La investigadora de la Universidad de Stanford es experta a
nivel mundial en el tratamiento de la adicción y señala que el cerebro humano
ha evolucionado para un mundo de escasez.
Cuando pensamos en la palabra
«adicción», probablemente la asociamos a drogas ilegales como la cocaína o la
heroína. La sombra del estigma se proyecta sobre estas conductas y es
conocido el riesgo que suponen para la salud e incluso la vida. Pero el abanico
de sustancias, sensaciones y actividades a las que podemos hacernos
adictos es muy amplio. Cuando se trata de algo socialmente aceptado, es más
difícil reconocer el límite entre un hábito, consumo o actividad placentera y
una adicción. Esto es lo que le ocurrió a la doctora Anna Lembke, psiquiatra e
investigadora de las adicciones de la Universidad de Stanford, considerada una
de las máximas expertas a nivel mundial en la materia.
Durante la década de sus 40 años, con sus hijos ya
adolescentes y un poco más de tiempo libre en sus manos, Lembke se volcó en la
lectura de novelas románticas. Comenzó por la saga de Crepúsculo y,
para cuando se dio cuenta de que tenía un problema, había llegado al punto de
descargar compulsivamente novelas eróticas en su Kindle, solo para saltar los
capítulos introductorios y llegar de manera directa al clímax, el momento
inevitable en la fórmula narrativa de estos libros en el que los personajes,
después de una larga tensión, finalmente consuman una relación sexual. Leía a
todas horas. Incluso, confiesa, leía en su consulta, entre paciente y paciente.
Hoy reconoce que su adicción, al igual que todas, estaba mediada por la acción
de un único neurotransmisor, la dopamina. Su nuevo libro, Generación
dopamina (Urano, 2023), explora los mecanismos cerebrales que
nos llevan a consumir de forma descontrolada todo tipo de cosas, desde
pastillas hasta vídeos de YouTube, y responde a la pregunta: ¿por qué somos
más infelices que nunca?
—¿Cómo actúa la dopamina en nuestro
cerebro?
—El cerebro funciona como una balanza con dos
extremos: placer y dolor. Cuando la balanza está equilibrada, podemos
experimentar placer si se inclina un poco hacia un lado y dolor si se inclina
hacia el otro. Este equilibrio es lo que el cerebro intenta mantener y se llama
homeostasis. Entonces, si hay cualquier desviación, el cerebro se va a esforzar
en restablecer el nivel de base. Y la forma que tiene de restablecer el
equilibrio es aplicando una inclinación de idéntica magnitud, pero de valencia
opuesta al estímulo experimentado. Cuando hacemos algo que refuerza la
liberación de dopamina, la balanza se inclina hacia el lado del placer
activando el circuito de la recompensa. Lo que ocurre es que el cerebro se
adapta a ese incremento en la secreción de dopamina desacelerando la
transmisión de esta, no solo hasta los niveles de base, sino por debajo de
ellos. Y entonces, deseamos repetir el comportamiento que nos da un estímulo
placentero, para volver a sentir placer.
—¿Por qué es tan difícil romper con ese
ciclo de estímulo, recompensa, bajón y deseo de volver al estímulo?
—Nuestro cerebro evolucionó para adaptarse a un
ambiente en el que predominaba la escasez, en el que teníamos que esforzarnos
mucho para conseguir una cantidad mínima de dopamina. Pero hoy tenemos acceso
instantáneo a reforzadores muy potentes que liberan grandes cantidades de
dopamina de una sola vez. Lo que ocurre es que estamos presionando muy fuerte
el lado de la balanza que corresponde al placer. Liberamos un montón de
dopamina e inmediatamente después esta cae en picado. En cuanto llegamos a
ese valle, queremos más placer. Lo que pasa cuando las personas entran en el
terreno del consumo compulsivo es que quedan atascadas en un déficit de
dopamina, porque han modificado su estado de base. Entonces, necesitan consumir
más simplemente para tener una sensación de normalidad y cuando no están
consumiendo, experimentan de manera persistente los síntomas de la abstinencia
de cualquier sustancia: ansiedad, irritabilidad, insomnio, depresión.
—¿Esto puede ocurrir con otras cosas
aparte de las drogas?
—Sí. Las conductas compulsivas encienden el mismo
circuito de recompensa que las drogas y el alcohol, porque pueden liberar dopamina.
—¿Eso es lo que ocurre con la
ludopatía, por ejemplo?
