miércoles, 25 de febrero de 2015

Menos calcular y más pensar

PSICOLOGÍA
Nos pasamos el día echando cuentas. Vivimos instalados en buscar resultados.
Hay que discernir, convertir la experiencia en sabiduría para encontrar calma y belleza.

XAVIER GUIX | El País | 04/01/2015

Durante el examen de Selectividad de este año se produjo una situación curiosa: algunos alumnos pusieron el grito en el cielo ante uno de los problemas que planteaba la prueba de matemáticas, cuya resolución podía ser simple o compleja. La mayoría eligió el camino más complicado, lo que ocasionó que les bajara algo la nota aunque la mayoría aprobara finalmente. Una maestra, acertadamente, dio en el clavo. El problema no era el examen sino los cálculos que se suelen hacer antes de la prueba, lo que convierte la Selectividad en pura estrategia resultadista. Al fallarles los planes a los alumnos, la maestra añadió: “¡Menos calcular y más pensar!”.

Es una evidencia que hoy vivimos instalados en la sociedad del resultadismo, es decir, la vida se ve reducida al resultado, al cálculo, a las medidas, las proporciones, la cantidad o la estadística. La felicidad y el sentido existencial dependen de lograr los resultados calculados, sobre la base del beneficio propio. Vamos a reflexionar sobre los cálculos que convierten la vida en mera especulación, en la obsesión por el control y el beneficio propio. Si una persona quiere permanecer en un estado de puro egocentrismo, seguro que habrá desarrollado el arte de calcularlo todo, no fuera que por debilidad emocional se viera obligada a esforzarse y a tener que salir de sí misma.

“Aprender sin reflexionar es malgastar la energía”. Confucio.
La experiencia de esos jóvenes en la Selectividad nos da algunas pistas. La primera es el valor que se le dan a los estudios en concreto, y al conocimiento en general. Salvo excepciones, no existe amor por conocer, curiosidad por aprender o apertura a experimentar, sino mera superación de pruebas. Para ello es suficiente con saber lo justo para aprobar. Calcular preguntas, saberse las respuestas y después olvidarlo todo. Prima el resultado, no el conocimiento. Vale el cómputo final y no el proceso. Esa forma de proceder no es una moda estudiantil, sino consecuencia de una cultura reciente que se ha basado en la inmediatez, el desprecio al esfuerzo, la falta de autodisciplina y la intolerancia a cualquier tipo de frustración. Para colmo, se ha instalado en el imaginario social la poca practicidad de las ciencias humanas, y los múltiples réditos futuros que se esconden tras las tecnologías. Consultados nuestros jóvenes ciudadanos, la mayoría prefiere ser funcionario o, en segundas nupcias, trabajar en cualquier disciplina biotecnológica o en la empresa privada. Ya no interesa tanto la educación (cuyo origen etimológico es educere, hacer salir), sino el cálculo avispado hacia el máximo beneficio al menor esfuerzo.

También la psicología sufre de alguna manera esta visión coyuntural. Las personas que se acercan a las consultas no están dispuestas a mantener un proceso terapéutico. Exigen soluciones rápidas, prácticas y que no requieran demasiados cambios y esfuerzos. Al final la solución la encuentran en algún fármaco que adormezca el problema y a seguir para adelante. Mandan los resultados. Pensar en la vida y en cómo se vive es perder el tiempo, hacer entelequias, algo muy agotador y poco productivo.

Para los calculadores, la vida especulativa empieza con preguntas poco filosóficas, del tipo: ¿y esto para qué sirve, o para qué me servirá? ¿Qué sacaré con eso? ¿Cuánto me va a costar? ¿Qué puedo ganar y qué puedo perder? La visión tiene poco de hondura y mucho de extensión. Es pura practicidad al servicio de los resultados. Es una manera de mirar hacia otro lado cuando emerge el viejo dilema de si el fin justifica los medios.

Todo hombre tiene su precio, lo que hace falta es saber cúal es”. Joseph Fouché.



El vivir no entiende de tantos cálculos. Entre otras cosas porque nadie sabe lo que sucederá y porque somos más hijos de las contingencias que de los grandes propósitos. El único cálculo posible en la vida es la muerte. Y por ahí empezamos a entender por qué tantas personas necesitan echar cuentas. A sabiendas de que no se podrán llevar nada al más allá, al menos en el más acá que nadie les quite lo bailado.

Cuando el vivir se basa en la mera compensación; en procurar que la balanza se incline siempre a favor; en pasarse las horas del trabajo calculando la llegada de las próximas vacaciones; en tratar las relaciones como si fuesen inversiones; en hacer cálculos electorales, en lugar de gestionar los problemas de los ciudadanos… Si el vivir se convierte en un libro de contabilidad, el materialismo más despiadado habrá logrado su propósito. Erich Fromm, uno de los padres de la psicología humanista, alumbró al mundo con el tratado a través del cual discernía entre el “ser” y el “tener”. Ya entonces nos advirtió sobre el peligro que podría suponer para el futuro que los hombres se conviertan en robots. A menudo, entre tanta tecnología y tanto cálculo parece inevitable un destino desalmado.

“Pensar es como vivir dos veces”. Cicerón.
No obstante, aún nos asiste la facultad de discernir. Necesitamos más espacios de reflexión, paciente y dialógica, en lugar de ese resultadismo en el que vivimos instalados, volátil, vacío y deshumanizado. No solo se trata del gozo intelectual. También consiste en el arte de meditar la vida, de convertir la experiencia en sabiduría. Se trata de abandonarse, algunas veces, al discurrir propio de las aguas de la vida. ¿Sirve de algo empujar el río?

