NEUROLOGÍA
El autor explica qué sucede en nuestro cerebro
cuando nos enfrentamos a un peligro, un recuerdo negativo o el temor a que algo
malo ocurra en el futuro
Las situaciones extremas de la vida
nos muestran, como si fuera a través de una lente de aumento, el comportamiento
de nuestro cerebro frente a escenarios en donde se pone en juego nuestra
supervivencia física o nuestra integridad psicológica. En estos párrafos
trataremos de entender qué sucede en nuestro cerebro frente a un peligro del
presente, un recuerdo negativo del pasado o el temor a que algo malo ocurra en
el futuro.
Desde el momento en que somos
expuestos a una situación extrema se activa un sistema muy básico, rápido y
firme modelado durante cientos de miles de años, para hacer frente a lo que
está ocurriendo. Este primer paso de defensa de nuestro sistema biológico es la
llamada “respuesta de estrés”. Cuando el cerebro detecta una
amenaza, se activa una respuesta fisiológica coordinada que implica componentes
autonómicos, neuroendocrinos, metabólicos y del sistema inmune. El organismo
necesita un mayor flujo de oxígeno para sus músculos, especialmente los del
sistema de locomoción (para emprender el escape si hace falta). Así, se acelera
la respiración para proveer más oxígeno, y la frecuencia cardíaca para entregar
rápidamente ese oxígeno a través del torrente sanguíneo a los músculos
principales. Los vasos sanguíneos en la piel se constriñen para que haya el
menor sangrado posible en el caso de una herida.
Para proporcionar
el combustible suficiente para el esfuerzo, nuestras glándulas convierten los
carbohidratos almacenados en las células en azúcar circulante en sangre.
También mejora la respuesta inmune; los glóbulos blancos que combaten las
infecciones se adhieren a las paredes de los vasos sanguíneos, preparados para
zarpar raudamente hacia cualquier parte del cuerpo que pudiera lastimarse.
El sistema cognitivo humano, a su
vez, ofrece una variante aún más sofisticada: la capacidad de figurar y
anticipar las amenazas del futuro, e incluso imaginar eventualidades que nunca
han ocurrido, y que acaso nunca ocurran. Esta capacidad notable de nuestra
especie es fruto de la experiencia acumulada y de la capacidad de hipotetizar e
inferir. El desarrollo del cerebro humano, y en particular de sus áreas
prefrontales, expandió, entre otras, nuestras capacidades para revisar el
pasado y examinar el futuro. Esta complejización cognitiva de la respuesta de
estrés llevó al psicólogo estadounidense Richard Lazarus a postular la
existencia de “mecanismos evaluativos” implicados en el proceso de respuesta
frente al peligro porque no siempre es sencillo determinar cuándo estamos
frente a una situación que requiere acciones de protección.
El primer paso de este proceso es la
“evaluación primaria”, esto es, el establecimiento del valor de un estímulo
como peligroso o inocuo. Las investigaciones en neurociencia han permitido
establecer el rol de diferentes estructuras cerebrales en la detección y
evaluación del peligro, en particular, la actividad crucial de la “amígdala”,
que sería responsable de detectar, generar y mantener emociones relacionadas
con el miedo y respondería a la importancia de los estímulos emocionales. La
“evaluación secundaria”, por su parte, busca establecer la disponibilidad de
recursos del organismo para afrontar la amenaza.
Ahora bien, cuando la amenaza se
disipa, se ponen en marcha otros mecanismos para volver a la situación inicial
de reposo: la desactivación de la respuesta de estrés. Si, por el contrario, la
respuesta de estrés permanece sostenidamente encendida, tiene lugar el llamado
“estrés crónico”. En esta circunstancia, los componentes de la respuesta que
suponían una ventaja adaptativa y una reacción de defensa y autoprotección del
organismo, dejan de serlo y se vuelven en su contra.
A nivel
cognitivo, la respuesta aguda de estrés favorece el incremento del nivel de
alerta y la formación de memorias, aunque en el largo plazo la producción
elevada de cortisol provoca deterioro cognitivo. La respuesta inmune también se
afecta negativamente frente al estrés crónico dejando al organismo más expuesto
a los diversos patógenos.
Podemos especular que existen
factores ambientales, factores individuales –biológicos y psicólogicos– y
también factores socioculturales que pueden llevar a que la respuesta de estrés
no ceda y se realimente de forma continua, o, peor aún, en forma de espiral.
Entre los factores externos socioculturales se suele aludir al estilo de vida
moderno y urbano. Por ejemplo, hoy podemos tener al instante la información de
lo que ocurre en cualquier parte del mundo. Este hecho tecnológico que confiere
ventajas evidentes en ciertos terrenos, puede volverse una desventaja en lo que
se refiere a la propagación de temores y la circulación de malas noticias.
