SOCIEDAD
ESPAÑOLA DE MEDICINA HUMANITARIA | 20/02/2017
Francisco Martínez Granados*
y Emilio Pol Yanguas**
Es
frecuente que muchas personas etiquetadas como “enfermo mental grave y
persistente” reciban prescripciones de una amplia gama de fármacos,
principalmente antipsicóticos. Muchos pacientes encuentran una ayuda en estos
tratamientos, pero otros muchos encuentran que este beneficio es pequeño o
ausente y a costa de muchos inconvenientes. Una gran parte del trabajo de los
profesionales de salud mental consiste precisamente en convencer a los
pacientes de lo contrario. Cuando el paciente se resiste a los argumentos del
profesional, entonces los esfuerzos de estos se suelen dirigir a “obligar” al
paciente a tomar la medicación, justificándose en la falta de “conciencia de
enfermedad”. El psiquiatra se convierte en juez y parte. No es cierto que los
enfermos mentales no tengan conciencia de tener un problema. La discrepancia
suele estar en la naturaleza de la solución que le dan los profesionales.
Imagine
por un momento que un medicamento que le produce efectos desagradables le es
administrado a la fuerza o con coerción, sin su consentimiento, y durante todo
un trimestre. Pero qué pensar si además los tratamientos son administrados a
dosis superiores a las recomendadas, en mezclas no experimentadas y para
indicaciones no autorizadas. ¿No es demasiada incertidumbre? ¿No entraría esto
dentro de lo que se conoce como uso experimental? ¿Están los enfermos mentales
sometidos a experimentación no controlada? ¿Consideraría esto una violación de
derechos humanos básicos? Recientemente se ha comercializado un antipsicótico inyectable
intramuscular para aplicación trimestral. Su eficacia dista de haber sido
demostrada adecuadamente, dados los defectos de los ensayos clínicos que apoyan
su comercialización. Sobre él se ha hecho mucha propaganda -bordeando la
ilegalidad- en forma de artículos de difusión científica en la prensa general.
No olvidemos que en Europa no se permite la publicidad directa a los
consumidores de medicamentos de prescripción.
La
esperanza de vida de los enfermos mentales es de promedio unos veinte años menor
que la población general. Aunque en los últimos decenios la esperanza de vida
de la población, y también de los enfermos mentales ha aumentado, la diferencia
entre ambos colectivos ha aumentado. Los efectos adversos de los
medicamentos no parecen ajenos a este hecho. Los psicofármacos tienen
consecuencias deletéreas en contra de la salud entendida como recurso
fundamental para la vida. Sin estos recursos vitales, que los fármacos en
ocasiones bloquean, es muy difícil que una persona pueda afrontar situaciones
críticas y adversas y trascenderlas hacia la construcción de realidades
psico-sociales más soportables y de bienestar.
Si
los datos de eficacia de los medicamentos para la psicosis y otras
esquizofrenias son deficientes, mucho más lo son los datos referentes a su
seguridad y tolerabilidad. La investigación de los efectos lesivos es mucho más
deficitaria. De manera sistemática son especialmente ignorados los efectos
desagradables subjetivos. Pero en definitiva, ¿no se trata de mejorar la
percepción subjetiva de bienestar?.
Pero
esto no es todo: si el sujeto diagnosticado se rebela contra los que le quieren
drogar contra su voluntad, lo que le espera es la contención mecánica,
eufemismo de “atarle a la cama con correas”. Barbarie sobre barbarie, que cometen
sobre él por no aceptar la droga que le dan esos mismos que le prohíben la
droga que quiere. Así hasta doblegar al “rebelde”, pero la degradación humana
no puede representar un objetivo terapéutico.
Mientras
que hay recursos sin límites para este tipo de “terapias coercitivas”, de
“contención” de las personas diagnosticadas de trastorno mental, se escatiman
recursos para la “rehabilitación y recuperación”, se escatiman
recursos para permitir que los diferentes vivan sus vidas, se prefiere
anularlos antes que permitírselo. Cuando se han creado recursos
habitacionales para estos pacientes, se ha puesto a empresas de seguridad a
gestionarlos. Parece que la prioridad no es la recuperación si no al contrario
la custodia y separación del resto de la sociedad. Se les extirpa la
posibilidad de formarse como sujetos de su propio destino, a través de camisas
de fuerza moleculares.
Crecen
las cifras de ganancias de los fabricantes de antipsicóticos y se reducen las
ayudas sociales para estos mismos pacientes. El coste mensual en medicamentos
de dudosa eficacia y de daño seguro que reciben estos pacientes alcanza
fácilmente los 500 a 1.000 euros mensuales, mientras que las pensiones, si es
que la reciben, no llegan a 500 euros en la mayoría de las ocasiones. ¿A qué
razones obedece tan tremendo disparate?. Probablemente tengamos la
respuesta en la concepción del ser enfermo como “ente” generador de consumo,
como instrumento para el beneficio del capital, y no como “ente”
cargado de la dignidad plena de la persona.
*Francisco Martínez Granados es Master en
Neuropsicofarmacología y Toxicomanías por la Universidad Victor Segalen
(Burdeos, Francia) y Educador en Salud en la Escuela Comunitaria en Salud “La
Plaza” de Alicante. **Emilio Pol Yanguas es Master en Medicina Humanitaria y
Doctor en Medicina Experimental por la Universidad Miguel Hernández. Ambos son
licenciados en Farmacia y Especialistas en Farmacia del Sistema Nacional de
Salud.
Alabo la valentía de los dos profesionales que firman este artículo, pero como paciente he de decir a favor de los psiquiatras que me han tratado que nunca me he sentido coaccionada a tomar una medicación prescrita por ellos. Pienso que buscan solución a mi problema y si algún fármaco me ha sentado mal, han dicho que dejara de tomarlo o me han recetado otro.
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