PSICOLOGÍA
A veces los conflictos se limitan a
una lucha de egos que no permiten el acuerdo. Medir los costes, actuar rápido y
cambiar el vocabulario son buenas formas de empezar
Conflictos,
nadie los quiere, pero
todo el mundo los tiene en algún momento de la vida. No hemos sido educados
para su gestión, a pesar de que formarán parte de nuestra vida y trabajo con
seguridad. Tal vez afrontar crisis no sea lo acertado, sino aprender a
prevenirlas y “gestionar soluciones”. Todos nosotros, a nivel personal, tenemos
desencuentros de alguna clase en nuestras relaciones, pero aplicar ciertas
pautas de autocontrol puede abrir vías de acuerdo. Un conflicto es un
desacuerdo persistente entre personas o entre colectivos humanos. Es un choque
de egos y de intereses. La forma puede adoptar diferentes apariencias: mala
comunicación, intereses opuestos, opiniones encontradas, incompatibilidades,
discusiones, peleas… pero en el fondo todo eso es reflejo de la necesidad
oculta de “tener la razón”. La intensidad y cantidad de confrontaciones de una
persona o colectivo es proporcional al nivel de autocontrol. Cualquier persona
debería preferir tener paz a tener razón.
Para
simplificarlo, el origen de nuestras dificultades está en el ego, autoconcepto
o autoimagen construida, que asumimos como identidad real. Y cuando un ego
cuestiona a otro, se percibe como un ataque a la identidad propia, y la
explosión está servida. No es exagerado afirmar que el mundo no tiene
problemas; lo que sí tiene es personas con el ego inflado que confunden su
identidad real y esencial con su ego fabricado.
Todo desacuerdo
implica una serie de emociones: un deseo o voluntad no satisfecha que genera
frustración, decepción, enfado, ira, agresión, violencia. Estas tres primeras
emociones –que forman parte del ámbito interno– cristalizan en aquellos tres
siguientes comportamientos en el ámbito externo.
Pero
la frustración no es un problema real, simplemente es la no aceptación de una
realidad. Las personas inmaduras emocionalmente son incapaces de aceptar lo que
no está en su mano cambiar. Niegan la realidad en sus mentes y cuando ven que
el mundo no se aviene a sus exigencias, se encolerizan. Exigen una reparación y
el desasosiego que crean es proporcional a su necesidad de ser reparados.
Así nacen los
conflictos: un abismo que se abre entre lo que es y lo que debería ser. Y aún
peor, se procrean, crean réplicas y reacciones que empeoran el problema.
Un conflicto es la “representación mental” de unos acontecimientos
o situación, una cosa son los hechos y otra las interpretaciones. Y es la
interpretación de los hechos lo que enemista a las personas. De hecho, muchas
crisis empiezan desde la pura nada: un silencio, una omisión, una
presuposición, un olvido, una creencia, una petición no expresada, un derecho
imaginario… En realidad nada ha ocurrido salvo la fabricación de
un desacuerdo.
Todo problema
tiene una o más soluciones, y ninguno carece de ella. Más bien las partes
encontradas son las que necesitan solucionar sus posiciones mentales antes de
poder negociar una salida justa y digna para todos. La realidad es que siempre
hay una opción de acuerdo, lo que ocurre es que no gusta. Por alguna razón
creemos que las soluciones deben ser agradables y fáciles y, sobre todo, que
impliquen un beneficio a costa del perjuicio del otro. Pero no todas las
alternativas son fáciles, la paz también tiene un precio. El problema, el
único, es que las partes no quieren pagarlo: desean una salida gratis, sin
concesiones. No es realista.
No hay
conflictos en el mundo, pero sí mentes conflictivas que creen firmemente en
ellos. Como aceptarlo es muy duro, lo fácil es señalar hacia los demás. La
pregunta que debemos formularnos es: ¿cómo es que mis problemas son los demás?
Si entendemos el desacuerdo como una posesión mental, ¿cómo puede estar en el
mundo algo que ocurre en la mente?