Pitágoras fue un gran sabio aritmético, hasta el punto de descubrirnos su famoso teorema. Sin embargo, fue a la vez un mago, chamán y creador de su propia hermandad en la que discernieron sobre el alma, la naturaleza matemática de la realidad y la vida espiritual. El cálculo no está reñido con la trascendencia, como demostró el filósofo. Al contrario, es un instrumento necesario. En cambio, se torna un peligro en la mente de aquellos cuyo afán de surfear por la vida no les permite encontrar la calma y la belleza de las profundidades.

Cuando todo se rige por el resultado, se pierden los matices, el proceso, el viaje, la motivación profunda. Fluyendo se logran los mejores resultados. Angustiados, solo encontramos justificación en grandes compensaciones, que duran poco y esclavizan a ir detrás de la ilusión de la zanahoria. La vida es lo que pasa mientras hacemos cálculos. Que el contar no nos haga perder el vivir. Porque la vida se vive, no se cuenta.


Hipocondríacos: encadenados a la enfermedad inventada

SALUD Trastornos psicológicos

 BEATRIZ  G. PORTALATIN | El Mundo | 06/02/2015

Se puede inventar, fabular y conspirar pero sólo a veces, y en el peor de los casos, el miedo se volvería real. La hipocondría, decía Sigmund Freud, es el enamoramiento de la propia enfermedad. O la enfermedad inventada y buscada que dijeron otros. O la pesadilla diurna que escribió Charlotte Brontë ("La hipocondría hace de mí una constante pesadilla diurna").

¿Qué debe existir o qué debe tener una persona para considerarla como hipocondríaca? Fundamentalmente, tres cosas: miedo, preocupación y/o creencia. Es decir, tener un miedo excesivo a padecer y/o desarrollar una enfermedad, que normalmente suele ser grave y mortal. Tener preocupación excesiva por creer que se tiene, y por último, tener la creencia y la certeza de que uno posee realmente esa enfermedad.

Según la nueva clasificación del DSM-V, manual por excelencia de los psiquiatras, la hipocondría, denominada ahora trastorno de ansiedad hacia la enfermedad, está recogida dentro de los trastornos de síntomas somáticos. Debido especialmente a la naturaleza reciente de su condición (antes la medicina no prestaba atención a estos pacientes) y a la poca precisión de su definición, es difícil cuantificar su prevalencia, de hecho ésta difiere según estudios y no se pueden dar datos concluyentes, pero sí se recogen algunas estimaciones. Por ejemplo, "el 28,8% de las personas que acuden a las consultas de Atención Primaria tiene somatizaciones. De ellas un 1% podría ser hipocondríaca", señala a EL MUNDO Antonio Cano, presidente de la Sociedad Española del Estudio para la Ansiedad y el Estrés y catedrático de Psicología de la Universidad Complutense.

El doctor José Ángel Arbesú, médico de familia del Centro de Salud de La Eria, en Oviedo y coordinador del Grupo de Trabajo de Salud Mental de la Sociedad Española de Médicos de Atención Primaria (SEMERGEN), ofrece datos muy similares: "La prevalencia en Atención Primaria podría estar entre el 1-2% de los pacientes atendidos por el médico de familia. Suele comenzar en la segunda década de la vida y no hay diferencias de género u otras variables socio demográficas".

Es importante diferenciar entre la somatización y la hipocondría. Según explica Jerónimo Fernández Torrente, médico general del Centro de Salud La Milagrosa de Lugo, el paciente que somatiza centra su atención en el síntoma. Es decir, se preocupa por el síntoma físico que suele tener un origen psicológico (ansiedad, estrés, etc.) Pero no tiene el miedo o la preocupación excesiva por desarrollar una enfermedad que sí tiene el hipocondríaco. Es muy importante esta distinción, pues si no "todas las personas que somatizan serían hipocondríacas, y no es así", aclara.

Personalidad obsesiva, ansiosa y nerviosa
Los especialistas aseguran que no existe un perfil característico de las personas hipocondriacas pero sí es cierto que este problema "tiene mucho que ver con los trastornos obsesivos o con una personalidad marcadamente obsesiva", expone Cano. También son personas que suelen tener un componente elevado de ansiedad y suelen por ello, ser más ansiosos y nerviosos: magnifican sus síntomas mucho más que cualquier otra persona. Por este motivo, muchos autores relacionan este trastorno con la ansiedad. 

Pese a todo, y para definir de forma correcta a la persona hipocondriaca, añade el profesor Cano, estos pacientes cometen fundamentalmente dos tipos de errores: Uno es magnificar los síntomas de ansiedad, y el otro, anticipar una realidad que no va a ocurrir. Realmente, no son conscientes de que tienen un problema psicológico, ellos no saben que son hipocondríacos porque el miedo les puede.

El paciente hipocondríaco, tiene una preocupación excesiva por su cuerpo, se cuida en exceso y presta demasiada atención a su cuerpo. Pero sin duda, recalca este experto en Psicología, estas personas hacen un largo peregrinaje por las consultas de Atención Primaria: van numerosas veces al médico y solicitan además hacerse pruebas. Por ello, el papel del médico de familia, también en estos casos, se vuelve fundamental.

'Padre hipocrático adoptivo' 
La primera puerta a la que llama el paciente hipocondríaco es a la de su médico de cabecera. Por ello, Fernández Torrente recuerda el libro 'Cartas de un hipocondríaco a su médico de cabecera', del escritor Chumy Chúmez. Según relata el doctor, en este libro, Chúmez habla de la importancia de su médico, de la confianza que deposita el enfermo en el médico buscando no sólo al profesional sino también a la persona que se preocupa más allá del dispositivo asistencial. Chúmez llamó a su médico, 20 años más joven que él, tal como relata en su libro, 'padre hipocrático adoptivo'. El paciente busca atención y dedicación.

