No obra
milagros, pero el cerebro contribuye de forma notable a la mejora o
empeoramiento de la salud. Hasta aquí llega su poder
Dolor de
cabeza. Al paciente le administran una pastilla sin ningún principio activo. Es
solo una bola de sacarina, pero es muy probable que
la molestia remita.
Y lo hará de forma distinta si la pastilla es de un color o de otro, si se
presenta en una caja de una prestigiosa marca farmacéutica o en otra de una
desconocida, si el médico le cuenta por qué le va a curar ese producto o
simplemente se lo prescribe sin mayor explicación. Seguramente le haría más
efecto si en lugar de tomar una pastilla fueran dos, o una píldora, cuya
percepción subjetiva suele ser de más potencia. O todavía mucho más si se
tratase de una inyección, aunque la sustancia de la jeringuilla tampoco tuviese
ninguna propiedad terapéutica. La mejora, obviamente, no está en la pastilla,
la píldora o la inyección. Reside
en el cerebro,
que actúa de forma sorprendente a la hora de curar, mediante el efecto placebo,
o enfermar, por lo que se conoce como efecto nocebo.
Todavía quedan
algunos misterios en cuanto a la influencia del pensamiento en la salud del
resto del cuerpo, pero su existencia es un hecho científicamente comprobado por
múltiples experimentos de todo tipo que se han realizado en el último medio
siglo. Los estudios sobre el poder de la mente en el cuerpo y el efecto placebo
se remontan muy atrás en el tiempo. Ya los griegos hace 2.500 años advertían
que la relación del médico con el paciente podía tener ciertos efectos. Lo
llamaban el arte de las palabras.
Hasta qué punto
nos curamos por la acción del fármaco y hasta cuál por el efecto subjetivo que
hace en nosotros no siempre está claro. Un estudio publicado en 1998 por la American Psychological Association sobre el
tratamiento a personas con depresión mostró que alrededor de un 25% del
progreso de quienes tomaban antidepresivos se debió a la remisión espontánea,
el 50% al efecto placebo y solo un 25% al medicamento. Existen también estudios
que muestran un porcentaje mayor de éxito entre un tratamiento real a un grupo
de pacientes que han sido cuidadosamente informados de en qué consistía que a
otro al que el doctor les despachaba el medicamento sin darles explicación.
Luis Caballero
Martínez, jefe del Servicio de Psiquiatría y Psicología Clínica del Grupo HM
Hospitales, explica: “La relación entre factores psicológicos y enfermedades es
bien conocida. Desde hace mucho existen subespecialidades médicas centradas en
esta relación: las denominadas medicina psicosomática y psiquiatría de consulta
y enlace. Virtualmente, todas las enfermedades tienen componentes
psicosomáticos (es decir, factores psicológicos o de conducta que condicionan
su aparición, curso o respuesta al tratamiento) y también componentes
somatopsíquicos (esto es, la presencia de enfermedades condiciona también
distintos aspectos del estado mental del paciente).
Sugestión y analgesia
Dando por
sentado que la mente puede influir en las enfermedades del cuerpo, ¿se sabe
realmente cómo lo hace y por qué? En ciencia, se hallan hechos que se admiten
como reales por la evidencia empírica cuyos mecanismos son desconocidos. Esto
le ha sucedido al placebo durante mucho tiempo. Todavía hoy restan lagunas,
pero ya hay despejadas muchas incógnitas. Uno de los más amplios estudios que
aborda el funcionamiento del placebo se publicó en la revista The Lancet en 2011. Concluye que no hay un solo
efecto placebo, sino muchos que actúan de diferentes formas. Explica que por un
lado están los psicológicos, entre los que existe una “multitud de mecanismos”
que contribuyen a esta curación por medio del cerebro. Hay dos especialmente
bien documentados. Uno es el relativo a las expectativas; la sugestión y el condicionamiento clásico. “Cuanto más
alta es la expectativa, más alto es el efecto placebo y, potencialmente, tendrá
más consecuencias con futuras tomas de medicamento”.