Cada elección
que tomamos es en el fondo una elección entre la paz o el conflicto. (La
pregunta que hay que formularse es: ¿esta elección que voy a tomar aporta más
paz o menos a mi vida?). Porque, más allá de lo que ocurra y de lo que hagan
los demás, siempre podemos encontrar la paz en lugar de lo que vemos.
¿Qué hacer y
cómo reaccionar en un desacuerdo? Cuanto antes se actúe, mucho mejor, porque
cuando los ánimos se caldean, hace falta mucha agua para enfriarlos de nuevo.
Cuando el problema empieza a hacerse visible, es el mejor momento para
atajarlo; después ya puede ser tarde. Para entenderlo valen los símiles de una
enfermedad o un incendio: actuar rápido es la mejor opción.
La crisis retroalimenta una espiral
difícil de atajar. En su propia dinámica ascendente, cuanto más lejos se llega, más rápidos son los acontecimientos
que genera hasta que se alcanza un punto en el que la explosión es casi inevitable. Y cuanto más se avanza, menos
controlable es evitar el punto en el que no se puede
volver atrás.
Finalmente,
ganar una confrontación es una victoria provisional. Puede tener
beneficios, pero seguro que tiene también costes. Estos no siempre son
evidentes. Para prevenirlos, todas las partes deberían evaluarlos, tal vez
descubrieran que son superiores a las ventajas que se pretenden conseguir.
Por ejemplo, la
ganancia de mantener un conflicto personal con un compañero de trabajo podría
ser: sensación de control, manipulación, reforzar la autoimagen, ganar las
luchas de poder, un desahogo, reconocimiento ajeno, tener razón y decir la
última palabra… Todo lo que podríamos llamar jugar a los juegos superficiales
del ego.
Y algunos
ejemplos de los costes: poca colaboración y empeoramiento de la calidad del
trabajo, dificultades en el sueño y problemas de salud, pérdidas de tiempo y
energía, pérdida de la amistad, empeoramiento de la comunicación, pérdida de la
alegría, de la felicidad y paz interior… En fin, desatender las necesidades
profundas del espíritu.
El motivo por el que se producen las disputas rara vez es tan grave como el
malestar que generan”
Finalmente,
para resolver un conflicto podemos probar con estrategias como:
Dejar de
hacerlo más grande. Empeorar
las cosas no es parte de la solución, sino del problema. Centrarse en reducir
las diferencias es más útil que aumentarlas.
Cuando lo de
siempre no funciona, toca hacer otra cosa. Las crisis auténticas lo son de
falta de imaginación y creatividad.
Dejar de
alimentarse de viejas creencias. Cuando no se es capaz de
pensar en nada diferente no se encuentran salidas diferentes.
Actuar más y no
perderse en las explicaciones. Teorizar en las explicaciones
para entender no significa que sirva para llegar a un acuerdo; mejor actuar.
Buscar puntos
de acuerdo y no de desacuerdo. Dedicar casi toda la sesión de
negociación a lo que se está de acuerdo facilita después resolver los puntos de
desencuentro. Pasar del detalle a lo global. La perspectiva amplía el punto de
mira y permite ver detalles que antes no se consideraban.
Cambiar el
vocabulario. Hay
expresiones y palabras negativas que no ayudan a resolver y otras positivas que
sí.
Dejar de
juntarse con los que tiran balones fuera. Es obvio que no conocen cómo
resolver conflictos, mejor frecuentar gente responsable.
Hacerse buenas
preguntas. ¿Cuándo
aparece y cuándo desaparece?, ¿dónde, con qué frecuencia y con quién aparece?,
¿qué hace que vaya a mejor y a peor?, ¿de qué sirve?, ¿qué hace que no vaya
peor?…
Una vez se conoce el patrón, es
fácil romperlo con un hábito nuevo, un nuevo comportamiento, con nuevas
creencias o simplemente con aceptación.