Enrique
Rojas Montes – Psiquiatra
EL optimismo es una forma positiva de captar la
realidad. Ser una persona positiva es algo que se aprende. Es una tarea
personal que lleva tiempo. Un trabajo artesanal. ¿Qué definición podemos dar
que cubra el espectro de este concepto? El optimismo es una actitud
caracterizada por la tendencia a descubrir más lo positivo que lo negativo y a
ver o esperar lo mejor, a pesar de las apariencias. Trataré de explicar la
definición que propongo. Es ante todo una actitud, lo que quiere decir que una
disposición, el modo habitual de reaccionar ante algo, es como una postura, un
ademán. No es algo genético, sino adquirido. No está en el equipaje
hereditario, sin más, sino que es algo que se ha ido alcanzando mediante
esfuerzos repetidos. La siguiente palabra que empleo es la tendencia a, que
quiere expresar una inclinación que es un aprendizaje que nos va llevando de la
mano a descubrir lo que está debajo de las apariencias. Hay cosas que se ven,
hechos que se observan con claridad… pero hay otros que se esconden por debajo,
que se camuflan, y es menester un trabajo de espeleología para perforar la
superficie e irnos hacia la profundidad. Es desvelar lo que está oculto.
Pensemos en tantas circunstancias de la vida ordinaria, en donde aparece el
fracaso, algo que nos ha salido mal: un problema económico grave, una
enfermedad, una humillación contemplada por muchos… La lista de experiencias
negativas de la vida es el cuento de nunca acabar.
En Psicología debemos distinguir dos tipos de
traumas. Los macrotraumas, que son impactos de gran alcance que son históricos
en la vida de una persona, por la importancia y magnitud de los hechos. Desde
la ruina económica, el perder un trabajo, la muerte de un ser querido en primer
grado de forma inesperada y accidental, pasando por un inventario amplio y diverso.
Y de otra parte están los microtraumas, que son vivencias pequeñas, de mucho
menos nivel de intensidad, pero que forman un glosario, un sumatorio que pesa
en exceso. No hay árbol que no haya sido fuertemente azotado por el viento. La
vida es la gran maestra. La vida enseña más que muchos libros. Eso es la
denominada experiencia de la vida: un saber acumulado de acontecimientos de
muchos años, que forman un magma en nuestro subsuelo y nos muestran unas
lecciones rotundas. Es una sabiduría almacenada en los archivos de nuestra
memoria. Y está ahí. Pero ¿cómo podemos aprender a pensar en positivo?, ¿qué
hacer para educar la mirada psicológica para que se detenga más en lo bueno que
en lo malo?, ¿cómo hacer? Se trata de una educación de la mirada psicológica
que anota lo negativo y lo positivo de cada circunstancia, pero sabe quedarse
más con lo segundo, y eso le lleva a pensar que aquello puede y debe cambiar. Y
pone los medios adecuados para intentarlo, a pesar de los pesares. Educar es
seducir con lo valioso; es convertir a alguien en persona cada vez más libre.
Educar es enseñar a pensar. La cultura consiste en enseñar a vivir. Uno de los
padres de la denominada Psicología positiva es Martín Seligman, que ha dedicado
su vida a esta corriente y que viene a subrayar que el optimismo es una
pretensión que se alcanza teniendo la idea en la cabeza de que todo puede
mejorar, por muy adversos que sean los acontecimientos personales. De hecho,
ningún pesimista ha investigado nada a fondo, ni ha sido capaz de embarcarse en
descubrir algo que ayude al ser humano a mejorar en la ciencia, en la medicina,
en la tecnología. El optimista propone soluciones, otea el horizonte buscando
una alternativa, se cuela por los entresijos de lo sucedido buscando un atajo
que le lleve a un paisaje mejor.
