BRUNO PARDO PORTO |
ABC | 10/04/2020
Es poeta y psiquiatra, y estuvo
destinado en el hotel medicalizado Miguel Ángel, de Madrid, hasta hace unos
días. Allí no podía verle la cara a sus pacientes, pero los ayudaba desde el
otro lado del teléfono. Sobre todo trataba duelos atípicos, de personas que no
pudieron despedirse de sus fallecidos
Hace
tiempo que Aitor Francos no
es capaz de sentarse a leer un novelón, y apenas logra concentrarse para
escribir. Cuando vuelve del trabajo solo quiere distraerse, evadirse un rato,
llamar a casa, a Bilbao. «Tengo que llamar todos los días, hablar todos los
días con mi madre. Parecía que nunca nos iba a pasar, pero ahora el miedo a la
pérdida es real», afirma, severo, al otro lado del teléfono.
Aitor
es poeta y psiquiatra, y hasta hace unos días estaba destinado en el hotel
medicalizado Miguel Ángel de Madrid. Allí no llegaban los casos más graves por
coronavirus, pero sí vidas destrozadas, mentes tratando de asimilar una
situación extrema. «Lo más grave son los duelos. Personas que han perdido a
hermanos, a parejas, a padres… Duelos
atípicos, que van a ser patológicos porque no han podido
despedirse, porque no lo han procesado», continúa.
Aitor
escucha mucho, y lamenta. Lamenta no haber podido mirar a los ojos a esos
pacientes, a los que tuvo que atender por teléfono en su mayoría, pues a las
habitaciones solo se podía entrar por extrema
necesidad. Él sabe todo lo que se pierde sin la mirada, sin el
tacto, él sabe todo lo que hay más allá del verbo. «Hay que escuchar, estos
pacientes tienen que volver a narrar en su cabeza lo ocurrido. Eso ayuda a que
se pongan peor, y a que se angustien más, pero es necesario para que ese duelo
no se encapsule, no se disocie». Al principio de la pandemia escribió estos
versos: «También a la tierra del dolor / hay que darle la vuelta como a los
calcetines». Y este otro: «Cuidar del dolor también es ser un buen padre».
Él no
disocia, y al volver a casa le acompañan ciertas historias. Esta vuelve una y
otra vez: la de una mujer infectada por coronavirus que trabajaba en un
hospital, y que ha perdido a su madre, y que no puede quitarse de la cabeza la
idea de que ha sido ella la que ha matado a su madre. «En esta crisis se ha
quedado desatendida la psicología y
la psiquiatría,
que es normal, porque había que movilizar las fuerzas a otro lado. Pero ahora
creo que va a haber una avalancha de personas que van a necesitar nuestra
ayuda», asevera.
La
realidad siempre ha sido dura, pero nunca tan extraña, mareante. «Es terrible
la vivencia de irrealidad,
de pensar que algo no pueda estar pasando y que esté pasando, y más terrible
aún es la normalización de eso, que eso a vaya a ser una rutina, una
constante», subraya. Eso le descentra, le impide sumergirse de lleno en la
ficción, solo obras breves. «No sé si recuperaré la capacidad de leer a
Dostoievski», dice. Tampoco es que le preocupe mucho ahora mismo. Esto es de un
poema reciente: «Como un mueble entristecido por una / lluvia obsoleta que cayó
aquí hace bien poco, / me siento con un libro / a vigilar la escena».
Lo ocurrido le ha cambiado sus esquemas mentales,
devolviendo lo esencial a la cima. Antes que la literatura, la vida; antes que
el trabajo, la familia. «Me imagino que le está pasando a otros. No es un mal
cambio, pero tener que haber llegado a esto para darnos cuenta habla de cómo
somos como sociedad, de lo ensimismados que estamos», remata.