NACHO MENESES | El País | 04/02/2022
La periodista Lorena García y el psiquiatra José Carlos Fuertes publican ‘Educar es ser un espejo’, un manual que aborda los trastornos mentales más comunes en adolescentes y cómo tratarlos.
Jóvenes con depresión, ansiedad, trastornos de
conducta o alimentarios, adicciones o fobias. Enfermedades mentales que no solo
afectan a la población adulta y que continúan siendo tabú para muchos, sobre
todo cuando implican a niños y adolescentes. Dos años de pandemia han colocado
a la salud mental en el centro del debate, pero poco ha cambiado hasta la fecha
porque faltan, para empezar, especialistas, y perduran todavía muchos de sus
estigmas: “En la sanidad pública tenemos a 11 psiquiatras por cada 100.000
habitantes, mientras que en Europa la media va de 24 a 28. Y aunque hay muchos
psicólogos, apenas son contratados”, recuerda el doctor José Carlos Fuertes,
médico psiquiatra y autor, junto a la periodista Lorena García, de Educar es ser un espejo, un manual didáctico
que aborda la salud mental poniendo el foco de atención en los más jóvenes.
No se trata necesariamente de que la covid haya incrementado los casos de
patologías mentales, pero con toda seguridad
ha provocado que se visibilicen mucho más, según los autores: “Hemos estado más
tiempo en casa conviviendo con nuestros hijos y nuestros padres, lo que nos ha
llevado a prestar más atención a esas posibles dolencias que en el día a día
pasamos por alto. Pero necesitamos escuchar más a quienes tenemos al lado, para
percibir los síntomas si es que algo está fallando”, reflexiona Lorena García.
“De hecho, los niños han estado mejor, porque han visto más a sus papás, han
estado atendidos y han jugado con ellos”, añade el doctor Fuertes. “Lo que sí
tenemos es un enorme desgaste de los profesionales sanitarios, porque están
defraudados, decepcionados y quemados, y además se sienten poco reconocidos: de
los aplausos hemos pasado a los pitidos, a las amenazas e incluso a veces a las
agresiones”.
En Educar es ser un espejo, Fuertes y
García se aproximan no solo a las patologías más comunes, sino que aportan
consejos y pautas útiles para educar en salud mental. “Hacer
hoy una separación entre mente y cuerpo es absurdo, porque tal separación no
existe. Y por eso, prevenir en salud mental es como cualquier otra cosa: comer
bien, no beber alcohol en exceso (nada, si es posible), hacer ejercicio a
diario, dormir lo razonable... Y por supuesto, quererse a sí mismo, tener paz
interior y valorar cada día como si fuera el último”, afirma Fuertes. Unos
aspectos a los que hay que añadir también otros factores, como los genéticos
(que pueden hacer que un joven tenga mayor probabilidad de desarrollar ciertos
problemas) o los epigenéticos (los relacionados con el entorno, que pueden
contribuir a empeorarlos): “Tu hijo puede estar predispuesto a tener una
depresión. Pero si le has educado desde pequeño en un ambiente de estabilidad;
si ve que entre sus padres hay respeto mutuo; si hay coherencia en las señales
de lo que está bien y lo que está mal... estará mejor equipado para
gestionarlo”, esgrime García.
Tabúes y estigmas sin
superar
Puede que las patologías relacionadas con la salud mental
sean ahora más visibles, pero los prejuicios que perduran a su alrededor
continúan dificultando su normalización: “Yo creo que el principal obstáculo es
la necesidad de ocultarlo; el miedo a reconocer que hay un problema de salud
mental, porque está estigmatizada desde hace años y hemos sido incapaces, como
sociedad, de superarlo... No nos da vergüenza reconocer que tenemos pies
planos, pero sí que nuestro hijo necesita ir al psiquiatra. Y eso es absurdo”,
explica García. “Siempre digo que los padres no tenemos ningún problema en
hinchar a Dalsy a nuestro hijo. ¿Unas décimas de fiebre? Dalsy, sin miedo. Pero
luego, ir al psiquiatra porque nuestro hijo tiene una depresión hace que nos
llevemos las manos a la cabeza. Pues no... Si el especialista, que es el
psiquiatra, considera que hay que medicarle, escuchémosle, porque él es quien
sabe lo que está sucediendo en el cerebro de nuestro pequeño”.
La premisa fundamental está clara: es necesario reconocer
que la patología mental es una enfermedad más, además de tener siempre presente
que padecer un problema psiquiátrico no implica ser ni débil ni incapaz:
“Simplemente, se trata de una persona con una enfermedad a la que hay que
ayudar con la misma intensidad y el mismo respeto con el que se asiste a otra
persona que tenga otra patología”, apunta el doctor Fuertes. Un respeto que,
reivindica, debería comenzar desde las administraciones, con planes de salud
mental que apuesten sin ambages por la investigación, “porque sin investigación
no hay nada. Hay que invertir en salud mental, en cómo funciona el cerebro, en
la conducta humana... Lo demás es perder el dinero del contribuyente”.
Ahora bien, ¿cuáles son las enfermedades mentales más
frecuentes entre los jóvenes? Al igual que en los adultos, destacan en primer
lugar la depresión y la ansiedad. Después (sobre todo en las adolescentes), los
trastornos de la conducta alimentaria, una patología no excesivamente
prevalente pero cuya gravedad hace que tengamos que prestarle una atención
especial; y los trastornos adictivos, no solo a las sustancias químicas, sino
al teléfono móvil o a las redes sociales, que son cada vez más peligrosos y
preocupantes. Unas patologías en cuya superación influye no solo el tratamiento
médico, sino el propio entorno del enfermo, que muchas veces no comprende la
dolencia y culpabiliza al paciente. “Mira cómo se observa a la depresión: “Es
que no pones de tu parte, es que no te esfuerzas... Venga, sal a pasear...”
