La acrecentada pasión por los
fármacos viene a ser la asíntota del progreso en los países desarrollados
El acto médico encierra —por sí
mismo— un efecto muy perverso desde el punto de vista económico: en este caso
la oferta y la demanda se hallan en las mismas manos. El doctor ofrece sus
servicios al paciente, pero para ello demanda análisis, tacs, cultivos,
radiografías, endoscopias, colonoscopias, etcétera, ofrece salud y la demanda
simultáneamente a través de las pruebas. Cuanto más competente pretende ser el
médico más tiende a arruinar el sistema sanitario. Cuánto más se empeña en
curar más cuestiona el funcionamiento del modelo que sin solución tiende a
empeñarse interminablemente.
Pero hay más. Esta perversión sanitaria no
acabará por entero en sí misma, sino que llega a empeorar gravemente con el
acendrado trabajo de las compañías farmacéuticas que en su vivo propósito por
aumentar la clientela resaltan enfermedades nuevas con la colaboración
voluntaria o no de las publicaciones y estudios especializados. De este modo,
fatalmente, el orden farmacéutico pasa a ser un creador de desorden. Desorden
farmacológico en el consumo de la población porque a más número de enfermos,
reales o imaginarios, mayores beneficios para la cadena de laboratorios y las
farmacias. ¿Cómo no esperar pues que, con el tiempo, la totalidad de la
población se convierta en sick victims?
Ciertamente, esta acrecentada pasión
viene a ser la asíntota del progreso en los países desarrollados. El
crecimiento del gasto en sanidad se enarbola como índice del bienestar social.
Pero, efectivamente, la medicina perversa también crea su malestar e incluso su
crimen. Lesiona, pervierte y puede empeorar al individuo.
De
hecho, casi todos los habitantes occidentales ya nos relacionamos
cotidianamente en cuanto enfermos. Enfermos de algo o sospechosos de
diagnósticos adversos. El famoso DSM, libro donde se describen
todas las enfermedades psiquiátricas conocidas, no deja de aumentar sus páginas
en nuevas ediciones.
Se
puede estar loco de amor o loco de remate. Pero eso era antes: ahora se es
sujeto de tratamiento psiquiátrico casi por cualquier cosa. Se trata con psicótropos
el hambre, la gula, el duelo o la tristeza, la pena de un fracaso, la
excitación del éxito, el tedio o el temor a la muerte.
Muy significativamente, ha crecido
hasta porcentajes superiores al 30% el llamado déficit de atención atribuido a
los escolares. ¿Déficit de atención? ¿Hiperactividad? Realmente si estos niños
concentraran la atención en un asunto en vez de desparramarla o fueran menos
activos no podrían vivir en el mundo disperso y poblado de estimulaciones que
existe. Se les llama enfermos pero, en realidad, son actuales.
Sin duda, característico de la época
es perseguir ansiosamente la salud a la manera de los mendigos que han de
buscarse de una u otra forma, exasperadamente, la supervivencia. La dietética o
la gimnasia, el pilates y los balnearios, los vegetales o los minerales, todo
forma parte de un envolvente y complejo universo terapéutico. De hecho, pasará
por irresponsable aquel que no se está procurando algún remedio apropiado,
preventivo o no, para salvarse de las mil patologías que nos acechan.
El mundo, por fin, es radicalmente
inmundo, y nosotros sus condenados internos. Todos, pacientes en cuanto seres
vivos que denodadamente han de sortear la muerte que bulle incluso entre las
flores.
Porque todos los demás, los
descuidados o indolentes, van dejando de formar parte de la consciencia
moderna. ¿El malestar en la cultura? Esta es la cultura del malestar a todo
trance y la gran ocasión para entregarnos concienzudamente a ser cultos
cuidándonos. ¿Hasta dónde? Hasta que un accidente fatal, en absoluto
previsible, venga a ensañarse con nosotros. Pero entonces, incluso, como sucede
con la aparición de un cáncer, nos caerá encima la responsabilidad de luchar
sin desmayo contra el Mal para (¿indefinidamente?) salvarnos.