—Tenemos la noción de que los ludópatas son adictos al
dinero y, por supuesto, interesarse por el dinero es lo que hace al juego
inicialmente atractivo, pero a medida que la gente entra en la mentalidad de
adicción al juego, ya no se trata realmente de dinero, sino que se vuelven
adictos al ciclo de dopamina que genera el juego en sí. Los estudios de imagen
del cerebro humano muestran que quienes juegan de manera patológica, a
diferencia de los que juegan de manera recreativa, liberan dopamina no solo
cuando ganan, sino también cuando pierden, porque perder significa que van a
poder seguir jugando. Porque se dicen a sí mismos que van a parar una vez que hayan
ganado una determinada cantidad de dinero, pero, como son adictos, no pueden.
Entonces, en cierto modo, quieren perder para justificar su comportamiento.
—¿Por qué nos enganchamos a estas
conductas y drogas?
—Tenemos drogas mucho más potentes que aquellas a las
que tenían acceso nuestros antecesores y tenemos acceso constante a ellas. Y el
acceso es uno de los grandes factores de riesgo para desarrollar adicciones. Si
vives en un barrio en el que se vende droga, es más probable que las consumas,
y si las consumes, es más probable que te hagas adicto a ellas. Si la gente
tuviera el mismo acceso a la cocaína que al TikTok, habría muchísima más gente
adicta a la cocaína. Luego, cuanto más consumes y más frecuentemente lo haces,
más cambias tu cerebro empujándolo hacia ese déficit de dopamina. Entonces,
potencia, acceso, cantidad y novedad. Esos cuatro factores son determinantes
para desarrollar adicciones y su presencia hace del mundo moderno un espacio
muy desafiante en el que intentar no volvernos adictos.
—Otro de los factores que menciona en
el libro es el tiempo libre...
—No solo tenemos más tiempo libre que nunca antes en
la historia, sino que también tenemos mayores ingresos, lo que nos da acceso a
bienes de consumo. Eso significa que tenemos que ser más creativos en cuanto a
cómo pasamos nuestro tiempo, porque tenemos más libertad de elección y aumenta
el riesgo de usarla para acceder a placeres inmediatos. El aburrimiento está
siempre acechando y necesitamos darle una estructura y un propósito a nuestra
vida para no caer. Se esperaba que con la creciente democratización del mundo,
con el aumento de la riqueza y el mayor acceso a los alimentos, el tener
cubiertas las necesidades básicas nos permitiría destinar más tiempo a
actividades creativas como pintar o hacer música, pero nos pasamos el día
jugando videojuegos, viendo TikToks y comprando en línea. Esto es lamentable, pero pienso que
tenemos que tener compasión por nosotros mismos y reconocer que iría en contra
de nuestro desarrollo evolutivo no consumir. Estamos programados para consumir,
porque evolucionamos para adaptarnos a un mundo de escasez, que no es el que
tenemos hoy. Entonces, tenemos que ser muy deliberados al operar en este mundo
de abundancia. En particular, tendremos que privarnos intencionalmente de cosas
que podríamos estar haciendo y consumiendo.
—¿Hay factores protectores frente a las
adicciones?
—El riesgo de adicción se puede dividir en tres
categorías: naturaleza, desarrollo y entorno. La naturaleza es el riesgo
inherente que cada uno tiene. Venimos al mundo con distintos grados de
vulnerabilidad y eso es hereditario, no hay mucho que podamos hacer para
cambiarlo. Luego, está el desarrollo temprano en la infancia, que tiene un gran
impacto. Los padres que saben qué es lo que están haciendo sus hijos, con
quiénes pasan el tiempo, qué llevan en la mochila y qué hay debajo de su cama.
En otras palabras, los padres helicóptero, son un factor protector frente al
desarrollo de adicciones. Los padres que tienen una relación cercana con sus hijos, que dan un ejemplo de estrategias de
afrontamiento no adictivas y que implícita o explícitamente desalientan el
consumo de drogas y alcohol, todo eso protege. Son medidas de sentido común,
pero están respaldadas por la evidencia. Y en cuanto al entorno, cosas como
limitar el acceso pueden marcar una diferencia enorme.
—¿Cómo podemos generar dopamina de
forma saludable?
