Lucía CancelaLA VOZ DE LA SALUD-LA VOZ DE GALICIA 12/10/2025
Varios expertos analizan la posibilidad de tratamiento que hay para abordar éste en la población y explican los síntomas más frecuentes
El mensaje ha ido calando. La depresión es mucho
más que estar triste o de bajo de ánimo. Este trastorno interfiere
en las capacidades con las que uno se enfrenta al día; obstaculiza su habilidad
de pensar, de aprender o de desarrollarse en lo social, laboral o académico.
Existen diferentes niveles de severidad: leves, moderados o graves. La
experiencia varía de una persona a otra y bebe de su entorno cultural, de sus
valores personales, creencias y hasta lenguaje.
Es habitual que el paciente se sienta triste o irritable la mayor
parte del tiempo, pierda interés en actividades que antes disfrutaba, tenga
sentimientos de desesperanza, ganas de llorar sin motivo aparente, pérdida de
energía o cansancio, así como problemas para conciliar el sueño o sentimientos
de inutilidad o culpa. Entre los síntomas, también
aparecen las dificultades de memoria, los pensamientos negativos; y a un nivel
físico, dolor de cabeza, palpitaciones o molestias abdominales, y
preocupaciones constantes.
Dar con las causas no es tarea sencilla. El trastorno depresivo es
fruto de la interacción entre agentes sociales, psicológicos y biológicos.
Existen factores predisponentes, precipitantes y mantenedores. Los primeros
serían aquellos que hacen que la persona sea más vulnerable; los precipitantes,
situaciones de estrés que puedan actuar como un inductor de la aparición; y
finalmente, los mantenedores, aquellos que provocan que la depresión perdure en
el tiempo. «Existen casos de depresiones más endógenas, más biológicas, que son
las que parece que no tienen ninguna causa externa; y otras más exógenas, en lo
que pesa mucho más el entorno, por ejemplo, vernos en el paro cuando ya somos
mayores», precisa el doctor Luis
Gutiérrez Rojas, vocal de la Sociedad Española de Psiquiatría y
Salud Mental (Sepsm). De ahí la importancia de hacer, según el experto, una
buena historia clínica.
A la par, existen factores protectores. Es decir, aquellos que
reducen el riesgo de padecer este tipo de trastorno o, si alguien ya lo sufre,
que mejore. Es el caso del apoyo social o de los posibles tratamientos.
Josep Vilajona, coordinador de la División de
Psicología de la Salud del Consejo General de la Psicología, destaca el papel
que tiene su profesión a la hora de diagnosticar un trastorno depresivo: «El
papel de la psicología es discernir si hay un trastorno que puede ser de
componente genético o fisiológico, que es una minoría, o si hablamos de una
depresión exógena», señala.
Es más, para el experto, hay muchas depresiones que se están
diagnosticando como tal cuando, en realidad, se trata de un trastorno del ánimo relacionado con
elementos del entorno como, por ejemplo, un despido o una exigencia muy
elevada en un puesto de responsabilidad. «La terapia mejora la relación de
ese sujeto con su entorno, sea cual sea, porque optimiza sus habilidades, que
todos tenemos, y ayuda a que esa persona se desempeñe de mejor ánimo», apunta.
Depresiones resistentes a
fármacos
Precisamente, las opciones de abordaje hacen que la psiquiatría
viva, en la actualidad, un momento de innovación y transformación. ¿La razón?
Cada vez se puede dar una mejor respuesta a los pacientes que, hasta hace no
mucho, no encontraban mejoras para su trastorno. Es el caso de la depresión resistente o refractaria, que no
progresa de manera positiva a pesar de recibir el tratamiento.
Sobre el papel, esta situación implica que «el paciente no
responde a, al menos, dos antidepresivos, a dosis completa y en el espacio
temporal suficiente», adelanta Álvaro
Moleón, psiquiatra en Hospital Virgen del Rocío de Sevilla y
director médico en Instituto Andaluz de Salud Cerebral, que precisa: «No vale
con quitar el fármaco a la semana. Hay que estar, mínimo, seis u ocho a dosis
máximas, y de distintas familias de antidepresivos».
