Ignacio Morgado Bernal
| El País
| 14/07/2019
Guiados
por nuestra particular manera de ver las cosas, los humanos actuamos en función
de dos procesos mentales mutuamente imbricados: el razonamiento lógico,
organizado desde la corteza cerebral prefrontal, y los sentimientos que ese
razonamiento origina, organizados desde la amígdala y otras estructuras del
interior del cerebro. Ambas regiones cerebrales están interconectadas haciendo
que nuestros razonamientos movilicen y cambien nuestros sentimientos y que
éstos, a su vez, también influyan en nuestro modo de razonar y ver las cosas.
Ninguna persona con un cerebro sano puede detener voluntariamente alguno de
estos dos procesos y funcionar sólo con el otro. Es decir, no hay personas
puramente racionales ni personas puramente emocionales. Somos seres racionales
y emocionales a la vez.
Ese modo de funcionar del cerebro y la mente humana se pone especialmente de manifiesto cuando expresamos públicamente opiniones sobre cuestiones de cierta relevancia, pues con frecuencia nos volvemos esclavos de esas opiniones tratando de mantenerlas a toda costa incluso cuando sabemos que no están suficientemente justificadas. Nos estamos refiriendo a opiniones, supuestamente sinceras, que tratan de valorar una situación, como cuando se afirma que la corrupción es resultado de leyes económicas injustas, que el nacimiento de Vox es consecuencia del secesionismo, que el menor rendimiento en el trabajo se debe al tabaquismo o que la violencia de género se soluciona con la pena de muerte, por poner algunos ejemplos.
El tratar de sostener opiniones de un modo pontifical sobre cuestiones de actualidad se observa no solo en intelectuales, periodistas, políticos o cargos públicos, sino también en personas corrientes en sus relaciones sociales de trabajo, la familia o los amigos, aunque la intensidad del sostenella y no enmendalla depende mucho del carácter, los intereses y las experiencias previas de cada persona. Pero hay veces en que ni siquiera es necesario un interés especial en retener una opinión para que la tenacidad sea suprema en el aferrarse a ella, incluso cuando es difícilmente sostenible. ¿Por qué nos comportamos de ese modo? ¿Por qué nos cuesta tanto rectificar cuando nos equivocamos?.
La explicación está en dicha interacción entre procesos racionales y emocionales de la mente humana. Cuando se nos contradice pública o privadamente con argumentos y razones que alcanzamos a entender el cerebro altera el estado de nuestras vísceras (el sistema nervioso autónomo y las hormonas, como cuando tenemos estrés) y crea de ese modo una emoción negativa que percibimos como un sentimiento de vergüenza y de daño a nuestra autoestima, o incluso como vanidad herida, cuando uno se siente persona importante e influyente ante una audiencia igualmente considerada.
Sentir que la audiencia nos devalúa y que perdemos prestigio ante ella al equivocarnos o ser contradichos puede llegar a ser muy doloroso. Algunos experimentos científicos han mostrado que la exclusión social activa ciertas regiones cerebrales que son las mismas que se activan cuando nos hacemos daño y sentimos dolor físico (Por qué duele tanto el rechazo). Según la relevancia y contexto del tema en litigio, la persona cuya opinión es cuestionada por argumentos consistentes puede pasarlo muy mal. Y los humanos tendemos instintivamente a evitar o reducir el malestar que en esas situaciones sentimos.
Ese modo de funcionar del cerebro y la mente humana se pone especialmente de manifiesto cuando expresamos públicamente opiniones sobre cuestiones de cierta relevancia, pues con frecuencia nos volvemos esclavos de esas opiniones tratando de mantenerlas a toda costa incluso cuando sabemos que no están suficientemente justificadas. Nos estamos refiriendo a opiniones, supuestamente sinceras, que tratan de valorar una situación, como cuando se afirma que la corrupción es resultado de leyes económicas injustas, que el nacimiento de Vox es consecuencia del secesionismo, que el menor rendimiento en el trabajo se debe al tabaquismo o que la violencia de género se soluciona con la pena de muerte, por poner algunos ejemplos.
El tratar de sostener opiniones de un modo pontifical sobre cuestiones de actualidad se observa no solo en intelectuales, periodistas, políticos o cargos públicos, sino también en personas corrientes en sus relaciones sociales de trabajo, la familia o los amigos, aunque la intensidad del sostenella y no enmendalla depende mucho del carácter, los intereses y las experiencias previas de cada persona. Pero hay veces en que ni siquiera es necesario un interés especial en retener una opinión para que la tenacidad sea suprema en el aferrarse a ella, incluso cuando es difícilmente sostenible. ¿Por qué nos comportamos de ese modo? ¿Por qué nos cuesta tanto rectificar cuando nos equivocamos?.
La explicación está en dicha interacción entre procesos racionales y emocionales de la mente humana. Cuando se nos contradice pública o privadamente con argumentos y razones que alcanzamos a entender el cerebro altera el estado de nuestras vísceras (el sistema nervioso autónomo y las hormonas, como cuando tenemos estrés) y crea de ese modo una emoción negativa que percibimos como un sentimiento de vergüenza y de daño a nuestra autoestima, o incluso como vanidad herida, cuando uno se siente persona importante e influyente ante una audiencia igualmente considerada.
Sentir que la audiencia nos devalúa y que perdemos prestigio ante ella al equivocarnos o ser contradichos puede llegar a ser muy doloroso. Algunos experimentos científicos han mostrado que la exclusión social activa ciertas regiones cerebrales que son las mismas que se activan cuando nos hacemos daño y sentimos dolor físico (Por qué duele tanto el rechazo). Según la relevancia y contexto del tema en litigio, la persona cuya opinión es cuestionada por argumentos consistentes puede pasarlo muy mal. Y los humanos tendemos instintivamente a evitar o reducir el malestar que en esas situaciones sentimos.
Pero la situación es diferente cuando en la intransigencia
hay comprometidos intereses importantes, sean éstos económicos, políticos,
morales o de intimidad personal (Si no cambias de opinión te
abandonaremos, dejaremos de apoyarte, denunciaremos tus mentiras y tu
corrupción, publicaremos el video que te compromete, etc). En estos
casos, la autoestima y el prestigio personal pueden caerse del pedestal, pues
la anticipación de la nueva emoción negativa subyacente a las posibles
consecuencias de no cambiar de opinión puede acabar imponiéndose y determinando
el comportamiento de las personas.
La pelea dialéctica más que enfrentar razonamientos lo que
generalmente enfrenta son las diferentes emociones que los propios
razonamientos suscitan. Las emociones son el ejecutivo de la razón y casi
siempre acaban determinando nuestra conducta, aunque no nos demos cuenta. Pero,
como dejó escrito el filósofo y sabio Marco Aurelio, activando la razón siempre
podemos ver las cosas de otra manera y crear de ese modo nuevos e interesados
sentimientos que al sintonizar con ella nos devuelvan la autoestima y el
bienestar. No es que nos engañemos a nosotros mismos, es que esa es la
naturaleza humana y a ella, irremediablemente, respondemos.
Ignacio Morgado Bernal es
catedrático de Psicobiología en el Instituto de Neurociencia y la Facultad de
Psicología de la Universidad Autónoma de Barcelona. Autor de Emociones corrosivas: Cómo
afrontar la envidia, la codicia, la culpabilidad y la vergüenza, el odio y la
vanidad. Barcelona: Ariel, 2017.