MERCEDES
NAVÍO ACOSTA | El
País |
29/08/2017
Los
terroristas no están locos. Tratarlos como tales estigmatiza a los enfermos
mentales
Siempre me dieron más miedo los cuerdos que los locos. Es
esta una intuición vocacional que los datos confirman una y otra vez, y los
prejuicios combaten con la obstinación de la que solo ellos son capaces. La
enfermedad mental está muy lejos de ser sinónimo de violencia y de
peligrosidad. Las personas afectadas por trastornos mentales cometen delitos en
la mitad de porcentaje que la población general y reinciden en un porcentaje
ínfimo, del 2% frente al 30% de los llamados normales, siendo en muchas más
ocasiones víctimas que agresores.
Estas estadísticas
obtenidas en condiciones ordinarias son confirmadas abrumadoramente por las
mayores masacres de la historia, las de los totalitarismos del siglo XX,
producto nada menos que de los monstruos de la razón, con sus asesinatos
masivos y su barbarie institucionalizada, encarnada por hombres normales como describió
Hannah Arendt en su conocido concepto de la banalidad del mal.
No pretendo entrar en el problema del mal y su ontología, mi
propósito es menos ambicioso o tal vez no, solo quiero afirmar que existe
independiente de la enfermedad mental. En estos días de fanatismo desalmado y
homicida hemos podido leer y escuchar expresiones tales como locos terroristas,
esquizofrénicos asesinos o psicóticos criminales.
Son expresiones que parten de una premisa equivocada, en
virtud de la cual todas las personas que cometen un acto irracional destructivo
han de estar necesariamente enfermas. Esto protege nuestra ilusoria sensación
de control de la inexpugnable y compleja condición humana y nos permite
permanecer en la negación de los sinsentidos de la vida logrando una
tranquilidad ficticia. Además de falsa, esa premisa es profundamente injusta en
dos sentidos: condena a inocentes e indulta a culpables. Estigmatiza y refuerza
la discriminación de personas con enfermedad mental que no han hecho ni harán
ningún mal y justifica, en nombre de un intelectualismo moral que anula la
responsabilidad individual, a personas que sí lo hicieron.
Todo ello no es baladí. La prevención y abordaje de
cualquier fenómeno requiere de un diagnóstico de situación preciso y certero.
La psiquiatrización del mal no es ni puede ni debe ser la respuesta. La
psiquiatría, como cualquier disciplina, como cualquier visión de la realidad,
tiene sus límites. Antaño fue instrumentalizada como herramienta de control
social impropia, inmoral e inefectiva, en legislaciones como la de peligrosidad
o la de vagos y maleantes.
Quien quiera conocer la naturaleza del mal habrá de sortear
el espejismo de confundirla con las frecuentes discrepancias entre las
distintas visiones subjetivas del mundo ancladas en sus respectivos sistemas de
valores y criterios de convención social. Puede haber tantas como personas.
Pero no es esa la clave; el factor común a todas las formas de barbarie no está
en los matices de cada cosmovisión, sino en su ciega pretensión de absoluto, en
su aspiración de pureza inhumana.
Es esa misma ceguera la que sigue permitiendo que una
etiqueta de raza, sexo, religión, orientación sexual o, en este caso, de
enfermedad mental oculte completamente al ser humano estigmatizado y
discriminado que la lleva, hasta su aniquilación física o moral. Seguro que hay
quien piensa que esta puede ser la reivindicación de una nueva minoría en lucha
por sus derechos que pone en peligro la libertad de expresión de una mayoría de
normales, desde otro ejercicio más de hipersensibilidad promovido por la
dictadura de lo políticamente correcto. Para ellos tengo una explicación
alternativa: la tiranía de la normalidad aboca a la proyección e intento de
expulsión de lo insoportable de ti mismo en el otro.
Los derechos mencionados, que no son otros que los derechos
humanos, los de las personas con enfermedad mental, son legítimos e
irrenunciables para todos y espero llegar a ver el día en que puedan ser
defendidos masivamente por aquellos a quienes más directamente atañen. Pero
mientras ese día llega, e incluso cuando llegue, hasta que puedan apropiarse de
la palabra “loco” como insulto para convertirla en un atributo más de su dignidad,
de su compromiso y responsabilidad de autocuidado, como hicimos otras minorías,
raciales, cuando pudimos; nunca deberán quedar abandonados a su suerte.
Recuerden que cada vez que dan a la maldad el nombre de
locura están equiparando al lobo con el cordero y quedando a su merced. Y eso,
además de no protegerles de la intemperie, es tanto como escribió hace muchos
años Harper Lee, “matar un ruiseñor”.
Mercedes Navío Acosta es psiquiatra.