Por otro lado ,
están los mecanismos neurobiológicos. Muchos estudios se han centrado en el efecto analgésico
del placebo. Para ello se ha demostrado que este puede ser total o parcialmente revertido con naxolona, que es el antagonista de los
opiáceos, de lo que se desprende que el placebo
puede ejercer una función parecida a esta droga. “Estos resultados han sido
confirmados con captaciones de
imágenes del cerebro como la tomografía por emisión de positrones y las resonancias magnéticas. Se ha
demostrado que los cambios inducidos en el cerebro por el placebo son similares a los que se ven con la
administración de una droga opiácea” .También se han observado cambios en la actividad metabólica en el cerebro de pacientes con
depresión.
Aquí no hay magia
El poder del
cerebro para sanar es considerable. Estas capacidades sirven a muchas
pseudociencias o terapias alternativas para presumir de beneficios que no
tienen nada que ver con la terapia en sí, sino con el efecto placebo que
generan por la creencia del paciente en que se curará. Dylan Evans, autor
de Placebo, el triunfo de la mente sobre la materia en la medicina
moderna, lo resume así en su libro: “La respuesta placebo no es más que un
rápido reajuste de los propios mecanismos de curación del cuerpo ante un asomo
de esperanza y [...] tienen límites por mucho que un optimismo de ímpetu
industrial los refuerce. La respuesta placebo no es mágica”.
Desde algún
punto de vista, el placebo podría considerarse la medicina ideal: invita al
propio cuerpo a curarse y, en principio, no presenta efectos secundarios. Sin
ningún conocimiento sobre sus mecanismos y su efecto real, fue usado
ampliamente a lo largo de la historia; no hay que remontarse siglos atrás para
encontrar a doctores que administraban pastillas de azúcar a los enfermos con
el objetivo de hacerles sentir mejor sin decirles que se trataba de un simple
dulce. Esto va hoy contra los códigos deontológicos de la práctica médica, que
no permite a los profesionales de la salud administrar sustancias
terapéuticamente inanes ni engañar a sus pacientes. Los medicamentos deben
superar ensayos clínicos que prueben que son más efectivos que el placebo para
poder comercializarse, y quienes participan en ellos deben estar informados de
que pueden pertenecer a un grupo de control con placebo si no se conoce remedio
o con el medicamento más efectivo que exista hasta la fecha para su dolencia
–esto es algo que tendrá una excepción en España con la aprobación por parte
del Ministerio de Sanidad de un reglamento que cataloga a los productos
homeopáticos como medicamentos. En este caso no cuentan con tal exigencia,
puesto que no existen evidencias de que sean más que placebo–. Existen estudios
que, curiosamente, muestran mejorías de los pacientes con la administración de
placebo aún habiéndoles advertido de que lo era. Esto puede tener su
explicación en que muchos de ellos no se creían que el médico pudiese estar recetándoles
una pastilla de azúcar, según declaraban en encuestas posteriores a algunas de
estas pruebas. En su libro Placebo el triunfo de la mente sobre la materia en
la medicina moderna, Dylan Evans teoriza sobre la posibilidad de, solo en
algunos casos poco graves y susceptibles de responder al efecto placebo,
administrar productos inanes a los pacientes haciéndoles la advertencia de que
lo son. Plantea explicarles algo así como: “Esta sustancia no tiene efecto
terapéutico real, pero en algunas ocasiones, si cree que le puede curar,
funciona”. Sería una forma en la que quizás se podrían poner en marcha los
mecanismos de curación del cerebro sin engañar al paciente. Desde otro punto de
vista, más que una medicina ideal, el placebo es un lastre para la investigación
clínica y el avance de la medicina, ya que en muchas ocasiones no queda claro
si los medicamentos son realmente efectivos
o las mejorías se han debido a la sugestión y los mecanismos analgésicos y de
activación del sistema.
A quien le interese esta temática, puede mirarlo en el periódico que indico, porque el escrito era muy largo y tuve que acortarlo mucho.
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