Los psiquiatras están acostumbrados a ver testimonios de este
tipo, ya que representan a entre el 25 y el 30 % de las depresiones mayores en
general. «Es mucho más frecuente de lo que creemos», apunta el especialista del
hospital andaluz. Esta forma de patología guarda una profunda relación con el
suicidio. De hecho, esta asociación incrementa la preocupación por quienes la
padecen.
Se vuelve resistente porque, en palabras del doctor Moleón,
«existen factores de riesgo» para que así suceda. El primero de ellos es que
haya una comorbilidad. Es decir, que la depresión conviva con otras patologías,
ya sean psiquiátricas como el TOC, o
físicas, como una EPOC.
Otra variable de peso es que la persona haya sufrido un trauma en
la infancia u otros episodios depresivos previos. «Cuando una persona sufre varias
depresiones a lo largo de su vida, es más probable que las recurrentes se
conviertan en resistentes», puntualiza el doctor Moleón, que añade: «Cuanto más
tiempo padezca la persona una depresión, más se puede dificultar el abordaje y
hacer que se convierte en resistente».
Opciones de tratamiento
Cuando un diagnóstico de depresión llega a la consulta, el
abordaje se debe dividir en tres esferas: la biológica, la psicológica y la
social. En la primera, destaca Gutiérrez Rojas, se encuentran los tratamientos
farmacológicos y físicos. En el plano psicológico, destaca la terapia, donde se
sitúan diferentes corrientes.
Y, finalmente, lo social, que tiene que ver con el entorno que
rodea al paciente y a cambios en el estilo de vida. «Lo interesante —cuenta el
psiquiatra— es que no nos quedemos en un compartimento estanco, sino que si le
recetamos un antidepresivo,
también se haga psicoterapia y le animemos a hacer modificaciones en sus
hábitos», expone.
En general, cuenta Moleón, el abordaje de la depresión sigue una
escala terapéutica cuya base es la intervención psicológica, y cuando esta no
es suficiente, se continúa hacia el uso de antidepresivos o combinaciones de
fármacos. «Cuando el antidepresivo no
funciona, cambiamos a otro. Y si esto tampoco surte efecto, pasamos a
combinarlos con un potenciador, como un antipsicótico», expone el psiquiatra
andaluz.
Así, la escala de tratamientos comienza con la terapia y continúa
con un primer antidepresivo. «Si esto no funciona, cambiamos a otro. Y si estos
dos, junto a la psicoterapia no funcionan, ya pasamos a potenciar con algún
tipo de fármaco como un estabilizador del ánimo o un antipsicótico que
tenga algún efecto antidepresivo».
Los primeros antidepresivos usados clínicamente fueron los tricíclicos y los inhibidores de la monoaminooxidasa (IMAO).
Los primeros reciben este nombre por su estructura química (tres anillos), y su
mecanismo principal —aunque no exclusivo— es bloquear la recaptación
(transporte de retorno) de neurotransmisores como la serotonina y la
norepinefrina, lo que eleva su concentración en la sinapsis. El problema es que
actúan sobre muchos otros receptores lo que eleva el riesgo de efectos secundarios.
Por ello, hoy en día, su uso está limitado e inclina la balanza
hacia los inhibidores selectivos de la
recaptación de serotonina (ISRS). Esta familia de fármacos
se sitúa con frecuencia en la primera línea de tratamiento, por su mejor tolerabilidad.
Además, existen otros fármacos con acción dual como los inhibidores selectivos
de la recaptación de la serotonina y de la noradrenalina, e incluso, de la
dopamina. Este grupo «aumenta la concentración de los neurotransmisores en la
sinapsis, es decir, en la comunicación entre neuronas», explica
Gutiérrez-Rojas, que añade: «Mejoran la conexión de estas células nerviosas
entre sí, porque cuando uno está deprimido hay un déficit».