Pueden ser pacientes de difícil abordaje para los que "se necesita tiempo suficiente en consulta (algo que como es sabido escasea en nuestros centros de salud) y así evitar pruebas diagnósticas y derivaciones a otros niveles de atención que no serían necesarios", añade el doctor Arbesú. Conocer a los pacientes es algo fundamental. Por eso, debe ser el médico de Atención Primaria quien derive a su paciente a una Unidad de Salud Mental. Si una persona se pasa seis meses realizándose pruebas y yendo a distintos especialistas, debe derivarse a una Unidad de Salud Mental. Todo lo que pase de seis meses, insiste Fernández Torrente, debe ser trasladado a estas unidades y debe existir además, una buena coordinación entre servicios . El trabajo coordinado y conjunto es fundamental.

Por su parte, el profesor Cano recomienda también la terapia psicológica para el tratamiento fundamentalmente de carácter cognitivo-conductual, ya que la hipocondría radica, sobre todo, en la creencia y la preocupación desmedida. Sentir miedo por tener una enfermedad es normal, matiza Maldonado, nadie está exento de ello. Por ejemplo, de una escala del uno al 100, lo normal es tener 40-60, pero no ese miedo excesivo.


Para los pacientes que lo manifiestan de esa forma, explica esta especialista, lo que se hace en consulta es aplicar técnicas de exposición. Por su parte, para las personas que manifiestan su hipocondría como una creencia real de que tienen esa enfermedad, se les aplica una terapia cognitiva, para hacer sobre todo una retribución de los síntomas, porque el paciente lo que hace es dar una explicación a sus síntomas que no son reales. El porcentaje de éxito con terapia conductual, concluye Maldonado, es en la actualidad superior al 80%.

martes, 24 de febrero de 2015

Llegué a pensar que estaba loca porque no era como los demás (Asperger)

ASPERGER | Día mundial del síndrome de Asperger
·        Cristina Paredero no supo hasta los 18 años que tenía síndrome de Asperger
·        Antes del diagnóstico, sufrió incomprensión, desconcierto e incluso episodios de acoso

BEATRIZ G. PORTALATÍN | Madrid | El Mundo | 18/02/2015

Cristina Paredero tiene 22 años y hasta los 18 no supo que tenía síndrome de Asperger. Durante todo ese tiempo tuvo que soportar la incomprensión de los suyos, el desconcierto de sus padres y episodios de acoso escolar en el colegio. En los recreos se escondía en la biblioteca porque sabía que allí sus compañeros no la encontrarían. "Me encantaba leer y en los recreos me refugiaba en la biblioteca porque allí me sentía segura", confiesa Cristina a EL MUNDO en la sede de la Asociación Asperger de Madrid.

El síndrome de Asperger es uno de los trastornos del espectro autista. Su principal característica es la ausencia de habilidades sociales. Quienes lo padecen, tienen dificultades en la interacción, les cuesta entender el lenguaje simbólico, los dobles sentidos, los refranes, y no tienen la necesidad de hacer amigos o de interactuar con la gente, como todo el mundo hace. A diferencia de otros tipos de autismo, sus capacidades cognitivas son normales, es decir, su cociente intelectual (CI) es normal, como el de cualquiera. En contra de lo que mucha gente piensa, no tienen capacidades especiales, ni son superdotados ni tienen un cociente por encima de la media. "Esto es totalmente un mito, su CI es normal, puede ser que algunos sean superdotados, pero no por tener síndrome de Asperger", aclara Jose Antonio Peral Parrado, miembro del Equipo Técnico Federación Asperger España.

No existen estudios claros que puedan dar datos exactos de la prevalencia de este trastorno, pues el desconocimiento todavía es bastante grande, pero sí datos orientativos: "Según las estimaciones que ahora mismo manejamos, en España existe una horquilla de entre 100.000 y 150.000 personas con síndrome de Asperger", señala este especialista.
La única carencia en estas personas es su falta de habilidades sociales, su falta de recursos para relacionarse con los demás. Unos pueden tener deficiencias en la interacción y otros en la comunicación. Ningún caso es generalizable, "cada uno tiene sus peculiaridades", añade Mariana Perretti, psicóloga en esta misma Asociación. Por este motivo, su diagnóstico no suele ser fácil, pues cuando realmente se aprecia esta falta de habilidades es cuando eres mayor y empiezas a relacionarte con los demás. Se puede confundir en ocasiones con ser un niño tímido o retraído, al que le cuesta hacer amigos, por lo que las señales de alarma son complicadas de detectar, y el diagnóstico es bastante tardío.

Los manuales, explica Peral Parrado, hablan de que la detección estaría en los tres o cuatro años, que es cuando el componente social puede ser mejor detectado. Pero en la práctica no sucede así. "Normalmente, y en la actualidad, la mayoría de los casos se detectan en la adolescencia. Pero incluso hay adultos que lo descubren con 40 o 50 años, personas que por películas, artículos o series, se sienten plenamente identificados con lo que están contando y acuden a la asociación. Esto es debido sobre todo, al desconocimiento, a la falta de especialistas y porque quizá su afectación pueda ser menor que en otros casos", expone.

