miércoles, 25 de febrero de 2015

Menos calcular y más pensar

PSICOLOGÍA
Nos pasamos el día echando cuentas. Vivimos instalados en buscar resultados.
Hay que discernir, convertir la experiencia en sabiduría para encontrar calma y belleza.

XAVIER GUIX | El País | 04/01/2015

Durante el examen de Selectividad de este año se produjo una situación curiosa: algunos alumnos pusieron el grito en el cielo ante uno de los problemas que planteaba la prueba de matemáticas, cuya resolución podía ser simple o compleja. La mayoría eligió el camino más complicado, lo que ocasionó que les bajara algo la nota aunque la mayoría aprobara finalmente. Una maestra, acertadamente, dio en el clavo. El problema no era el examen sino los cálculos que se suelen hacer antes de la prueba, lo que convierte la Selectividad en pura estrategia resultadista. Al fallarles los planes a los alumnos, la maestra añadió: “¡Menos calcular y más pensar!”.

Es una evidencia que hoy vivimos instalados en la sociedad del resultadismo, es decir, la vida se ve reducida al resultado, al cálculo, a las medidas, las proporciones, la cantidad o la estadística. La felicidad y el sentido existencial dependen de lograr los resultados calculados, sobre la base del beneficio propio. Vamos a reflexionar sobre los cálculos que convierten la vida en mera especulación, en la obsesión por el control y el beneficio propio. Si una persona quiere permanecer en un estado de puro egocentrismo, seguro que habrá desarrollado el arte de calcularlo todo, no fuera que por debilidad emocional se viera obligada a esforzarse y a tener que salir de sí misma.

“Aprender sin reflexionar es malgastar la energía”. Confucio.
La experiencia de esos jóvenes en la Selectividad nos da algunas pistas. La primera es el valor que se le dan a los estudios en concreto, y al conocimiento en general. Salvo excepciones, no existe amor por conocer, curiosidad por aprender o apertura a experimentar, sino mera superación de pruebas. Para ello es suficiente con saber lo justo para aprobar. Calcular preguntas, saberse las respuestas y después olvidarlo todo. Prima el resultado, no el conocimiento. Vale el cómputo final y no el proceso. Esa forma de proceder no es una moda estudiantil, sino consecuencia de una cultura reciente que se ha basado en la inmediatez, el desprecio al esfuerzo, la falta de autodisciplina y la intolerancia a cualquier tipo de frustración. Para colmo, se ha instalado en el imaginario social la poca practicidad de las ciencias humanas, y los múltiples réditos futuros que se esconden tras las tecnologías. Consultados nuestros jóvenes ciudadanos, la mayoría prefiere ser funcionario o, en segundas nupcias, trabajar en cualquier disciplina biotecnológica o en la empresa privada. Ya no interesa tanto la educación (cuyo origen etimológico es educere, hacer salir), sino el cálculo avispado hacia el máximo beneficio al menor esfuerzo.

También la psicología sufre de alguna manera esta visión coyuntural. Las personas que se acercan a las consultas no están dispuestas a mantener un proceso terapéutico. Exigen soluciones rápidas, prácticas y que no requieran demasiados cambios y esfuerzos. Al final la solución la encuentran en algún fármaco que adormezca el problema y a seguir para adelante. Mandan los resultados. Pensar en la vida y en cómo se vive es perder el tiempo, hacer entelequias, algo muy agotador y poco productivo.

Para los calculadores, la vida especulativa empieza con preguntas poco filosóficas, del tipo: ¿y esto para qué sirve, o para qué me servirá? ¿Qué sacaré con eso? ¿Cuánto me va a costar? ¿Qué puedo ganar y qué puedo perder? La visión tiene poco de hondura y mucho de extensión. Es pura practicidad al servicio de los resultados. Es una manera de mirar hacia otro lado cuando emerge el viejo dilema de si el fin justifica los medios.

Todo hombre tiene su precio, lo que hace falta es saber cúal es”. Joseph Fouché.



El vivir no entiende de tantos cálculos. Entre otras cosas porque nadie sabe lo que sucederá y porque somos más hijos de las contingencias que de los grandes propósitos. El único cálculo posible en la vida es la muerte. Y por ahí empezamos a entender por qué tantas personas necesitan echar cuentas. A sabiendas de que no se podrán llevar nada al más allá, al menos en el más acá que nadie les quite lo bailado.