—Presionando el lado del dolor de la balanza podemos
obtener dopamina de manera indirecta. Una forma de lograrlo que es
potencialmente más beneficiosa que hacerlo a través del consumo de sustancias
es hacer cosas que te hagan sentir cierta incomodidad o dolor, de modo que el
cuerpo produzca esos neurotransmisores del placer para equilibrarse y llegar a
la homeostasis. La clave es que sea una dosis exacta de dolor. No puede ser muy
poco, porque entonces, eso no estimula al cuerpo, pero tampoco queremos que sea
demasiado, porque eso conllevaría un vaciado de esos mecanismos de los
neurotransmisores y dañaría el sistema de balance. En cambio, las formas
moderadas de ejercicio, los baños de agua fría, el ayuno intermitente y otros
desafíos a nivel físico y emocional crean dopamina de manera indirecta y
protegen frente a los comportamientos adictivos.
—¿Cree que todos podemos volvernos
adictos a algo en algún momento?
—Sí, totalmente.
—¿Dónde está el límite entre algo que
disfrutamos y una adicción?
—Una señal es el uso descontrolado, comprometernos a
limitar el consumo a una cierta cantidad o un cierto tiempo y no poder
cumplirlo. Si no estamos durmiendo bien, si mentimos para mantener en secreto
el consumo, esos son signos claros. Otra señal es si nos estamos sintiendo
más ansiosos o deprimidos y no sabemos bien por qué. Puede que
estemos entrando en el déficit de dopamina que caracteriza a la adicción. Hace
veinte años, si alguien venía a consulta y decía que se encontraba deprimido,
yo le prescribía medicación antidepresiva o ansiolítica. Hoy, lo primero que
hago es indicarle que se abstenga de las sustancias y conductas que liberan
dopamina en altas cantidades durante cuatro semanas, para ver si eso basta para
que se sientan mejor. En una gran mayoría de casos, con hacer eso es
suficiente. Luego, hay que ver las consecuencias del consumo, si está interfiriendo
con nuestros objetivos o nuestros valores; este último es un aspecto clave
sobre todo en adicciones relacionadas con internet. Siempre les pregunto a mis
pacientes si estarían dispuestos a entregarle su móvil a otra persona y que
pudiera ver su historial de navegación. Y si la respuesta es que no, hay que
preguntarnos si el uso que hacemos de internet es consecuente con nuestros
valores y con cómo queremos que sea nuestra vida.
—Si una sustancia o conducta es
socialmente aceptada, ¿aumenta el riesgo de adicción?
—Es más una cuestión de acceso. La pornografía no es
tan aceptada a nivel social y se consume en privado, pero realmente en el mundo
hay un problema enorme con este consumo. Y apenas hemos tocado la punta del
iceberg en cuanto a la extensión y las repercusiones de esto. Además, hay un
montón de estigma y vergüenza en torno a la pornografía. Entonces, el problema
es el acceso, la potencia, la abundancia. Pero sí que es cierto que podemos
volvernos adictos a cosas socialmente aceptadas, especialmente hoy, dado que
todos nuestros intereses y gustos han adquirido características de droga. Si es
socialmente aceptado, es más probable que eso no se reconozca como una
adicción. El ejemplo más claro es el trabajo: la adicción a trabajar no solo es
aceptada, sino celebrada en nuestra cultura. Y es una patología real.
—¿Qué otras cosas comúnmente se
convierten en adicciones que no reconocemos?
—La adicción a la comida es algo que estamos empezando
a reconocer. Es cada vez más difícil dejar de comer, debido a que la comida
moderna se ha diseñado para dar un refuerzo muy potente. El sexo y el amor
también pueden ser adictivos. La forma en la que transformamos el sexo y el
amor romántico en un producto de consumo es muy nociva. Incluso juegos como el
ajedrez se han vuelto adictivos con las aplicaciones digitales que convierten
las jugadas a un formato muy breve e instantáneo. Es lo mismo que ocurre con
TikTok: con la duración corta, lo que logramos es una liberación de dopamina
muy veloz. Es un estímulo muy potente. Los medios digitales de entretenimiento
son muy adictivos. Las series de televisión saben exactamente cómo ha de acabar
un episodio para motivarnos a ver el siguiente. Y puedes volverte adicto a las
noticias, porque incluso los estímulos adversos son adictivos. Hay
estudios que muestran que si le das descargas eléctricas en la pata a un ratón
y luego miras su cerebro, se activan los mismos circuitos que si le hubieses
dado una inyección de cocaína. En otras palabras, puedes volverte adicto a la
adrenalina que recibes viendo las malas noticias del mundo
—¿Los niños son más vulnerables a esto?