De los monoaminérgicos a lo glutamatérgico
En los últimos años, se han investigado fármacos que actúan sobre
el sistema glutamatérgico, con el objetivo de inducir efectos antidepresivos
rápidos y promover la neuroplasticidad. «Mejora lo que llamamos la
arborización. En este caso no es tanto el neurotransmisor, sino que las
dendritas, que serían los deditos de las neuronas que las conectan, aumentan»,
puntualiza el psiquiatra madrileño. Sin embargo, cuando todas estas opciones
chocan contra un muro, entran en juego alternativas más agresivas: la esketamina intranasal, la estimulación magnética transcraneal (EMT)
y la terapia electroconvulsiva.
La primera se comercializa bajo el nombre de Spravato. Llegó como
una revolución para luchar contra las depresiones
más graves, que llevaban décadas sin avances farmacológicos. Es el primer
medicamento antidepresivo de acción rápida y está indicado para pacientes con
un trastorno depresivo mayor resistente al tratamiento. Actúa desde la primera
dosis y funciona modulando el sistema glutamatérgico, no el serotoninérgico ni
el dopaminérgico como los antidepresivos tradicionales.
De la EMT, el doctor Álvaro Moleón se sitúa como una de las
mayores referencias en España. Acaba de publicar un estudio en la revista Clinical Neurophysiology, presentado en el
marco del de las III Jornadas de
Actualizaciones en Neuromodulación, celebradas en Sevilla
y organizadas por la Sociedad Española de Psiquiatría Clínica (SEPC), donde
demostró que esta terapia logró la remisión de la depresión en el 41 % de los
pacientes participantes; de la ansiedad en uno de cada tres; y la ideación
suicida, en más del 60 %.
La estimulación
magnética transcraneal es una terapia física de neuromodulación
no invasiva, que no necesita anestesia, la cual permite modular la actividad el
córtex cerebral a través de un campo magnético que se genera con una bobina
situada en la superficie del cráneo. «En la depresión hay una hipofrontalidad,
es decir, una menor actividad de la corteza prefrontal del cerebro. Además,
también hay una hiperactividad de la corteza cingulada subgenual anterior»,
detalla el psiquiatra. Esta terapia produce, por un lado, una excitación en la
zona prefrontal dorsolateral izquierda, «de forma que contrarrestamos la
hipofrontalidad que hay en el cerebro depresivo», y una excitación en otra
parte de esta zona, «que está anticorrelacionada con la corteza cingulada
subgenual anterior, con lo que consigo su inhibición». Con la estimulación
magnética transcraneal, «si yo excito una zona e inhibo la otra, contrarresto
el efecto patológico que tiene el cerebro del paciente», expone.
De esta forma, la terapia acaba alterando o modificando un
circuito neuronal que no está funcionando como debe. «Es algo mucho más
focalizado que los antidepresivos. El paciente está despierto en todo momento,
es a nivel ambulatorio y los efectos secundarios son muy pequeños, como un
dolor de cabeza que suele pasar con el paso de las sesiones», apunta. La
consecuencia más temida es la convulsión, pero el psiquiatra descarta que sea
frecuente: «Ocurre en uno de cada 30.000 o 40.000». Se recomienda dar treinta
sesiones de media para ver resultados, aunque puede haber variaciones
individuales. ¿En qué se mide la mejora? En valores tanto objetivos como
subjetivos.
Finalmente, la terapia
electroconvulsiva, que se sigue considerando una de las opciones más eficaces en
episodios de depresión graves o refractarios. Consiste en aplicar una corriente
eléctrica controlada al cerebro, lo que provoca una breve convulsión
terapéutica. Con ello, se consigue mejorar la conexión cerebral y aumentar la
concentración de neurotransmisores, lo que atenúa los síntomas.
La realidad actual de este tratamiento dista mucho de la mala
imagen que tiene para algunas personas. Se realiza con anestesia general y el
paciente está monitorizado en todo momento. «A veces, tiene mala fama pero
salva muchas vidas», destaca el doctor Gutiérrez Roja