ANALÍA IGLESIAS |
Esauira | El País
| 14/11/2019
La actriz
y realizadora Maimouna N’Diaye, jurado en el último festival de Cannes, trabaja
por la dignidad de los enfermos mentales, abandonados a su suerte en las calles
de Burkina Faso.
Aunque África no sea un solo país, hay
hijos e hijas de este continente que eligen ser panafricanos. Maimouna N’Diaye, actriz y
realizadora, jurado en la última edición del prestigioso Festival de
Cannes, es una de ellos: se define como panafricana, y lo suyo no es mera
provocación. Es verdad que, en el fondo, los países africanos están ligados a
la suerte de aquellas fronteras arbitrarias, trazadas por los conquistadores
sobre plano, sin tener en cuenta las comunidades étnicas ni los ríos, ni las
montañas ni sus cumbres, ni los padres ni los hijos, ni los nómadas del
desierto en sus caravanas. Pero, en el caso de Mouna (como le gusta llamarse
entre amigos), sus orígenes tienen raíces en muchos puntos de la geografía
africana y ella ha optado por instalarse en una región de su continente
diferente a las de sus ancestros, para trazar su propia trayectoria y contar la
vida desde allí.
“Soy hija de madre nigeriana, pero
jamás puse un pie en Nigeria. Mi padre es de origen senegalés, del norte, donde
nace el gran río. Pasé mi infancia en Guinea Conakry, fui a realizar mis
estudios de arte dramático en Francia y, en un momento, supe que tenía que volver
a África e instalarme allí, en un lugar donde creara mis propias referencias,
que no fuera conocido para mí; así, viví en Costa de Marfil, Níger y Mali (por
cierto, la familia de mi abuelo viene de Mali y él era carnicero e iba de
ciudad en ciudad ofreciendo su mercancía). Tengo parientes en todos los países,
pero vivo en Ouagadougou, Burkina Faso”, explica la protagonista de El ojo del huracán, de Sékou Traoré, un filme que
abordaba el asunto sangrante del destino de los niños soldados, víctimas y
victimarios de las injusticias que muchas veces traen otros a este continente,
y por el que ella ganó el premio a la mejor interpretación femenina en la
Fespaco.
Encontramos a Mouna en Esauira, la
ciudad marroquí que alberga un foro sobre las violencias y la violencia, en el
que ella participa como ponente para decir, sin temor a que la identidad se le
desvanezca: “¿Por qué he de pertenecer a una sola cultura?”.
Hoy, los europeos celebran la presencia
de N’Diaye en todos los escenarios, porque es portadora del apellido “Cannes”,
que bendice todo lo que toca. Aunque Mouna viene trabajando desde hace décadas
en el cine grande del mundo, con papeles en películas como La caza de la mariposa (1992)
o Jardines en otoño de Ottar Iosseliani, o como una
de las voces de la popular Kiriku y la bruja (1996), entre otras. A partir
de 2009, gracias a su imparable carrera fílmica y de televisión, ha sido una
presencia habitual en el Festival más importante de cine africano, la Fespaco, que se celebra en Ougadougou.
Pero, en realidad, Maimouna venía
dedicando su energía cotidiana a trabajar en acciones teatrales terapéuticas en
la comunidad, con las técnicas del Teatro del Oprimido que aportó el pedagogo brasileño
Augusto Boal, desde los días de Abidjan, a mediados de la década del noventa,
con la troupe del Ymako Teatri. Todo esto hasta que un día descubrió que
alguien muy cercano se encontraba en la calle, hablando solo, como uno de esos
seres invisibles que todos ignoran, y se decidió a documentarlo.
La película de N’Diaye es apenas un punto de partida
para comenzar a indagar en las infinitas aristas de la locura, o el desamparo y
sus contextos.
“Con mi cámara fui al encuentro de
aquellos que uno no filma jamás en África, esos que nos dan miedo o vergüenza,
aquellos a quienes llamamos ‘locos’. Cuando me gané su confianza, seguí su
pista hasta dar con los familiares en sus búsquedas desesperadas de curación,
entre médicos, sanadores, pastores o imames. De esa experiencia nadie sale
indemne, porque entre los locos y los que les curan no sabemos dónde está la
frontera que separa la sabiduría de la locura. A cualquiera le puede pasar”.
Así es como N’Diaye describe la génesis de su documental Le fou, le génie et le sage (El loco, el genio y el sabio, de
2018).
En la calle, N’Diaye se encontró con
intelectuales, niños autistas “bombardeados a medicamentos” y otras “patologías
de las que la sociedad es la responsable” y, en las oficinas públicas, dio con
números que dejaron sin habla, como que en Burkina Faso hay 10 psiquiatras para
dieciséis millones de personas. Así, la realizadora fue adentrándose poco a
poco en condiciones tan inestables como la cordura o la “normalidad” y, en el
caso africano, atravesadas por la irreparable humillación y la incomprensión que caracterizó a
los patrones coloniales, que han dejado una herida que aún no termina de cerrar. Y,
hay más, porque en esa delgada línea entre la sabiduría y el sufrimiento
también se balancea la particular ambivalencia africana de una existencia
densamente habitada por la dimensión mágica, invisible, que suele tener tanto
peso como la vida a la que solemos llamar “real”.
Los djins del Corán, espíritus como Eshu o los
ancestros que siguen tomando decisiones a través de bisnietos y tataranietos
dan cuenta de una espiritualidad presente en cada pequeña acción cotidiana, y
que transcurre por debajo de los acontecimientos visibles, con una potencia
indiscutible. ¿Cómo defenderse de un brujo o cómo es posible aliviarse tras los
rituales prescritos por el curandero?, se preguntarán los pragmáticos ojos
occidentales, del mismo modo que otros podrían cuestionar por qué confiar a pie
juntillas en diagnósticos descritos sobre papel, para otras realidades y
protocolos que en nada se parecen a los de Ouaga (como sus habitantes llaman a
la capital de Burkina).
La película de N’Diaye es apenas un
punto de partida para comenzar a indagar en las infinitas aristas de la locura,
o el desamparo y sus contextos. El trabajo continúa fuera de la pantalla, ya
que la actriz y realizadora es la fundadora y coordinadora de la Asociación Maumoundi para devolver la dignidad a las personas que se han
aislado de esto que los demás llamamos realidad. El cine es apenas un aliado, a
ambos lados de la frontera de la cordura.
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