—Sí, es un problema enorme. Cuando sometemos al
organismo a este ciclo de consumo, subidón de dopamina, abstinencia y,
consecuentemente, deseo de más, lo estamos condicionando a la adicción. Y eso
está ocurriendo con los niños, con los alimentos procesados altos en azúcar que
toman, con las redes sociales, los videojuegos e internet en general. Hay una
epidemia de depresión, ansiedad y suicidio entre nuestros jóvenes que
probablemente se puede atribuir en parte a la cantidad de tiempo que pasan en
línea.
—¿Qué podemos hacer para erradicar
nuestros comportamientos adictivos?
—El primer paso es hacernos conscientes de este
comportamiento. Porque la dopamina actúa sigilosamente y no vemos la conducta o
la minimizamos, pero una vez que hablamos con otra persona y le decimos
exactamente lo que estamos haciendo, cuánto y con qué frecuencia, ahí la
conducta se vuelve más real para nosotros. Verbalizarlo nos permite verlo y una
vez que lo vemos, podemos actuar. En segundo lugar, tenemos que intentar
entender por qué consumimos. Y hay que ser honestos acerca de si este consumo
realmente cumple esa función que le hemos otorgado. Cuando prestamos atención a
lo que esperamos lograr con este consumo y lo que realmente sucede, muchas
veces, comprobamos que no es así. Por poner un ejemplo, muchos de mis pacientes
que fuman marihuana dicen que eso los vuelve más creativos. Pero cuando
exploramos esto, descubrimos que, cuando fuman, no crean prácticamente nada,
por más que se sientan creativos. Llegado este punto, podemos hacer un ayuno de
dopamina: tomarnos cuatro semanas en las que nos abstendremos de nuestro
consumo de elección para que el cerebro haga un reajuste de los circuitos de recompensa.
Las primeras dos semanas nos sentiremos peor, pero si logramos pasar esas
cuatro semanas sin consumir, nos despejaremos y nos sentiremos menos ansiosos y
mejor. Después del ayuno de dopamina, podemos decidir cuál va a ser el próximo
paso. Si decidimos que vamos a volver a consumir, tendremos que establecer un
plan detallado de cómo lo haremos para que no se salga de control. Aquí entra
en juego la autorrestricción. El último paso es experimentar: volver al mundo
exterior tras esta introspección e ir haciendo los ajustes necesarios en ese
camino.
—¿Por qué propone una abstinencia de
cuatro semanas, y no de tres o de cinco?
—No es universal, no todas las personas habrán
reseteado su circuito de dopamina tras cuatro semanas, pero sí que me ha
sorprendido a lo largo de los años en mi experiencia clínica comprobar que muy
frecuentemente ese es el caso, sin importar el grado de severidad de la
adicción o la sustancia o conducta particular a la que la persona sea adicta.
En mi experiencia clínica, un 80 % de las personas que llevan a cabo el ayuno
de dopamina se sentirán mejor a las cuatro semanas. Puede que no estén
completamente recuperados, pero van a sentirse suficientemente bien como para
ver con claridad cómo les afecta este comportamiento y tomar una mejor
decisión. Incluso aquellos con adicción severa, en un 80 % de los casos, se
sienten mejor a las cuatro semanas. Pero, por supuesto, mantener los hábitos
saludables va a ser mucho más difícil en estos casos y siempre les aconsejo a
mis pacientes con adicciones severas abstenerse durante mucho más que cuatro
semanas. De hecho, si hay adicción severa, la moderación puede no ser una
opción.
—¿Cree que todos deberíamos probar un
ayuno de dopamina?
—Creo que la mayoría de la gente que lea esto podrá
reconocer inmediatamente al menos una sustancia o conducta que sea compulsiva
en su vida y, si es así, es buena idea intentar abstenerse durante cuatro
semanas para ver qué tal va. Si no es así, les invitaría a participar en un
ayuno de móvil y redes sociales durante 24 horas. Ese tiempo es suficiente para
entrar en abstinencia y reconocer cómo nos va sin esas tecnologías. Las claves
para lograrlo serían, primero, avisar a nuestras personas cercanas que
estaremos sin conexión durante un día y hacer planes para esas 24 horas.
Segundo, ser conscientes de que en esas horas experimentaremos síntomas de
abstinencia, pero que se van a ir reduciendo conforme pase el tiempo. Cuando
sintamos la necesidad de mirar el móvil, podemos darnos una ducha fría, hacer
20 abdominales o limpiar. Se trata de aceptar la incomodidad pasajera para
restablecer el equilibrio a nivel cerebral. Y cuando acabe el ayuno, podemos
tomarnos un tiempo para decidir cómo y en qué medida volver a integrar la
tecnología en nuestra vida sin que se adueñe de ella.
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