ANTONIO LOZANO | La
Vanguardia | 21/10/2020
El psiquiatra andaluz, profesor en Nueva York, defiende el optimismo como
elemento clave para una existencia saludable
El optimismo
se presta a muchos malentendidos y auto sabotajes, asegura el doctor Luis Rojas
Marcos (Sevilla, 1943), quien fuera Jefe de los Servicios de Salud Mental del
municipio de Nueva York y director del sistema de sanidad y de hospitales
públicos de la misma ciudad. Por citar unos pocos: nadie es monolíticamente optimista o
pesimista; contamos con un amplio margen de maniobra a la
hora de potenciar una visión optimista de cuanto nos rodea; cometemos un gran
error abandonándonos a pensamientos del tipo “que sea lo que Dios quiera”; en ningún caso
deberíamos confundir optimismo con ingenuidad. Convendremos que el marco de angustia
e incertidumbre generalizados provocado por la pandemia revisten su reciente
ensayo divulgativo Salud y optimismo. Lo que la ciencia
sabe de los beneficios del pensamiento positivo (Grijalbo) de una
pátina de manual de supervivencia.
A sus
78 años, el hoy profesor de Psiquiatría en la Universidad de Nueva York y
director ejecutivo de Médicos Afiliados de Nueva York -una organización sin
ánimo de lucro compuesta de cuatro mil médicos y profesionales de la salud-
sabe muy bien de lo que escribe cuando aborda la naturaleza y las propiedades
del optimismo, tanto por su relumbrante hoja de servicios -basta citar su papel en la atención a las víctimas y
familiares del 11S como miembro de Consejo de Emergencias- como por sus propias
heridas emocionales -entre ellas la pérdida de un hijo y
haber sufrido dos depresiones. Rojas Marcos atendió por Zoom a Magazine
Lifestyle desde su apartamento de Manhattan mostrando una afabilidad y
un sentido del humor que refuerzan los argumentos expuestos en su libro.
PREGUNTA.- La primera pregunta es obligada. ¿Cómo está llevando la
crisis actual del coronavirus tanto a título personal como laboral? | RESPUESTA.-
Personalmente tengo suerte porque no me ha
afectado, me he protegido bien y no ha interferido en mi capacidad de disfrutar
de la vida. A nivel profesional es otro cantar, pues en tanto que coordinador
de un amplio equipo médico en diversos hospitales públicos, incluyendo los de
algunas cárceles, de Nueva York, he estado en contacto diario con enfermos. La
incomunicación con los familiares y lo mucho que se está extendiendo la
enfermedad complican mucho el panorama. El sector sanitario se enfrenta a una
situación muy compleja.
P.- En el actual contexto de pandemia global, ¿estamos más necesitados
que nunca de optimismo, en sentido literal, pues quizá el miedo y el malestar
no han estado jamás tan extendidos como en estos momentos? |
R.- Sin duda, las Guerras Mundiales, por
ejemplo, estaban acotadas y en ellas el enemigo era visible. El coronavirus
atenta contra nuestro sentido de futuro, la mitad de nuestras conversaciones
versan sobre lo que vamos a hacer mañana, las próximas vacaciones, el año
próximo… Al resquebrajarse este pilar de nuestra existencia y expandirse la
incertidumbre -sólo hemos de pensar en los millones de personas desempleadas-,
se disparan la angustia y la vulnerabilidad, con el riesgo de derivar en
depresión.
P.- ¿Qué es el optimismo?