No olvidemos que nuestra primera aproximación a
la realidad es afectiva. Y lo decimos con claridad: me gustó aquel sitio, esa
persona no me cayó bien, etc. Dicho de otro modo: los sentimientos influyen en
nuestra forma de pensar. Y esto lo sabemos bien los psicólogos y los
psiquiatras. Cuando nos sentimos bien, vemos las cosas de otra manera. Hay una
parte de nuestro cerebro que regula las emociones y modifica la forma de
organizar nuestras ideas. Esto lo ha estudiado con detenimiento el psicólogo y
más tarde economista, y finalmente premio Nobel de Economía, Daniel Khaneman, y
lo expone en su libro "Pensar rápido, pensar despacio" (Ed. Debate. Madrid,
2013), que viene a decir que todo depende del análisis que uno hace de los
sucesos que está estudiando. Todo está en nuestra cabeza. La clave está en
entrar en el carril mental positivo para interpretar mejor la realidad. Bien,
quiero concretar y espigar algunos argumentos para enseñar a tener un
pensamiento más positivo:
1.-Por debajo de los acontecimientos negativos,
se esconde una carta buena que toca a cada uno descubrir. Hay que colarse por
ese pasadizo y llegar a ese punto luminoso. Se necesita querer y paciencia. Lo
primero es determinación; lo segundo, saber esperar y saber continuar.
2.- Hay que levantar la mirada, dejar lo
inmediato por lo mediato. La respuesta está en la lejanía. Hay que tener una
visión larga de la jugada. De ese modo, hay derrotas fuertes que en el curso de
un cierto tiempo se convierten en auténticas victorias. No quedarse en el hoy y
ahora. El cortoplacismo no es buen camino. Nos vamos al medio y largo plazo.
Esa es la mirada inteligente.
3.- Hay que aprender a crecerse ante las
dificultades. Hay dos notas fundamentales que se hospedan en el pesimista: el
derrotismo, que no es otra cosa que adelantarse en negativo, pensar que las
cosas saldrán mal; y el victimismo, creer a pies juntillas que uno siempre
sufre daños y es perjudicado y que las cosas son así y a menudo circulan por
ese derrotero.
4.- El optimista es un luchador nato. No se viene
abajo cuando las cosas se ponen difíciles o no salen como él esperaba.
Enseguida viene la perseverancia para echar una mano y por eso lucha, se
esfuerza, insiste, vuelve a empezar, se levanta, es el tesón el que tira de él,
el empeño por no darse por vencido. Lo dice Unamuno en su Diario íntimo: «No
darse por vencido, ni aun vencido; no darse por esclavo, ni aun esclavo». Si
esto se va practicando, poco a poco, gradualmente, se convierte en una segunda
naturaleza.
Quiero poner dos ejemplos históricos de lo que
acabo de comentar. Empezaré por Tomás Moro. Enrique VIII lo manda a la cárcel
por no firmar los documentos de su nulidad conyugal y muere en la Torre de
Londres en 1535. En las páginas de su último libro, Cartas desde la cárcel,
dice que está contento, que se siente feliz, «porque muero fiel a mi Dios y
amigo del Rey». La felicidad no depende de la realidad, sino de la
interpretación de la realidad que uno hace. No ha tenido Inglaterra en cinco
siglos un personaje del calado moral de él.
Otro ejemplo: Steve Jobs. Fundó Apple en 1976 en
el garaje de su casa. En 1982 fue portada del Time y ya era un personaje en su
país. Hijo de la relación de un emigrante sirio y una americana de origen
suizo. Lo entregaron en adopción a una pareja de clase media-baja, Paul y
Clara, de origen armenio. Él era maquinista ferroviario, y ella, ama de casa.
Se metió en la droga, se arruinó y en 1985 vendió todas sus acciones. Pero
siguió luchando y volvió a empezar. Y en 1997, la compañía Apple le pidió que
volviera. Cuenta en sus Memorias que el optimismo era el rasgo más
característico de su personalidad. Murió en 2011: su fortuna la valoró la
revista «Forbes» entre las cien más importantes del mundo.
Voy a terminar. El pesimismo goza de un prestigio
intelectual que no merece. Hay dos piezas con las que trabajar en el puzle de
la ingeniería de la conducta: la confianza y la seguridad en uno mismo. De ese
modo, somos enanos a hombros de los gigantes. Decía Winston Churchill que «el
optimista ve una oportunidad en toda calamidad». La vida es como la navegación
a vela. El pesimista se queja del viento. El optimista espera que cambie. Y el
realista ajusta las velas. El optimismo es el arte de vivir con esperanza.