno de los ancianos que ha
empeorado de salud, pero a los 20 minutos salen de allí de vacío. A última hora
se ha cancelado el traslado.
Los
psicólogos de la López Ibor a menudo se topan con profesionales que no terminan
de asimilar lo vivido. En uno de los centros un grupo de trabajadores entró a
la sesión entre risas. En el momento en el que se les preguntó por sus
emociones les cambió el semblante. Esa disonancia también se hace presente en
Orpea La Moraleja:
—¿Qué más
habéis sentido?, pregunta Silva.
—¡Alegría!,
responde uno.
Durante unos
segundos, el grupo se queda en silencio.
Begoña, una
auxiliar clínica, renunció al cuarto día de aceptar un trabajo en una
residencia del centro de Madrid. La morgue, en el sótano del edificio, estaba
saturada. Los cuerpos de los últimos en morir permanecían durante días en las
habitaciones, ocultos bajo una sábana blanca. Dos ventiladores conectados
trataban de disipar el olor, pero lo que hacían era esparcirlo por los
pasillos. “No aguanté más. Presenté mi renuncia”, cuenta por teléfono.
En el lugar
donde se celebra la terapia una mujer con alzheimer perdió a su marido de manera
fulminante por el coronavirus. Se le cuenta lo que ha ocurrido, pero la señora
lo olvida. Los trabajadores evitan informarle cada día para evitar un duelo
diario, para ella y para ellos mismos. “Todo eso nos lo hemos comido nosotros
solos”, resume Noelia Ortega, la directora del centro, de 42 años.
Pasan las
tres de la tarde. La sesión de grupo está a punto de finalizar. Neira les
propone cerrar los ojos un minuto para conectar con el sentimiento más profundo
que alberguen en ese momento:
—¿Qué sentís?
—¡Hambre!,
le contestan los trabajadores.
No hay
tiempo para más.