Cristina no lo tuvo nada más fácil para dar con su diagnóstico. Recorrió hasta cinco psicólogos, e incluso uno de ellos le llegó a decir que podía tener esquizofrenia. Hasta que por fin, "un día un profesional me dijo que era probable que tuviera síndrome de Asperger". Desde ese mismo día, su vida dio un giro de 180 grados: "Supe lo que tenía, comprendí que no estaba loca, que no era rara, que sólo tenía Asperger. Nada más. Mi familia, desde entonces, fue mucho más comprensiva y me ayudó en todo cuanto pudo. Y desde aquí, desde la Asociación me ayudaron a mejorar mis habilidades sociales porque todo se puede aprender", explica. Pero sin duda, el camino hasta llegar aquí fue bastante complicado.
Según relata Cristina, cuando era pequeña no quería hacer las cosas que los niños 'normales' hacían: no quería apuntarse a actividades escolares, no quería estar con los demás niños, ni tenía la necesidad de hacer amigos. "Mi madre me obligaba a apuntarme a clases extraescolares, sobre todo a baile. Que no me gustaba. Incluso, en las excursiones, ella se quedaba hasta que arrancase el autobús para ver si estaba sentada sola o con algún compañero. Quería que tuviera amigos, quería ayudarme, pero yo no era como los demás", dice. Sus hobbies eran otros: leer, ver películas y todo lo que tuviera que ver con la cultura.

El papel de los padres es muy importante. "Ellos deben comprender que es una condición permanente y deben, sobre todo, rodearse de buenos profesionales de referencia para que les ayuden en todo lo posible", aconseja Paloma Martínez, madre de un niño con esta afección y presidenta de la Asociación Española de Síndrome de Asperger .

Por su parte, en el el colegio, cuenta Cristina, el trato con los profesores era bastante bueno. "Me ayudaban, venían a mi sitio y me preguntaban si necesitaba algo, porque yo no era capaz de levantar la mano para preguntar dudas". Sin embargo, con respecto al acoso no hicieron (casi) nada. Los niños se reían y se burlaban de ella, sólo porque no era como ellos. "Llegué a pensar que estaba loca, porque no hacía las cosas que los demás niños hacían. Hasta que por fin dieron con el diagnostico y ese día todo cambió", confiesa. Desde entonces el trato con la gente, e incluso con ella misma, ha mejorado radicalmente: "Mi problema era más mental que otra cosa. Antes tenía miedo y no sabía a lo que me enfrentaba. Ahora sé que no tengo que tener miedo a ser como soy, y por ello me muestro mucho más abierta y la gente a su vez, se muestra también más comprensiva conmigo".

Con ayuda de la asociación, Cristina fue adquiriendo las habilidades sociales que no tenía, como por ejemplo mirar a los demás a los ojos cuando hablan y se esfuerza por entender los dobles sentidos. No tiene la necesidad de hacer amigos, pero ahora sabe por qué. Eso sí, no tengo la necesidad pero si me siento bien con una persona, sí puede llegar a ser amiga. Pero no por el hecho de tener que hacerlo. El cambio ha sido radical y positivo en todos los sentidos. Ahora, hace un curso de cocina por la mañanas y por las tarde trabaja haciendo pedidos de una famosa empresa. Está terminando el Bachillerato que no pudo terminar por sus problemas sociales en el colegio, y quiere ir a la Universidad para estudiar Filología Clásica, su gran pasión. Tiene pareja, también con síndrome de Asperger, y con él, dice que lo importante es la comprensión, y saber aceptar a la gente tal cual es. Y eso mismo es lo que pide a la sociedad: comprensión, al igual que "nosotros" nos esforzamos por entrar en este mundo.


Tiene ganas, tiene fuerza, y como filosofía de vida, una frase del gran Albert Einstein: "Hay una pregunta que a veces me tortura: ¿Estoy loco o los locos son los demás?". Muchos grandes personajes de la historia universal han sido repudiados, comenta Cristina y sin embargo, lo único que querían eran ser amados. "Todo se puede mejorar y todo se puede solucionar. Al final, de todo se sale, por muy mala que haya sido tu vida".

El tabaco es más mortífero de lo que se creía

 Un estudio demuestra que la adicción a la nicotina mata más de lo que se pensaba.
Hay enfermedades que tienen relación con fumar que no se habían tenido en cuenta

JOSÉ LUIS DE LA SERNA | Madrid | El Mundo | 12/02/2015

Será dentro de un mes, aproximadamente. El 17 de marzo de este año comienza en Abu Dhabi (Emiratos Árabes Unidos) la Decimosexta Conferencia Mundial sobre Tabaco y Enfermedades Crónicas. Cinco días completos de presentaciones científicas, debates, denuncias y propuestas para tratar de bajar la enorme mortalidad que fumar causa cada año en el mundo.
Asistirá mucha gente importante y el evento tiene el patrocinio de la Organización Mundial de la Salud. Se han presentado casi 1.000 trabajos. Habrá que estar atento a lo que dé de sí la reunión.
Mientras tanto, quizá hoy convenga fijarse en un extenso estudio que acaba de publicar en su último número el New England Journal of Medicine. En él se revisan las diferentes patologías que causa el tabaco, cómo buena parte de ellas acaban con la vida del fumador y, lo que es muy importante, se concluye que la adicción a la nicotina mata bastante más de lo que hasta ahora se pensaba, incluso debido a enfermedades que no han estado antes entre las que provocaba el cigarrillo.

Es un estudio impresionante, en el que se han seguido durante 11 años a 421.738 personas mayores de 55 años, en EEUU. Los autores proceden de las mejores instituciones del país: el Instituto Nacional del Cáncer, la Universidad de Harvard, la Sociedad Americana contra el Cáncer...
La conclusión es clara, el tabaco tiene mayor mortalidad de lo que se sospechaba. Y la tiene no porque se hayan ajustado al alza los números de muertos que producen las patologías asociadas hasta ahora al tabaco. No. Lo que ocurre es que hay otras enfermedades que no se habían tenido en cuenta aún, pero que también tienen una estrecha relación con fumar.