| R.- "Hemos
de explicar un poco lo que es el optimismo. Los escritores y filósofos del
siglo pasado tenían una visión muy negativa del mismo, lo asociaban a la
ignorancia y la ingenuidad. En la década de los 90 del siglo pasado empieza a
estudiarse de un modo más científico, coincidiendo en el tiempo con la medicina
de la calidad de vida. Ya no se trata sólo de curar enfermedades sino de
mejorar y alargar la vida. En farmacología la primera medicina que va en esta
dirección es la píldora anticonceptiva. También comienzan a analizarse los
beneficios del ejercicio físico. En este contexto, el optimismo se pone bajo la
lupa y se descubre ligado al concepto de esperanza -pensar que lo que deseamos
va a ocurrir- y al descubrimiento del centro de control dentro de uno mismo
-poder decirnos: 'yo soy capaz de hacer algo para salir de aquí y por
protegerme', en vez de fiarlo todo a la suerte. Otro rasgo del optimismo está
vinculado a la forma de explicarnos las cosas. Dado que el cerebro humano no
funciona sin explicaciones, todos con el tiempo desarrollamos nuestro estilo
explicativo, de modo que las personas más optimistas se caracterizan por no
culparse ante los fallos y por pensar que el daño se va a arreglar. Y otro
ingrediente del optimismo es la memoria biográfica positiva, es decir,
centrarse en los buenos recuerdos a la hora de enfrentarnos a una adversidad".
P.- Comenta en su libro que “catalogar a las personas de optimistas o
pesimistas no hace justicia a la complejidad de la perspectiva humana”. ¿Por
qué fomentamos pues una visión tan reduccionista de nosotros mismos? | R.- Salvo las víctimas de depresión, todos somos un poco optimistas.
Tendemos a simplificar en exceso, “este es listo y este es tonto”, “este es
guapo y este es feo”… lo que sólo nos conduce a emitir juicios rápidos, a
cerrar la puerta a la complejidad que implica cualquier reflexión en profundidad.
Esta forma binaria de pensamiento, que se nos inocula desde la infancia, está
en la base de grandes problemas como el racismo o la discriminación social.
P.- También sostiene que “la gran mayoría de los hombres y mujeres de
cualquier edad, estrato social o lugar de procedencia, encaja dentro del amplio
grupo de optimistas”. ¿Puede que tengamos la impresión contraria ya que, por
motivos dramáticos, estamos rodeado de ficciones protagonizadas por seres
atormentados y hundidos? | R.- A las
ficciones que comentas se suma el sesgo de las noticias periodísticas. Yo ya me
he acostumbrado a decir “vamos a ver las malas noticias”. Aquí tiendo a
sintonizar el canal público de televisión, el PBS, porque me parece el más
equilibrado entre tragedias y alegrías. Sin embargo, en general, el 99,9% de
noticias son negativas. Los responsables de las cadenas lo justifican aduciendo
que esto es lo que hace que la gente se conecte. Si de los seis millones de
neoyorquinos, dos individuos no vuelven a casa por la noche, esto es noticia.
Ahora bien, por lo general basta con preguntarle al que cree que el mundo es un
desastre total cómo le va a él la vida para obtener una respuesta positiva.
P.- Asimismo pone el acento en la influencia del ambiente y de las
circunstancias en las que nos desarrollamos en la composición de nuestro
temperamento, en oposición a los que lo achacan todo a la genética. R.- Los genes juegan sin duda un papel determinante, para bien y para mal.
Lo vemos en una unidad de recién nacidos, donde algunos bebés ya berrean desde
el minuto uno y otros duermen plácidamente. Por ponerme como ejemplo: ¡me han
diagnosticado una diabetes pese a cuidar mucho la alimentación y hacer mucho
ejercicio físico! Ya… pero es que algún pariente me lo ha transmitido. Dicho esto,
también desarrollamos nuestra personalidad, nuestra forma de ver la vida,
nuestras creencias… el medio en el que crecemos va a tener un impacto tremendo
sobre nuestros genes. Puedes tener unos genes estupendos pero, si has crecido
en un ambiente terrible, seguramente te enfrentarás a muchas adversidades. En
definitiva, es una mezcla entre lo que traes de serie y tus experiencias -y
aquí los primeros 15/20 años son fundamentales- y, ojo, también lo que decidas
aprender, esto es, el tiempo, le energía y la motivación para cambiar rasgos
negativos de tu personalidad.