Por su parte, en lo que se refiere a
los factores biológicos y psicológicos, es necesario revisar la conexión
existente entre el estrés y los trastornos de ansiedad, por un lado, y la
depresión, por el otro. Para entender la ansiedad, podemos compararla con un radar,
es decir, un dispositivo que rastrea nuestro ambiente en estado de alerta y nos
avisa que una amenaza se aproxima. Pero la ansiedad es mucho más que un radar:
es también un cuaderno de bitácora donde registramos las experiencias
peligrosas vividas, y un mapa que nos guía, como un GPS, hacia territorios
seguros. Sin embargo, cuando la ansiedad excede los niveles normales puede
generar “falsas alarmas” que sobreactivan la respuesta de estrés y provocan
estados de preocupación intensos y síntomas físicos diversos.
La depresión, por su parte, puede ser entendida
en ciertos casos como una reacción biológica y psicológica en la cual nuestro
organismo se rinde ante la adversidad, reduce sus intentos de solución, por
considerarlos infructuosos, y se entrega a la desesperanza. En la depresión,
así como en la ansiedad, nuestro pensamiento se vuelve propenso a los “sesgos
cognitivos”, esto es, seleccionamos y priorizamos ciertos datos en desmedro de
otros. En el caso de la depresión, la información negativa, y en el caso de la
ansiedad, la información relacionada con el peligro. Luego, ciertos
razonamientos distorsionados generalizan o amplifican el peso de esta
información y provocan un espiral de realimentación de las emociones negativas.
Afortunadamente,
nuestro cerebro cuenta con diversas herramientas que pueden protegernos de
estas complicaciones. La “resiliencia” es el conjunto de factores y mecanismos
que nos permiten superar adaptativamente las situaciones de adversidad. En este
sentido, dos mecanismos altamente eficientes para atenuar de forma progresiva
la respuesta de estrés son la “habituación” y la “extinción”. El primero es la
propiedad general de nuestras células nerviosas que consiste en la acomodación
al entorno y un principio de economía, para evitar respuestas ociosas. Son innumerables
los ejemplos, desde cuando entramos a una pileta fría y de a poco vamos
acostumbrándonos, hasta cuando nos exponemos de forma repetida a un estímulo
que nos asusta o tensiona, ayudando a que la respuesta intensa inicial
disminuya hasta volverse tolerable. Este es el principio que rige los
tratamientos por exposición, altamente eficaces en la ansiedad.
El proceso de “extinción” sucede
cuando nos exponemos a un estímulo temido y comprobamos una y otra vez que las
consecuencias negativas que esperábamos no ocurren tal cómo anticipamos, y se
atenúa la respuesta de estrés. Otro de los procesos de regulación de las
emociones, de naturaleza cognitiva, es la “re-evaluación”, que consiste en
modificar el significado funcional atribuido a la situación que gatilla el
estrés. Es “cambiar la manera en que sentimos al cambiar la manera en que
pensamos”.
Algunas personas que experimentaron
traumas súbitos o han sufrido situaciones de abandono o maltrato emocional
sostenido en momentos tempranos de sus vidas pueden llegar a
sufrir en forma prolongada por dichas vivencias. Dolencias psiquiátricas como el
trastorno de estrés post-traumático tienen que ver con esas experiencias y con
el modo en que nuestra memoria alberga los recuerdos emocionales. El trabajo de
neurocientíficos como Joseph LeDoux es relevante para entender las afecciones
emocionales y su tratamiento porque explica la consolidación de las memorias.
Al comienzo, cuando uno experimenta algo, el recuerdo es inestable hasta que se
estabiliza por la síntesis de proteínas en el cerebro. Una vez almacenado el
recuerdo, la exposición a un estímulo que le recuerda aquel evento, va a
reactivarlo y a hacerlo inestable nuevamente por un período corto de tiempo,
para volver a guardarlo luego y fijarlo nuevamente en un proceso llamado
reconsolidación de la memoria.
Ahora bien,
cada vez que recuperamos una memoria de un hecho, al volverse otra vez
inestable, permite la incorporación de nueva información. Ese momento es una ventana
para cambiar las reacciones emocionales que acompañan un recuerdo. Un paciente
que sufre un trastorno de estrés postraumático evoca con ayuda de un terapeuta
experto y en un contexto seguro, los recuerdos de la situación vivida, para
atenuar progresivamente las reacciones emocionales intensas que acompañan el
recuerdo.
Por último, resulta central
reflexionar también sobre el rol clave del otro (el prójimo, el ser amado, la
comunidad) frente al desasosiego. Cuando cobija, cuando contiene, cuando acompaña.
Como en el diálogo entre los dos en El beso de la mujer araña, la
famosa obra del autor argentino Manuel Puig: “… y mientras esté a mi alcance,
por lo menos en este día, … no te voy a dejar pensar en cosas tristes.”
Facundo
Manes es
neurólogo y neurocientífico (PhD in Sciences, Cambridge University). Es
presidente de la World Federation of Neurology Research Group on Aphasia,
Dementia and Cognitive Disorders y Profesor de Neurología y Neurociencias
Cognitivas en la Universidad Favaloro (Argentina), University of California,
San Francisco, University of South Carolina (USA), Macquarie University (Australia).