Por supuesto que el cáncer de pulmón, el de laringe, de esófago, la enfermedad pulmonar crónica y las trombosis que causan infartos de miocardio y cerebrales se llevan la palma de las muertes que produce el tabaco. Sin embargo, que la aterosclerosis de per se, el aneurisma de aorta, las infecciones, la hipertensión arterial, la miocardiopatia hipertensiva, la cirrosis y hasta el cáncer de mama -problemas que antes no habían sido asociados al tabaco- están ahora seriamente ligadas "al vehículo que transporta nicotina", como eufemísticamente se denomina al cigarrillo, era muy poco conocido.
Los autores opinan que su trabajo es una sólida prueba de que el tabaco es bastante más dañino de lo que se suponía, y que en EEUU causa 60.000 muertos más cada año que hay que añadir a los 437.000 fallecimientos debido a su consumo. Si extrapolamos a España, por ejemplo, -y aún reconociendo que aquí fumamos más que al otro lado del Atlántico- tendríamos que sumar, como poco, 6.000 muertos anuales más a nuestra lista, que es de 55.000.

Para el año 2020, no falta tanto, cada una de las 5 primeras causas de muerte en el mundo se deberá al tabaco, de acuerdo con un libro que se acaba de publicar. Para tenerlo en cuenta.

lunes, 23 de febrero de 2015

Cuando te come la ansiedad

Ser ansioso es tener un 'alien' en el estómago y convivir con él

ELVIRA LINDO | El País | 21/09/2014       

Para infancias traumáticas las de nuestros padres. Las de aquellos que de niños padecieron la guerra. A mi padre se le cayó el pelo. Literal. Pensó que su padre había muerto en combate y al cabo de un año de orfandad lo vio llegar como una aparición por la plaza del pueblo: un hombre marrón, envejecido, cubierto por una manta, que no se sabía si era un muerto o un vivo. A ese niño que era mi padre se le cayó el pelo. Al tiempo, con ungüentos, y, fundamentalmente, cuando se le pasó el susto, le volvió a salir. Por eso, y por tantas otras cosas que fuimos sabiendo de un hombre que prefería mostrar la fortaleza a la vulnerabilidad, siempre pensé que sus manías estaban, en cierta medida, justificadas por las vivencias de una niñez brutal. Me refiero al nerviosismo permanente, la fobia a las tormentas, el miedo a que se terminara el pan, los vicios a los que se aferraba como el niño a la teta, las paranoias, el pavor a los aparatos eléctricos, el temor a los accidentes domésticos, a los imaginables y a los insospechados. Mi padre, el hombre que padecía insomnio y que sólo se consolaba comiéndose media pastilla de chocolate, era sin duda un enfermo de ansiedad crónica. Lo que no podré saber es cuánto le debía a su genética y cuánto a la historia de este puñetero país. Yo heredé sus miedos y alguna de sus fobias, pero tampoco sabría calibrar si las aprendí de él como una niña obediente o simplemente las heredé en la ruleta imprevisible del ADN. O las dos cosas. En mi mesilla no hay chocolate, porque mi autocontrol dietético no me lo perdonaría, pero sí un surtido de pastillas que me hacen debatirme entre el melatomo-nomelatomo todas las noches.
Ser ansioso no quiere decir tener cierta ansiedad cuando toca, porque eso es algo saludable; ser ansioso es tener un alien en el estómago y convivir con el monstruo de por vida. El ansioso no suele compartir sus crisis con nadie porque, por un lado, se siente algo avergonzado de generarse a sí mismo tal cantidad de síntomas y, por otro, ni él mismo entiende que sus diversos males sean provocados por la agitación mental. Del miedo a volar, que es uno de los más comunes, a la fobia al queso o a los botones; de los sudores repentinos a la tartamudez; del hormigueo a los mareos; del vómito al miedo a vomitar; de los dolores en las articulaciones a los de cabeza; del estreñimiento a la diarrea; del pavor a hablar en público a pensar que uno puede tirarse desde una ventana al vacío si de pronto siente el impulso. No hace falta seguir, el catálogo es interminable y el cerebro muy imaginativo: cada ser ansioso tiene su abanico de síntomas y neuras que son como una especie de derivación de los miedos existenciales.
El ansioso rumia durante horas su malestar y se siente impotente porque piensa que nadie le va a entender; el ansioso teme ser un pesado y suele escuchar más de lo que es escuchado. Los males se le calman con medicación y a veces, si el ansioso tiene dinero, con la ayuda de un terapeuta. De pronto, el ansioso encuentra consuelo en la lectura de un libro, Ansiedad. Miedo, esperanza y la búsqueda de la paz interior, de un tipo que se llama Scott Stossel, editor jefe del Atlantic Monthly y colaborador del New Yorker, que lleva desde los nueve años prisionero de la medicación y sometido a todas las terapias que el mercado de la psicología y la psiquiatría ofrecen para calmar ese mal que no se cura, sino que se sobrelleva. Al pobre señor Stossel le pasa de todo y en los lugares menos indicados, eructa sin control cuando va a hablar en público o se le descompone el estómago en el primer viaje con su novia; pero lejos de quedarse en la narración anecdótica de una naturaleza que tiende al desastre, lo que hace es articular a través de esas experiencias, cómicas y vergonzantes, toda una investigación sobre esto que llaman el mal de nuestro tiempo.
El lector de este libro, que lo lee seguramente porque es víctima de algún tipo de ansiedad, se reconoce en estas páginas porque el autor confiesa sin pudor todo aquello que le provocan los nervios, de la descomposición por el célebre colon irritable al desamparo que siente cuando se separa de su mujer, casi tan insoportable como el que padecía cuando pensaba que sus padres le habían abandonado. En el libro aparecen grandes hombres y mujeres que, en el tiempo que la desazón y sus síntomas les dejaban libre, escribieron investigaciones fundamentales, crearon grandes novelas, dirigieron películas inolvidables. Darwin, por ejemplo, es uno de esos atormentados cerebros que lograron concentrarse y trabajar, a pesar de que sus males eran tan incapacitantes como difíciles de diagnosticar y que le tuvieron parte de su vida postrado en la cama. Siempre se ha pensado que padecía del estómago. Y padecía del estómago. Su mal no era inventado, pero ahora se sabe que el 60% de los que soportan un estómago nervioso podrían encontrar ayuda en la consulta del psiquiatra.