P.- Insiste a lo largo del libro en la necesidad de fortificar los
aspectos favorables de nuestra naturaleza y de recurrir al estilo optimista de
explicar las cosas. ¿Por dónde empezar? | R.-Lo primero es identificar el problema y hacerse la pregunta -por
ejemplo, ¿cómo puedo ver la vida de otra forma?, o, ¿cómo mejorar las
relaciones con mi entorno?-, luego hay que dar el paso de concretizar -por
ejemplo, explorar aquello que te traiga satisfacción y diversión ante un cuadro
de infelicidad permanente. Aquí no hay magia que valga, uno ha de reflexionar,
organizarse y aceptar que en muchos caso vamos a necesitar de la ayuda de
terceros. Es un proceso que requiere conciencia y trabajo.
P.- “Una visión favorable del pasado nos predispone a
abordar con confianza los retos que se cruzan en nuestro camino”, escribe. No
ser muy duros con nuestro yo de antaño y saber perdonar a quienes nos hicieron
daño es fundamental para encarar lo que nos viene | R.-Hay que esforzarse por no estancarse y pasar página. Es normal sentirse
víctima durante un tiempo si hemos sufrido daño y agravios pero enrocarnos en
una identidad de víctima es muy pernicioso. Agarrarse a un pasado doloroso te
roba la flexibilidad y la esperanza. Las asociaciones de víctimas son muy
útiles al principio pues son lugares que te ofrecen apoyo y solidaridad pero
tienen caducidad, deben ser pasajeras.
P.- “De todas las opiniones que nos formamos a lo largo de la vida, la
más relevante es la que nos formamos de nosotros mismos”, comenta. ¿Cuál es la
vía más eficaz para corregir una baja autoestima? | R.- Sin una autoestima moderada o positiva no se puede sacar partido a la
vida. El primer paso es valorar qué aspectos de nosotros mismos, ya pertenezcan
a nuestro físico o a nuestra forma de ser, nos causan molestar o nos acarrean
problemas. Hay que estar muy atentos al salto que se produce entre no gustarnos
y rechazarnos con virulencia (“no valgo para nada”), lo que puede alertarnos de
la gestación de una depresión. Una vez detectado el mal hay que apuntarlo,
comprenderlo y, si es necesario, buscar ayuda.
P.- Destaca la relevancia de la extroversión, de compartir nuestras
emociones y sentimientos, de desahogarnos, de poner orden en nuestros pensamientos…
por medio de la conversación. ¿Diría que esta necesidad humana tan básica está
más amenazada que nunca por el aislamiento y la desconexión que provocan las
pantallas? | R.- El
ser humano está hecho para hablar -ojo, también para hablar en alto, para
nosotros mismos, pese a su mala fama es muy útil a la hora de ver cómo nos
vemos y tratamos- y compartir. Hoy tenemos un problema en la comunicación
física, cara a cara, pero no hay que perder de vista que la tecnología también
nos ayuda a comunicarnos, en estos tiempos de pandemia ha sido un salvavidas,
imagínate no haber contado con móviles ni ordenadores. La tecnología por sí
sola no es el problema, lo es qué uso hacemos de ella.
P.- Establece una distinción entre la valoración del optimismo como
negativa entre Europa y como positiva en Estados Unidos. ¿A qué lo achaca
principalmente? | R.- La
culpa de su estigmatización europea la achaco a los filósofos y los líderes
religiosos del siglo XVII, XVIII y XIX, los sabios de quienes emanaba la
educación del pueblo, proclives a vernos nacidos con pecado o perversión
incorporados. En Estados Unidos, por el contrario, el optimismo está
glorificado, pobre de ti si en una entrevista de trabajo no te defines como
tal. Aquí cunde la idea de que a más optimista y feliz, más posibilidades de
ser reconocido y compensado en la otra vida. Es una exigencia muy nociva porque
el infeliz automáticamente se ve como un fracasado y lleva, en general, a la
negación de los problemas y a marcarse unos objetivos inalcanzables. Al mismo
tiempo, la cultura de la queja en España, con el consiguiente efecto de ir
minando el optimismo, no me parece menos perjudicial.
