PSICOLOGÍA
Todos
necesitamos,
en mayor o menor medida, la aprobación de los demás. Incluso las personas con
más autoestima se encuentran tristes y heridas cuando no se sienten aceptadas
por su entorno. Así como los niños reclaman que los adultos aprecien sus
manualidades, también en la madurez deseamos ser amados, comprendidos o, como
mínimo, respetados. Para conseguirlo, mucha gente se afana en desplegar una
amabilidad y generosidad excesivas, que no garantizan en absoluto el aprecio de
los demás. Como si estuvieran en deuda con el mundo, el ansia de complacer a
otras personas se puede convertir en una adicción por la que se paga un precio
alto: olvidarse de las propias necesidades.
Hace dos
siglos, el filósofo alemán Arthur Schopenhauer reflexionó: “Resulta casi
inexplicable cuánta alegría sienten las personas siempre que perciben señales
de la opinión favorable de otros, que halagan de alguna manera su vanidad. A la
inversa, es sorprendente hasta qué extremo las personas se sienten ofendidas
por cualquier degradación o menosprecio”.
Luchar
constantemente por la aprobación ajena, además de resultar muy estresante, nos
obliga a vivir según lo que los demás esperan de nosotros, dejando de lado
nuestras metas personales. Así lo exponen en su libro Tackling your Dire
Need for Approval (abordar tu desesperada necesidad de aprobación) los
psicólogos estadounidenses Albert Ellis y Robert Harper. Apuntan, además, que,
“irónicamente, a mayor necesidad de amor, menos respeto y aprobación recibimos.
Tratar desesperadamente de agradar nos convierte en personas débiles y menos
deseables a los ojos ajenos, pudiendo llegar a ser incluso una molestia para
los que nos rodean”.
A
las personas que tratan de complacer a todo el mundo les horroriza la
posibilidad de que alguien pueda enfadarse con ellas. Pero parten de una
creencia equivocada: no necesitamos demostrar a nadie nuestra atención a todas
horas para obtener su amor. Sintetizando las conclusiones de Ellis y Harper,
esta dependencia nos causa los siguientes problemas:
§ Sentimiento de
inutilidad. Fijar nuestro valor basándonos en la opinión ajena nos coloca en
una posición de vulnerabilidad y dependencia. De hecho, cada vez que actuamos
en función de lo que quieren los demás, perdemos el control sobre nuestra vida.
§ Frustración
permanente. Por mucho que nos esforcemos, nunca gustaremos a todo el mundo.
Siempre habrá alguien que no nos valore, y no solo por una cuestión de
afinidad. Lograr el cariño de todos es imposible por un hecho muy simple: hay
personas limitadas emocionalmente que no son capaces de amar.
§ Pérdida de
objetivos vitales. Con el fin de complacer a los demás, nos podemos encontrar
haciendo cosas y frecuentando a gente que en realidad no es interesante. El
precio de este comportamiento es que desatendemos todo lo que en realidad
desearíamos estar haciendo.
Contra la
presión irracional de
intentar agradar a todos, Wayne W. Dyer calcula que el 50% de la gente con la
que uno se topará en su vida no estará de acuerdo con nosotros, e incluso nos
criticará. Dyer sostiene que cuando detectemos una falta de afinidad, en lugar
de ofendernos, sencillamente debemos pensar que hemos topado con un miembro de
ese 50%. Es alguien que pertenece a otro club, como cuando encontramos por la
calle a un aficionado con la camiseta del equipo rival. No es necesario hacer
de ello un drama.
Gran
parte del sufrimiento de los que se sienten en deuda con el mundo obedece a
puras conjeturas sin ninguna base real.
¿De dónde viene
toda esta ansiedad? Según afirma Joyce Meyer en su libro Adicción a la
aprobación, “la constante necesidad de aprobación se debe a una inseguridad
que, en algunos casos, tiene su origen en un abuso sufrido en el pasado, ya sea
físico, verbal o emocional”. Para superar la inclinación de gustar, explica,
“hay que enfrentarse a las emociones negativas que esta conlleva y que
normalmente son sentimientos de culpa, vergüenza e ira”. El paso más importante
es aceptarse tal como es uno. La necesidad de gustar cambia cuando apartamos el
foco de la mirada ajena y decidimos respetarnos y amarnos a nosotros mismos.
Aunque llevemos muchos
años malviviendo para complacer a los demás, todo se transforma en el momento
en que tomamos conciencia de lo que hacemos y, sobre todo, de por qué lo
hacemos. Las siguientes preguntas, sencillas y directas, nos ayudarán a
esclarecer si nuestra forma de actuar tiene sentido:
¿Busco
complacer a esta persona o a este grupo de gente porque me une a ellos un
afecto profundo? ¿O existe otro motivo?
¿Qué
sucedería si yo dejara de actuar en función de lo que creo que esta persona o
este grupo esperan de mí? ¿De qué manera cambiaría mi vida si yo modificara mi
comportamiento? ¿Sería peor o solo diferente?
¿Cómo actuaría
en cada situación si atendiera en primer lugar a mis propios deseos y
necesidades?
¿Por qué no
atiendo a ellos? Si es a causa del miedo, ¿qué es lo peor que podría suceder?
¿Soy capaz de
hacer cosas que tienen significado para mí, independientemente de lo que agrade
o desagrade a los demás?
Esta clase de
diálogo interno puede ser muy iluminador, ya que nos ayuda a entender lo que
hacemos, y por qué. Nuestro objetivo debe ser alcanzar el compromiso con
nosotros mismos para, desde la sinceridad y sin dejar de prestar atención a
nuestras necesidades, relacionarnos con los demás de forma saludable.
Lógicamente, si
ponemos en marcha un cambio de prioridades, no nos faltarán las críticas o la
gente en nuestro entorno que dirá sentirse defraudada al estar acostumbrada a
ciertos privilegios. Sin embargo, quienes de verdad nos quieren no tardarán en
acostumbrarse y, si desean lo mejor para nosotros, nos apoyarán en el cambio.
Una
vez asumimos que
no tenemos por qué gustar a todo el mundo, del mismo modo que sabemos que
existen personas que no nos agradan por sus modales, valores o forma de
proceder, recobramos la libertad para vivir y sentir desde la autenticidad.
Cuando nos aceptamos plenamente a nosotros mismos y respetamos la libertad de
los demás, que no tiene por qué comulgar con nuestra forma de ser, ganamos un
espacio precioso en nuestra vida para compartir nuestro tiempo, ideas y
sentimientos con personas con las que sí tenemos complicidad.
Liberados del
deseo de llevar a nuestro terreno a aquellos que nada tienen que ver con
nosotros, contaremos con un caudal de energía y amor inesperados. Estaremos
cambiando una deuda ficticia con el mundo por un sentimiento de gratitud. Esta
sensación nacerá de la oportunidad de compartir lo mejor de nosotros con
quienes, desde el reconocimiento y la libertad, quieran acompañarnos.
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