La ansiedad excesiva no favorece la creatividad, al contrario, incapacita. Pero como me dijo una vez un amigo psiquiatra: debemos ayudar al ansioso a que se calme, pero no tanto como para borrarle todas sus preocupaciones existenciales. O sea, calmar al atormentado sin convertirlo en un idiota. Ay.


viernes, 13 de febrero de 2015

Andrew Solomon:"El caos tecnológico aumenta la depresión".


Este autor volcó su experiencia y una amplia investigación en el libro 'El demonio de la depresión', a la vez íntimo y científico. La soledad y la intolerancia al dolor disparan la enfermedad

BERNA GONZÁLEZ HARBOUR | El País | 11/02/2015
               
Este es un libro para sentirse orgulloso de una depresión. Y esto no es una ocurrencia, una provocación o un error.
Es un libro para entender, para saber, para reconfortarse en la búsqueda de la salida de una enfermedad que, a diferencia de un cáncer o una neumonía, se agrava con el estigma social asociado a una parte capital de su esencia: el tabú. Para crecer.
Partiendo del hecho de que depresión es el infierno, la fragilidad, la grieta que se abre en el casco de la autoestima y por la que empiezan a escaparse las certezas mientras acecha el naufragio; y partiendo de su propia experiencia, Andrew Solomon ha escrito el libro que él necesitó cuando padeció la suya: íntimo y científico a la vez.
Premio National Book Award en EE UU, El demonio de la depresión llega a España de manos de este escritor nacido en Manhattan en 1963, con estudios en Arte y Psicología y convertido en una de las estrellas del Hay Festival de Cartagena de Indias, donde recibió aBabelia y donde sus libros se celebraron como aportaciones mayores a la literatura de las ideas.
En ese universo, los libros no arrancan en un pueblo de cuyo nombre... ni llamadme Ismael, pero el comienzo de este bien podría entrar en las listas de inicios para recordar. Ocho palabras sencillas, una declaración: “La depresión es una grieta en el amor”.
PREGUNTA: ¿Tan fácil o tan complicado?
RESPUESTA. Es la primera frase de un libro muy largo, claro que es mucho más complicado. Siempre se ha creído que esta enfermedad no tiene nada que merezca la pena y el libro intenta demostrar que hay un gran significado en esas situaciones de extrema dificultad. El potencial de la tristeza es necesario para desarrollar sentimientos positivos. Con esa frase inicial quería decir que si te enamoras de alguien, una de las partes importantes del amor es que la anticipación de la pérdida y del dolor es lo que convierte el momento presente en algo tan dulce, se trata de comprender la oscuridad que puede haber al otro lado, sin él.
P.- Cuando habla de amor usted se refiere a una pareja, pero también a nosotros mismos, a Dios, a un trabajo, a la belleza. ¿A quién amamos más? ¿Qué tipo de amor cree que hoy es importante y primordial?--/--R.- Amamos muchas cosas, pero en general el amor empieza en una familia. Hay un primer amor dependiente, el que un niño siente hacia sus padres, luego evoluciona hacia un afecto más igual y más tarde se desborda en forma de pasión física y la de ser padre. Son ciclos en los que distintas formas de amor van conformando las otras.
P.-¿Cómo es posible la depresión cuando amamos y somos amados?--/--R.- Muchos me preguntan qué hacer por sus familiares que en plena depresión aseguran que solo quieren estar solos. Lo primero es que no les puedes dejar solos. La depresión es una enfermedad de soledad que convierte la interacción humana en una actividad muy estresante. Pero hay que estar ahí. Tal vez no puedes lograr una conversación con esa persona, pero te puedes sentar silenciosamente al lado de su cama, o en otra habitación si eso le resulta abrumador, pero no te vayas más lejos, porque la depresión no se cura con amor, pero sentirse querido te da la motivación para salir de ella. La tristeza está, es un sentimiento imperante, pero no es lo primordial en una depresión, es la laxitud, el estado de no ser capaz de levantarse y hacer algo. Ser querido no te devuelve esa energía pero ayuda.
Él mismo es un superviviente. Desesperanzado, angustiado tras varias recaídas a pesar de la entrega de su padre, las terapias y la medicación, Solomon llegó a la conclusión de que la única solución era quitarse de en medio: “No quería morir, pero tampoco albergaba el menor deseo de vivir”. Y lo afrontó con disimulo, con un suicidio indirecto. No quería el trauma para su familia y optó por una cruzada frenética en parques oscuros por contraer el sida mientras apagaba el contacto con sus seres queridos. Tras fracasar en sus 15 intentonas, darse cuenta de que podía matar además de morir y comprender mejor su voluntad, paró. Y lo contó.
P.- ¿Qué le impulsó a contárnoslo?--/--R.- Fue una decisión difícil. Me permitió tomar una parte de mi vida que parecía inútil y hacer algo valioso de ella. La depresión es una enfermedad de soledad y si hablar de mi depresión y lograr que la gente que entrevisto hable de su depresión puede lograr que la gente afectada se sienta menos sola, eso me hace feliz.
