Ser ansioso es tener un 'alien' en
el estómago y convivir con él
Para infancias traumáticas las de
nuestros padres. Las de aquellos que de niños padecieron la guerra. A mi padre
se le cayó el pelo. Literal. Pensó que su padre había muerto en combate y al
cabo de un año de orfandad lo vio llegar como una aparición por la plaza del pueblo:
un hombre marrón, envejecido, cubierto por una manta, que no se sabía si era un
muerto o un vivo. A ese niño que era mi padre se le cayó el pelo. Al tiempo,
con ungüentos, y, fundamentalmente, cuando se le pasó el susto, le volvió a
salir. Por eso, y por tantas otras cosas que fuimos sabiendo de un hombre que
prefería mostrar la fortaleza a la vulnerabilidad, siempre pensé que sus manías
estaban, en cierta medida, justificadas por las vivencias de una niñez brutal.
Me refiero al nerviosismo permanente, la fobia a las tormentas, el miedo a que
se terminara el pan, los vicios a los que se aferraba como el niño a la teta,
las paranoias, el pavor a los aparatos eléctricos, el temor a los accidentes
domésticos, a los imaginables y a los insospechados. Mi padre, el hombre que
padecía insomnio y que sólo se consolaba comiéndose media pastilla de
chocolate, era sin duda un enfermo de ansiedad crónica. Lo que no podré saber
es cuánto le debía a su genética y cuánto a la historia de este puñetero país.
Yo heredé sus miedos y alguna de sus fobias, pero tampoco sabría calibrar si
las aprendí de él como una niña obediente o simplemente las heredé en la ruleta
imprevisible del ADN. O las dos cosas. En mi mesilla no hay chocolate, porque
mi autocontrol dietético no me lo perdonaría, pero sí un surtido de pastillas
que me hacen debatirme entre el melatomo-nomelatomo todas las
noches.
Ser
ansioso no quiere decir tener cierta ansiedad cuando toca, porque eso es algo
saludable; ser ansioso es tener un alien en el estómago y
convivir con el monstruo de por vida. El ansioso no suele compartir sus crisis
con nadie porque, por un lado, se siente algo avergonzado de generarse a sí
mismo tal cantidad de síntomas y, por otro, ni él mismo entiende que sus
diversos males sean provocados por la agitación mental. Del miedo a volar, que
es uno de los más comunes, a la fobia al queso o a los botones; de los sudores
repentinos a la tartamudez; del hormigueo a los mareos; del vómito al miedo a
vomitar; de los dolores en las articulaciones a los de cabeza; del
estreñimiento a la diarrea; del pavor a hablar en público a pensar que uno
puede tirarse desde una ventana al vacío si de pronto siente el impulso. No
hace falta seguir, el catálogo es interminable y el cerebro muy imaginativo:
cada ser ansioso tiene su abanico de síntomas y neuras que son como una especie
de derivación de los miedos existenciales.
El ansioso rumia durante horas su
malestar y se siente impotente porque piensa que nadie le va a entender; el
ansioso teme ser un pesado y suele escuchar más de lo que es escuchado. Los
males se le calman con medicación y a veces, si el ansioso tiene dinero, con la
ayuda de un terapeuta. De pronto, el ansioso encuentra consuelo en la lectura
de un libro, Ansiedad. Miedo, esperanza y la búsqueda de la paz
interior, de un tipo que se llama Scott Stossel, editor jefe del Atlantic
Monthly y colaborador del New Yorker, que lleva desde
los nueve años prisionero de la medicación y sometido a todas las terapias que
el mercado de la psicología y la psiquiatría ofrecen para calmar ese mal que no
se cura, sino que se sobrelleva. Al pobre señor Stossel le pasa de todo y en
los lugares menos indicados, eructa sin control cuando va a hablar en público o
se le descompone el estómago en el primer viaje con su novia; pero lejos de
quedarse en la narración anecdótica de una naturaleza que tiende al desastre,
lo que hace es articular a través de esas experiencias, cómicas y vergonzantes,
toda una investigación sobre esto que llaman el mal de nuestro tiempo.
El
lector de este libro, que lo lee seguramente porque es víctima de algún tipo de
ansiedad, se reconoce en estas páginas porque el autor confiesa sin pudor todo
aquello que le provocan los nervios, de la descomposición por el célebre colon
irritable al desamparo que siente cuando se separa de su mujer, casi tan insoportable
como el que padecía cuando pensaba que sus padres le habían abandonado. En el
libro aparecen grandes hombres y mujeres que, en el tiempo que la desazón y sus
síntomas les dejaban libre, escribieron investigaciones fundamentales, crearon
grandes novelas, dirigieron películas inolvidables. Darwin, por ejemplo, es uno
de esos atormentados cerebros que lograron concentrarse y trabajar, a pesar de
que sus males eran tan incapacitantes como difíciles de diagnosticar y que le
tuvieron parte de su vida postrado en la cama. Siempre se ha pensado que
padecía del estómago. Y padecía del estómago. Su mal no era inventado, pero
ahora se sabe que el 60% de los que soportan un estómago nervioso podrían
encontrar ayuda en la consulta del psiquiatra.
La ansiedad excesiva no favorece la
creatividad, al contrario, incapacita. Pero como me dijo una vez un amigo
psiquiatra: debemos ayudar al ansioso a que se calme, pero no tanto como para
borrarle todas sus preocupaciones existenciales. O sea, calmar al atormentado
sin convertirlo en un idiota. Ay.