Catherine L'Ecuyer | elSubjetivo | 25/04/2020
"Si no hay reconocimiento interior y personal de la verdad, no hay aprendizaje"
Es así porque lo digo yo. Esa es la
huella del conductismo del que nos lamentamos en educación. Según esa visión,
el niño sería un ente vacío sin predisposición o interés hacía el aprendizaje y
el descubrimiento de la verdad. La fiebre por encontrar el método mágico con el
fin de conseguir los resultados educativos deseados caracteriza toda la
historia de la educación, desde Comenio.
Pero educamos a un ser libre, por lo tanto, educar siempre será un riesgo.
Quien no quiera asumir ese riesgo o tenga un prejuicio que le haga entender la
libertad en términos de desenfreno o de desorden, está abocado a rendirse a
métodos mecanicistas que ignoran ese riesgo.
Agustín de
Hipona trata esa cuestión introduciendo la idea del reconocimiento
interior y personal de la verdad: «Una vez que los maestros han explicado la
materia, entonces sus alumnos juzgan en sí mismos si han dicho cosas
verdaderas, contemplando la verdad de lo que se les ha dicho de acuerdo con su
propia capacidad de reconocerla. Es entonces cuando aprenden». La actitud
activa del aprendiz es la apertura ante la realidad que caracteriza a la
persona que está dispuesta a dejarse medir por ella a través del esfuerzo
paciente.
Para la
mentalidad conductista, la censura encaja
como un guante. Si se supone que la persona no tiene una naturaleza racional
que la capacita, con la ayuda del que sabe, para el reconocimiento de lo que es
cierto, entonces necesita ser tutelada eternamente
en lo que vale o no la pena ser leído. La censura implica que la jerarquía es
la única fuente de reconocimiento de la verdad, asume que la persona es incapaz
de comprender el contexto, incluso le impide intentarlo, emitiendo veredictos
definitivos en asuntos que deberían considerarse provisionales a la espera de tener
toda la información.
La censura
debilita el instinto por medio del cual el maestro interior del que hablaba San Agustín
permite reconocer lo que es cierto y lo que no. Pero como decía Georges Orwell, «pueden
forzarte a decir cualquier cosa, pero no hay manera de que te lo hagan creer.
Dentro de ti no pueden entrar nunca». Si no hay reconocimiento interior y
personal de la verdad, no hay aprendizaje. Ese reconocimiento no es un proceso
cómodo, el autor de 1984 decía
que ver lo que tenemos delante de nuestras narices requiere una lucha
constante. El mundo de la censura, en cambio, es fácil, pasivo y sin matices:
es el mundo binario del falso o verdadero. La realidad es más compleja; la
sabiduría se encuentra en los matices y la investigación honesta en la
generación de hipótesis abiertas. La sana duda es la cualidad imprescindible de
los sabios, no solemos encontrarla en los fanáticos.
Sustituyendo
al juicio mental humano, la censura le adormece, haciéndole reaccionar cada vez
más como los algoritmos que censuran, hacia la ignorancia o el fanatismo.
El ignorante es manipulable, tiene lo que Orwell llamaba «la mentalidad de
gramófono»: le gusta el disco que está sonando, cual sea el que suene. Luego
está el fanático. Al ver una foto o un logo, enseguida se pone en marcha el
algoritmo mental en el que ha estado entrenado, solo encaja la noticia en sus
estrechas categorías mentales. Quien es incapaz de leer a alguien con el que
discrepa, quien siente la necesidad constante de alinearse con la narrativa
oficial de un grupo concreto al que defiende de forma incondicional, no es que
esté convencido de lo suyo, es que ha renunciado a ser persona a favor del
colectivo. Como es lógico, cada persona tiene una percepción distinta del
universo, y estar convencida de esa visión no es algo peyorativo; el fanatismo
reside en no aceptar que pueda haber personas que vivan en universos distintos
al nuestro y querer acallarlos controlando sus pensamientos.
Ningún
algoritmo debería servir de muleta a la capacidad de discernir y juzgar con
prudencia o sustituirse a lo que caracteriza el ser humano: su naturaleza
racional, su apertura a la realidad, su deseo de conocer. La forma adecuada de
luchar contra las noticias
falsas es con más información, educación, rigor y contexto.
La educación consiste precisamente en la transmisión del contexto, algo que no
puede ocurrir en un mundo descontextualizado como es el de Internet. Por ese
motivo, la mejor preparación de nuestros jóvenes para el mundo online es el mundo offline. Y las herramientas que
nos proporciona la democrática ante la mentira son la información y la
educación (para corregir el error), la vía judicial (para la difamación, la
calumnia o los atentados a la seguridad), la indiferencia (cuando lo que se ha
dicho es una impertinencia) y la réplica argumentada (cuando el interlocutor es
honesto y abierto al diálogo).
Si la libertad
de expresión y de prensa solo se contemplan en términos de desorden y
desenfreno, entonces habrá que instaurar un Ministerio de la Verdad que
controle todo lo que se dice repartiendo sellos de Nihil Obstat. Si pensamos que
la cantidad de ignorantes y de fanáticos es tal que la censura es inevitable,
entonces hemos de estar preparados para que aumente de forma exponencial. Y si
dejamos que eso pase, habremos caído tan bajo que tendremos que volver a
explicar a quienes no están en condiciones de escucharlo que el agua moja y que
el fuego quema.
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