P.- ¿Siguió algún modelo para este libro? Investigación, ensayo, memorias, ciencia. ¿Cuál era su modelo para esta literatura?--/--R.- Necesitaba un contexto para inscribir mi propia experiencia. Y cuanto más investigaba más me interesaba comprobar por qué algunos de mis entrevistados tenían una depresión menor que les inutilizaba y otros una depresión muy significativa que sin embargo no les impedía llevar una vida normal.
P.- Hemos hablado de amor, de lo íntimo, pero usted aborda también lo social y asegura que vivimos en el caos tecnológico. ¿Cuál es el impacto de ese caos en las personas?--/--R.- Ahora hay más depresiones que antes. La cuestión es por qué y creo que puede haber 10.000 razones, desde factores de alimentación, a los núcleos hiperpoblados en que vivimos o el tiempo decreciente que dedicamos al sueño, pero las razones primarias creo que están conectadas sobre todo con la tecnología. Pasamos mucho tiempo interactuando con máquinas en lugar de con personas. La interacción humana es recíproca. Si yo digo algo tú me dices algo, nos miramos, hay una dinámica que no está en una máquina ni en una persona que esté al otro lado de la máquina. Otra cosa que he descubierto investigando es la soledad de la gente. Hay gente tan sola que no interactúa con nadie. Hoy hay un mal terrible el aislamiento.
P- ¿Entonces estamos más conectados por la tecnología, pero más solos?--/-- R.- Sí. Una familia que conozco que perdió a su hijo por suicidio trabaja ahora en un proyecto en campus universitarios cuyo lema es: “35.000 amigos en Facebook y nadie con quien hablar”.
P.- Usted afirma que las viejas estructuras sociales y familiares se han roto. ¿Tan tajante?--/-- R.- Nada de esto es universal. Hay gente que vive mejor en este mundo que en cualquier otro del pasado y yo soy uno de ellos. No vivimos en el peor momento de la historia, en absoluto, pero creo que en nuestro mundo occidental la alienación es un problema. Y la alienación es muy disruptiva.
P.- ¿Es aún un tabú la depresión? ¿Es más fácil abordar un cáncer que una depresión?--/--R.- En cierta medida sí. La gente está aprendiendo a hablar sobre ello, más que antes. Pero arrastramos la tradición medieval según la cual había enfermedades del alma y enfermedades del cuerpo y hasta que eso no se despeje del todo la depresión seguirá siendo como una mala suerte que te ha tocado.
P.- ¿Realmente estamos más deprimidos o la tolerancia al dolor ha disminuido?--/--R.-Nuestra capacidad para tratar este tipo de dolor es mayor. Y en la medida en que puedes tratar algo es absurdo no hacerlo. Hay medicación, hay terapias, tratamientos alternativos… Así que es absurdo no reconocerlo. Pero eso ha hecho que haya gente con la idea equivocada de que podemos vivir una vida sin dolor y que en cuanto sufre una tristeza por alguna razón cree que es una depresión que debe evitar.
P.- Usted defiende la psicología conductista.--/--R.- Sí. Ha habido un debate sobre si la depresión es biológica o psicodinámica y situarnos en que debe ser una cosa o la otra es erróneo. Contiene elementos de ambas.
P.- Usted defiende también el potencial de la fe ante la depresión. ¿Necesitamos un Dios o simplemente necesitamos una fe?--/--R.- Necesitamos tener fe en algo aunque no puedo definir estrechamente lo que debe ser esa fe. He visto gente para la que la religión ha sido el gran confort que les ha sacado de una depresión y he visto gente que cree que Dios les ha abandonado y para los que la religión se convierte en una obligación que les hace sentirse peor de lo que estaban. Los principios morales vinculados a la religión como el bien y el mal y la voluntad de estar en el lado del bien son importantes para salir de la depresión.
P.- ¿Usted cree en Dios?--/--R.- Sí. No creo en religiones organizadas pero sí en Dios.
P.- Y eso le ayudó.--/--R.- Sí.
P.- ¿Hay una forma de afrontar mejor los suicidios, ese gran tabú?--/--R.- Estamos tan asustados por el suicidio que no hablamos de ello y si hablamos demasiado parece que plantamos la idea en la cabeza de la gente. Así que no se trata de estar hablando de ello, pero sí reconocer que es la tercera causa de muerte entre adolescentes y jóvenes en todo el mundo, es una causa significativa de muerte entre más mayores y hay que abordarlo, identificar a la gente antes de que sea demasiado tarde.
Se agota el tiempo y el hambre de respuestas no se ha saciado. Pero nos queda el libro.
Andrew Solomon es autor de El demonio de la depresión y Lejos del árbol (Debate).

Nota.- He acortado respuestas porqué el artículo era muy largo. Como siempre paa los interesados pueden consultar el periódico que nombro en el encabezado del artículo.


viernes, 6 de febrero de 2015

Pelmas: cómo acabar con ellos.