Cuando el vivir se basa en la mera compensación; en procurar que la balanza se incline siempre a favor; en pasarse las horas del trabajo calculando la llegada de las próximas vacaciones; en tratar las relaciones como si fuesen inversiones; en hacer cálculos electorales, en lugar de gestionar los problemas de los ciudadanos… Si el vivir se convierte en un libro de contabilidad, el materialismo más despiadado habrá logrado su propósito. Erich Fromm, uno de los padres de la psicología humanista, alumbró al mundo con el tratado a través del cual discernía entre el “ser” y el “tener”. Ya entonces nos advirtió sobre el peligro que podría suponer para el futuro que los hombres se conviertan en robots. A menudo, entre tanta tecnología y tanto cálculo parece inevitable un destino desalmado.

“Pensar es como vivir dos veces”. Cicerón.
No obstante, aún nos asiste la facultad de discernir. Necesitamos más espacios de reflexión, paciente y dialógica, en lugar de ese resultadismo en el que vivimos instalados, volátil, vacío y deshumanizado. No solo se trata del gozo intelectual. También consiste en el arte de meditar la vida, de convertir la experiencia en sabiduría. Se trata de abandonarse, algunas veces, al discurrir propio de las aguas de la vida. ¿Sirve de algo empujar el río?

Pitágoras fue un gran sabio aritmético, hasta el punto de descubrirnos su famoso teorema. Sin embargo, fue a la vez un mago, chamán y creador de su propia hermandad en la que discernieron sobre el alma, la naturaleza matemática de la realidad y la vida espiritual. El cálculo no está reñido con la trascendencia, como demostró el filósofo. Al contrario, es un instrumento necesario. En cambio, se torna un peligro en la mente de aquellos cuyo afán de surfear por la vida no les permite encontrar la calma y la belleza de las profundidades.

Cuando todo se rige por el resultado, se pierden los matices, el proceso, el viaje, la motivación profunda. Fluyendo se logran los mejores resultados. Angustiados, solo encontramos justificación en grandes compensaciones, que duran poco y esclavizan a ir detrás de la ilusión de la zanahoria. La vida es lo que pasa mientras hacemos cálculos. Que el contar no nos haga perder el vivir. Porque la vida se vive, no se cuenta.


Hipocondríacos: encadenados a la enfermedad inventada

SALUD Trastornos psicológicos

 BEATRIZ  G. PORTALATIN | El Mundo | 06/02/2015

Se puede inventar, fabular y conspirar pero sólo a veces, y en el peor de los casos, el miedo se volvería real. La hipocondría, decía Sigmund Freud, es el enamoramiento de la propia enfermedad. O la enfermedad inventada y buscada que dijeron otros. O la pesadilla diurna que escribió Charlotte Brontë ("La hipocondría hace de mí una constante pesadilla diurna").

¿Qué debe existir o qué debe tener una persona para considerarla como hipocondríaca? Fundamentalmente, tres cosas: miedo, preocupación y/o creencia. Es decir, tener un miedo excesivo a padecer y/o desarrollar una enfermedad, que normalmente suele ser grave y mortal. Tener preocupación excesiva por creer que se tiene, y por último, tener la creencia y la certeza de que uno posee realmente esa enfermedad.

Según la nueva clasificación del DSM-V, manual por excelencia de los psiquiatras, la hipocondría, denominada ahora trastorno de ansiedad hacia la enfermedad, está recogida dentro de los trastornos de síntomas somáticos. Debido especialmente a la naturaleza reciente de su condición (antes la medicina no prestaba atención a estos pacientes) y a la poca precisión de su definición, es difícil cuantificar su prevalencia, de hecho ésta difiere según estudios y no se pueden dar datos concluyentes, pero sí se recogen algunas estimaciones. Por ejemplo, "el 28,8% de las personas que acuden a las consultas de Atención Primaria tiene somatizaciones. De ellas un 1% podría ser hipocondríaca", señala a EL MUNDO Antonio Cano, presidente de la Sociedad Española del Estudio para la Ansiedad y el Estrés y catedrático de Psicología de la Universidad Complutense.

El doctor José Ángel Arbesú, médico de familia del Centro de Salud de La Eria, en Oviedo y coordinador del Grupo de Trabajo de Salud Mental de la Sociedad Española de Médicos de Atención Primaria (SEMERGEN), ofrece datos muy similares: "La prevalencia en Atención Primaria podría estar entre el 1-2% de los pacientes atendidos por el médico de familia. Suele comenzar en la segunda década de la vida y no hay diferencias de género u otras variables socio demográficas".