P.- Quizá por efecto contagio de Estados Unidos, ¿no existe asimismo en
Europa una obsesión creciente con el bienestar y la felicidad, quizá impulsada
en parte por la industria de la autoayuda? Es como si a las personas no se nos
permitiera o se nos castigara por no estar bien y animosa y radiante las
veinticuatro horas del día. | R.- Hay
contagio, indudablemente. Para empezar no deberíamos recurrir al término
felicidad, muy contaminado, sino al de satisfacción. Pensar en términos de la
primera es poner el listón muy alto y referirse a algo que resulta bastante
inalcanzable. Al principio yo definía mis libros como de autoayuda pero hoy
reviste unas connotaciones denigrantes, algo superficial y que carece de base
científica, limitado a lanzar consejos del tipo “quiérete a ti mismo”, de modo
que ahora huyo de la etiqueta como de la peste. En Estados Unidos sigue
teniendo una pátina positiva porque la idea de autoayuda surgió en el seno de
los grupos de alcohólicos anónimos, quienes decidieron reunirse con regularidad
para ayudarse unos a otros sin el auxilio del terapeuta oficial, los cuales se
demostraron muy útiles.
P.-Se detecta cada vez más resistencia a recurrir al lenguaje bélico al
abordar enfermedades, el ejemplo más extendido es el cáncer, contra el cual
siempre se anima a luchar y batallar. ¿No encierra algo perverso depositar
tanta responsabilidad en los esfuerzos de los pacientes? |
R.- El lenguaje al que recurrimos puede
convertirse en una carga adicional para los pacientes, quienes no sólo han de
hacer frente a tratamientos dolorosos y a la angustia y al miedo sino que se
ven exigidos a sacar unas fuerzas y una actitud de las que no disponen. Estamos
delante de un gran error. Ahora bien, si el médico percibe que el paciente está
perdiendo la esperanza y la ilusión, sí que debe, evidentemente, intentar
ayudarle y fomentar un cambio, Pero el camino no es decirle “luche, luche,
luche” sino hablar del problema, ponerse en contacto con los familiares,
recurrir a una medicación…
P.- ¿No debería el sistema educativo enseñarnos con mucha más
determinación a cuidar de nuestra salud mental y física? |
R.- Sería esencial. Yo empezaría por enseñar a
los niños, a partir de los cinco o seis años de edad, a hablar consigo mismos y
además a tratarse con cariño en el proceso. La calidad de vida arranca aquí,
esto va a contribuir a que se sienta mejor y a que su corazón funcione mejor.
De modo que, desde primaria, tendría que haber una asignatura de salud física y
una de salud mental que animara a expresar las emociones y sentimientos de los
alumnos. Recordemos que la definición oficial de salud que da la Organización
Mundial de la Salud comprende “el estado completo de bienestar físico,
psicológico y social”.
P.- En un momento del libro confiesa haber sufrido una depresión. ¿Qué
lecciones extrajo de una experiencia tan difícil? | R.- La tristeza es más gestionable si sé qué me la provoca y se complica
cuando no detectamos la fuente. La pérdida de energías, ganas e ilusión es la
evidencia más clara de que nos encaminamos hacia una depresión. Yo he tenido la
suerte de conocer los síntomas para buscar ayuda y ponerles remedio a la mayor
celeridad posible, es decir, la detección temprana es clave. De nuevo, sin
tener conciencia de enfermedad o problema no podemos hacer nada porque no hay
motivación y reacción.
P.- Es conocida su afición a los maratones. ¿Qué le ha aportado a su vida
el ejercicio físico en general, y una prueba tan exigente como el maratón en
particular? | R.- Llegué
muy tarde al ejercicio físico, ya en la cuarentena, y lo hice por recomendación
de un amigo ante la situación de elevado estrés laboral que atravesaba y que me
llevaba a sufrir de hipertensión. Me compré una cinta para correr en el
dormitorio y enseguida noté cómo mejoraba mi presión arterial y mi estado de
ánimo por lo que quedé enganchado. Ya en el año 92 me plantearon el reto de
participar en un maratón y, como los desafíos siempre me han estimulado mucho
en la vida, me animé. Desde entonces he participado en todas las ediciones,
salvo esta última que se canceló por el coronavirus, aunque ahora me cueste
cinco horas y media completarlo. La constancia nunca me ha faltado. Puede sonar
exagerado pero quizá sin el ejercicio físico no estaría hoy vivo.