lunes, 30 de mayo de 2022

Masoquismo: cuando nuestro verdugo somos nosotros


DRA. MÓNICA CASTRO DAVID     |     TopDoctors     |     11/10/2021


Es muy curioso cómo solemos hablar con gran preocupación sobre la violencia: violencia en las calles, escuchamos sobre ella en la radio, la televisión, en el transporte público, y con frecuencia podemos encontrarnos sumergidos en un mar de lamentaciones preocupándonos por esto. Y es una preocupación muy válida, pero ¿nos hemos preguntado alguna vez de dónde proviene esa violencia, o la necesidad de ejercerla?

 

Podemos decir desde la academia que brinda la psiquiatría y la psicología evolucionista, que la violencia es la perversión de la agresividad, la cual está al servicio de la supervivencia, pero cuando su fin no es este sino dañar, inicialmente al otro, se transforma en violencia y ejercer maldad desde estos principios sin duda no es nada bueno. Pero, para que un ser humano ejerza violencia sobre otro, resulta poco probable que no lo haga sobre sí mismo. Y no estoy queriendo decir que toda persona que se haga daño a sí misma lo inflija sobre alguien más, pero resulta difícil entender cómo alguien que daña a otros no lo hace precisamente desde el daño sobre sí mismo. Y este daño al otro también puede ser desde la no acción (tiene un poco de lo que llamamos pasivo agresividad), pues, el silencio, el no hacer nada, el omitir, también son agresiones: el no hacer es una acción en sí mismo.

 

En esta oportunidad quiero centrarme en la violencia no como un fenómeno sociológico y antropológico que abate a los grupos de personas, quiero hacerlo desde una perspectiva diferente y desde mi punto de vista, poco explorada, y es precisamente la violencia hacia nosotros mismos, que se enlaza directamente con el masoquismo, la agresión más frecuente al merecimiento.

 

Para muchos el tema del masoquismo no es algo claro, en especial porque responde a motivaciones inconscientes que por serlo no están al alcance de la percepción consciente y pueden no ser comprendidas, asumiéndolas como una vivencia más, un sentimiento más, una desdicha más, cuando sus raíces profundas en realidad se encuentran en una fuerte necesidad de aliviar la culpa a través del castigo, y como es de esperarse, no existe mejor juez para darnos esta sentencia que nosotros mismos (nos gusta que nos hagan sufrir en la medida en que necesitamos sufrir), lo que lo hace más cruel, pues siempre está la idea de “no soy lo suficientemente bueno, podría soportar más, debo aguantar, pude haberlo hecho mejor”, y ante este imaginario resulta aliviador para el yo encontrar una justificación a esa sensación de culpa, por lo que hemos aprendido a hacernos daño, a lastimarnos, a ser injustos con nosotros mismos y soportarlo.

 

Me pregunto ahora, ¿de verdad es necesario hacernos tanto daño? ¿de verdad nos merecemos eso? Viéndolo desde la perspectiva del merecimiento, podríamos argumentar que ejercemos tal violencia sobre nosotros mismos porque lo merecemos, o porque quizás consideramos que no merecemos nada bueno sino este castigo, asumiendo que es lo justo al no ser lo suficientemente buenos, capaces o mejores. Resulta contradictorio entonces que nos aterre la idea de evidenciar violencia en otros que no seamos nosotros mismos, porque la culpa no nos permite hacer conciencia del daño que nos hacemos al funcionar desde el martirismo (traigo a colación aquí la máxima freudiana “detrás de todo gran mártir se esconde un gran sádico”, habla por sí misma). Y esta palabra es crucial, porque como bien sabemos, los mártires son aquellos seres que ganan cierto reconocimiento (por otros mártires, casi siempre) al ser víctimas de atrocidades, de perjuicios, de experiencias traumáticas y difíciles que, a diferencia de los majaderos (su contraparte), mueren en el intento por superarlas, y morir en estas circunstancias es motivo de honra, sin la recompensa esperable (por lo menos en vida), pero confiando que tras su partida se les recuerde por tan nobles actos (como sucede con tantos personajes en las distintas religiones y culturas). Pero el punto es que ser mártir es poco útil en la vida terrenal, en especial porque la recompensa sólo es más y más culpa, y la culpa se paga con culpa: es entonces un bucle infinito.

 

A nadie le gusta sufrir en realidad, pero a veces el merecimiento alcanza unos niveles tan subterráneos, que no pareciera claro lo que en realidad deseamos o lo que estamos buscando, y la necesidad de gratificación es tanta, que preferimos que esta provenga del sufrimiento y no de una experiencia realmente placentera, como si experimentar placer fuera algo malo. De hecho si nos procuráramos más experiencias tranquilas, de regocijo, de armonía, viviríamos mejor, y eso disminuiría (o anularía) la necesidad de hacernos daño y de hacerle daño a los demás (por la sencilla razón de que el drama necesita compañía, no puede estar solo, la necesidad está en que no suframos a solas y alguien más lo haga con nosotros), lo que traería consigo seres humanos más dispuestos a buscar la felicidad de una manera sana y dejando de lado el hacer el mal.

 

Invito a reflexionar cuánto provecho en realidad se obtiene del sufrir por sufrir y si este supera el provecho de procurarse el bienestar según las necesidades y anhelos de cada quien, sin esperar ser juzgado por la sociedad, sino por mera tranquilidad y merecimiento. Si nos aterra la violencia hacia los demás, la violencia autoinfligida debería causarnos pavor.