Esto es una aberración, porque encima de soportar una depresión o ansiedad,
tengo que hacer un esfuerzo que me desborda, que es salir a pasear, porque mi
familia y mis amigos están convencidos de que, si quiero y me lo propongo, la
combatiré”, explica el psiquiatra. “Yo podré combatir la tristeza, que es una
emoción normal, pero no la depresión, que es una tristeza sin motivo ni causa
aparente”.
¿Se deprimen los jóvenes?
La Encuesta Nacional de Salud de España de 2017 constata que, entre la población menor de 14
años, la prevalencia de los trastornos de la conducta fue del 1,8 %, mientras
que la de los trastornos mentales (entre los que figuran la depresión y la
ansiedad) era del 0,6 %. La depresión infantojuvenil, señalan los autores de
Educar es ser un espejo, es más frecuente de lo que se tiende a pensar, si bien
la forma de manifestarse es distinta a la de los adultos: en los adolescentes
se observan, sobre todo, cambios de carácter como irritabilidad, oposicionismo,
aumento de la agresividad, aislamiento, pérdida de apetito, problemas de sueño,
bajo rendimiento académico y apatía intensa, además de somatizarse en dolores
de distinta naturaleza (como digestivos o de cabeza).
¿Qué se puede hacer, como padres, si se sospecha de la
existencia de esta patología? Lo primero y fundamental, conocer bien a tu hijo,
para así poder detectar los posibles síntomas: “Si ves que de repente empieza a
meterse en su habitación y que cambia su conducta; si está especialmente
rebelde y muestra una tristeza injustificada, aun estando en un entorno
estable, es una señal de alarma clarísima. Es el momento de acudir al
especialista, sin ningún miedo”, advierte García. “Y para conocer bien a tu
hijo hay que hablar con él, estar con él, interesarse oír sus pequeños
problemas (que para él son enormes)... Y si sospechamos que puede tener un
trastorno psíquico, llevarle al médico de familia, para que valore si conviene
acudir al psiquiatra”, añade Fuertes.
Trastornos alimenticios,
obsesiones y adicciones
La convivencia en el hogar es también fundamental a la hora
de detectar trastornos de la conducta alimentaria como la anorexia, la bulimia,
la ortorexia o la vigorexia, unas patologías que afectan mayoritariamente a
mujeres (en un 95 %) y que pueden tener consecuencias muy graves. “Volvemos a
lo mismo: si tú conoces a tus hijos y ves que están teniendo comportamientos
extraños en la comida (no querer comer con la familia, hacerlo a deshoras...),
ya es motivo de alarma. Si comes con ellos, vas a notar que hay un anoréxico en
la mesa, porque come, se levanta y va al baño, o bebe mucha agua, deja de
consumir determinados tipos de alimentos sin ninguna justificación... Y luego
hay consecuencias físicas. En las mujeres, la retirada de la regla es una
clave”, afirma García, que también insiste en recordar lo que no hay que hacer
en ningún caso: “Las personas con este trastorno necesitan no solo un
tratamiento, sino que sus padres no minimicen el problema, pensando que es
producto de la adolescencia o para llamar la atención. Esto es lo peor que se
le puede decir a una persona enferma”.
La presión social de las redes sociales, señalan ambos
autores, puede ejercer una influencia muy negativa en estos enfermos y
contribuir a empeorar sus patologías. “Y la dictadura de los centros
comerciales... Porque nadie te obliga a comprar una talla, pero si estás en una
edad vulnerable, debido a tu inmadurez, y te presionan por todos los lados por
ser la única de la clase que no tiene un determinado modelito, porque no te
cabe... Pues haces barbaridades por conseguir que te quepa. Y ahí está el
problema”, advierte Fuertes.
Los dispositivos móviles pueden ser herramientas
instrumentales en el desarrollo de numerosos problemas de salud mental, y no
solo de tipo alimentario: también puede dar lugar a una adicción a las redes,
si se exponen al contenido de estas mientras carecen de la madurez necesaria
para lidiar con los riesgos que presentan. Y ahí, el papel de los padres es de
nuevo fundamental: “A mi juicio, un menor no puede ni debe tener un smartphone
antes de la adolescencia, es decir, los 12, 13 o 14 años, porque es como darles
una bomba que les puede estallar en las manos. Si necesita un teléfono,
cómprale uno antiguo para que usted sepa dónde está y que él o ella puedan
contestar a su llamada”, apunta el psiquiatra.
Y es que el móvil, añade García, puede también jugar un
papel destacado en los casos de acoso escolar y de ciberbullying. Un
motivo más que suficiente para que los padres lo tengan muy en cuenta, “porque
este ya no termina cuando se cierra la puerta de clase, sino que es constante:
tarde, noche, festivos, fines de semana... Hay unos protocolos, sí, pero no
siempre funcionan, porque los colegios a veces no tienen las herramientas
necesarias y los orientadores carecen de tiempo material para detectarlo. Y
mientras, el verdugo, que es el móvil, se lo hemos entregado nosotros”. Y
añade: “Los índices de suicidio, que están creciendo, tienen muchas veces su origen en
casos de acoso escolar, y no nos lo podemos permitir como sociedad. Llevar a un
niño al sufrimiento extremo de que no tenga nada por lo que luchar en su vida,
es durísimo”.
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