Es importante diferenciar entre la somatización y la hipocondría. Según explica Jerónimo Fernández Torrente, médico general del Centro de Salud La Milagrosa de Lugo, el paciente que somatiza centra su atención en el síntoma. Es decir, se preocupa por el síntoma físico que suele tener un origen psicológico (ansiedad, estrés, etc.) Pero no tiene el miedo o la preocupación excesiva por desarrollar una enfermedad que sí tiene el hipocondríaco. Es muy importante esta distinción, pues si no "todas las personas que somatizan serían hipocondríacas, y no es así", aclara.

Personalidad obsesiva, ansiosa y nerviosa
Los especialistas aseguran que no existe un perfil característico de las personas hipocondriacas pero sí es cierto que este problema "tiene mucho que ver con los trastornos obsesivos o con una personalidad marcadamente obsesiva", expone Cano. También son personas que suelen tener un componente elevado de ansiedad y suelen por ello, ser más ansiosos y nerviosos: magnifican sus síntomas mucho más que cualquier otra persona. Por este motivo, muchos autores relacionan este trastorno con la ansiedad. 

Pese a todo, y para definir de forma correcta a la persona hipocondriaca, añade el profesor Cano, estos pacientes cometen fundamentalmente dos tipos de errores: Uno es magnificar los síntomas de ansiedad, y el otro, anticipar una realidad que no va a ocurrir. Realmente, no son conscientes de que tienen un problema psicológico, ellos no saben que son hipocondríacos porque el miedo les puede.

El paciente hipocondríaco, tiene una preocupación excesiva por su cuerpo, se cuida en exceso y presta demasiada atención a su cuerpo. Pero sin duda, recalca este experto en Psicología, estas personas hacen un largo peregrinaje por las consultas de Atención Primaria: van numerosas veces al médico y solicitan además hacerse pruebas. Por ello, el papel del médico de familia, también en estos casos, se vuelve fundamental.

'Padre hipocrático adoptivo' 
La primera puerta a la que llama el paciente hipocondríaco es a la de su médico de cabecera. Por ello, Fernández Torrente recuerda el libro 'Cartas de un hipocondríaco a su médico de cabecera', del escritor Chumy Chúmez. Según relata el doctor, en este libro, Chúmez habla de la importancia de su médico, de la confianza que deposita el enfermo en el médico buscando no sólo al profesional sino también a la persona que se preocupa más allá del dispositivo asistencial. Chúmez llamó a su médico, 20 años más joven que él, tal como relata en su libro, 'padre hipocrático adoptivo'. El paciente busca atención y dedicación.

Pueden ser pacientes de difícil abordaje para los que "se necesita tiempo suficiente en consulta (algo que como es sabido escasea en nuestros centros de salud) y así evitar pruebas diagnósticas y derivaciones a otros niveles de atención que no serían necesarios", añade el doctor Arbesú. Conocer a los pacientes es algo fundamental. Por eso, debe ser el médico de Atención Primaria quien derive a su paciente a una Unidad de Salud Mental. Si una persona se pasa seis meses realizándose pruebas y yendo a distintos especialistas, debe derivarse a una Unidad de Salud Mental. Todo lo que pase de seis meses, insiste Fernández Torrente, debe ser trasladado a estas unidades y debe existir además, una buena coordinación entre servicios . El trabajo coordinado y conjunto es fundamental.

Por su parte, el profesor Cano recomienda también la terapia psicológica para el tratamiento fundamentalmente de carácter cognitivo-conductual, ya que la hipocondría radica, sobre todo, en la creencia y la preocupación desmedida. Sentir miedo por tener una enfermedad es normal, matiza Maldonado, nadie está exento de ello. Por ejemplo, de una escala del uno al 100, lo normal es tener 40-60, pero no ese miedo excesivo.


Para los pacientes que lo manifiestan de esa forma, explica esta especialista, lo que se hace en consulta es aplicar técnicas de exposición. Por su parte, para las personas que manifiestan su hipocondría como una creencia real de que tienen esa enfermedad, se les aplica una terapia cognitiva, para hacer sobre todo una retribución de los síntomas, porque el paciente lo que hace es dar una explicación a sus síntomas que no son reales. El porcentaje de éxito con terapia conductual, concluye Maldonado, es en la actualidad superior al 80%.