PSICOLOGÍA
¿No sabe cómo actuar cuando se ve acorralado por un interlocutor especialmente locuaz? Existen técnicas para interrumpirlo con elegancia

MIGUEL ÁNGEL BARGUEÑO | el País | 23/12/2014

Lo hemos vivido demasiadas veces. Un desconocido en la barra de un bar, el vecino de asiento en el avión o el típico plasta de oficina: personas que nos dan conversación cuando menos la necesitamos. Sin que se den cuenta —suponemos—, estos individuos con incontinencia verbal nos ponen en una situación violenta: dado que no queremos escuchar lo que nos cuentan (porque no nos interesa o porque tenemos prisa) nos obligan a interrumpirlos con el riesgo de quedar mal y hacernos sentir descorteses. No es un asunto baladí. Vivimos días en que las habilidades sociales son especialmente importantes. De saber usar o no determinadas herramientas depende, en buena medida, nuestro éxito social y profesional. La sociedad nos apremia a desarrollar ciertas cualidades comunicativas, y, sin embargo, en esta circunstancia entran en conflicto dos de ellas: la asertividad (salirnos con la nuestra, o enfatizar nuestro parecer, con mucha mano izquierda para que el otro no se moleste) y la empatía(ponernos en la piel del otro). ¿Tenemos que aguantar al pesado de turno para que no se sienta ofendido o debemos dejarle con la palabra en la boca y quedarnos tan anchos?
“Para poder cerrar conversaciones hay un elemento cognitivo previo: asumir que tenemos derecho a concluir una conversación si esta no nos conviene”, explica Enrique García Huete, doctor en Psicología, coach y director del gabinete Quality Psicólogos, en Madrid. “Pensamientos como: ‘Cómo voy a cortar a la otra persona si quiere hablar’ son poco asertivos”. Reforzando la asertividad, reducimos el sentimiento de culpa. “Lo que no puedes hacer es aguantarte. Si interrumpes al otro correctamente, no queda ningún cargo de conciencia”, dice José Elías, psicólogo y director del Centro Joselías, en Madrid. De lo que se trata, pues, es de que prevalezca nuestro derecho teniendo en cuenta el del otro. Básicamente, disponemos de dos niveles de actuación: el oral —intervenir activamente en la conversación para suspenderla—, y el de la comunicación no verbal, con el mismo objetivo. Cada uno cuenta con diferentes técnicas. Para un resultado óptimo (y expeditivo) se recomienda combinarlos.
“Cambio y corto”
Puede que lo que nos pida el cuerpo sea decirle a la otra persona cuatro cosas bien dichas. Pero podría tomárselo a mal. Imagine que esa otra persona es su jefe. Tanto la psicología como el coaching nos ofrecen técnicas para salir con elegancia de ese incómodo trance:
1. No haga ni una sola pregunta. Por supuesto, lo primero —y de sentido común— es no darle más cuerda a aquel que se enrolla como una persiana. “Hay veces que no nos damos cuenta y decimos: ‘Ah, ¿sí?’, y eso hace que el otro siga con su carrete”, advierte el doctor García Huete. Cuando se trata de concluir la conversación, evite interpelaciones y apostillas.
2. No se invente excusas. Soltar por teléfono aquello de “perdona, pero es que me estoy quedando sin batería”, aparte de burdo, es innecesario. Las mentiras piadosas no hacen daño, pero dar excesivas explicaciones puede volverse en nuestra contra. “Las excusas son un arma para el contrario: cuando le digo a un amigo que no quiero dejarle el coche porque tiene un cable estropeado le estoy dando pie a que me diga: ‘Oye, pues te arreglo el cable y te devuelvo el favor’. En el caso de una conversación, es mejor decir simplemente: ‘Tengo cosas que hacer’. Eso nunca es una mentira”, explica García Huete. “Siempre podemos engañar, pero estas técnicas permiten no hacerlo. Nunca hay que decir algo que pueda dejar a la otra persona cortada”.
3. Jaque en tres movimientos. Empleándonos con diplomacia seremos capaces de dar por terminada la conversación de forma indolora para ambas partes. Esto se logra estructurando nuestra despedida en tres bloques: “Primero, hay cumplir el objetivo del otro; luego, cumplir nuestro objetivo; y, tercero, dejar una alternativa abierta”, dice García Huete. Para ilustrarlo, el especialista recurre al clásico ejemplo del pelmazo en el avión. “En aviones la técnica es muy sencilla: o me saco algo para leer o ‘Me ha tocado la hora de dormir’. Sería algo como: ‘Oye, discúlpame, me parece muy interesante lo que cuentas [cumplo su objetivo], pero tengo unas cosas que leer durante el trayecto [cumplo mi objetivo]. En todo caso, si acabo, luego retomamos la charla [alternativa abierta]”, añade el doctor. El psicólogo José Elias coincide: “Habría que decir algo así como: ‘Hemos disfrutado mucho con la conversación, pero tenemos que finalizarla’. De ese modo, halagamos a nuestro interlocutor, sonriendo y dando la oportunidad de poder retomar el contacto más adelante”.
4. Resuma la conversación. Un resumen siempre es sinónimo de balance final. Si logramos intercalarlo en el discurso del otro, estaremos a las puertas de una huida triunfal. “No estamos creando conflicto y estamos terminando la conversación”, dice José Elías. “Requiere aprender a tomar el control para que podamos contar incluso una anécdota como transición a la despedida. Este tipo de habilidades te dan la oportunidad de mantener la buena relación con la otra persona, puesto que no se va a molestar”, añade.
5. Cambie de tema. Si el problema es el contenido del monólogo, soporífero o intrascendente, podemos intentar cambiar de tema, que es básicamente cerrar una conversación y abrir otra. “De cualquier tema que esté hablando la otra persona, siempre hay otro con el que lo podemos relacionar”, sostiene Enrique García Huete. “De una charla sobre unos problemas de pareja se puede pasar a qué vas a hacer estas Navidades, y de ahí nos ponemos a hablar de las fiestas. Conseguimos que quede como un giro natural de la conversación”.
6. Integrar a otras personas en la charla. Pongamos por caso que estamos en grupo en un acto social —una boda, por ejemplo— y uno de nuestros conocidos nos acapara con su densa verborrea. En ese caso, un truco bastante efectivo es el de incorporar a otros en la conversación. “Conseguimos que el sujeto se dirija a ellos, y aprovechamos para irnos”, comenta el doctor García Huete.