SUSANA M. OXINALDE | deia.eus |
19/02/2023
Los contenidos de
las redes sociales no pasan siempre por mostrar seres felices y ufanos. El
algoritmo de las aplicaciones conduce a entornos que retroalimentan trastornos
depresivos en una etapa en la que la personalidad se moldea. Varias demandas
exigen a las plataformas cambiar sus parámetros para no dañar la salud mental de
los más vulnerables.
Es conocido
el impacto positivo de las redes
sociales en nuestra sociedad: nos ayudan a conectarnos,
hacen la comunicación más veloz, ofrecen compañía en casos de aislamiento y son
una buena herramienta para hacer amigos, recuperar a quienes habíamos pedido la
pista o relacionarnos con personas afines a nosotros además de potenciar
nuestras habilidades digitales. Sin embargo, existe una cara B de las redes que
está impactando de forma preocupante en la salud mental de aquellos cuya personalidad se está desarrollando:
los adolescentes.
Según el
informe de la OMS Health
for the world’s adolescents, la depresión ya es la causa
principal de enfermedad entre los jóvenes entre 10 y 19 años. Pero ¿qué papel
juegan las redes sociales en este escenario? Su concurrencia ¿hasta qué punto
posee un papel importante en la angustia que algunos de ellos viven?
Para el
psicólogo clínico Marino Pérez Álvarez, las redes sociales que supuestamente
iban a conectarnos, en realidad “ponen
a unos y a otros juntos en soledad”. En su ensayo El individuo
flotante (Ed. Deusto) refiere un concepto muy relacionado con las sociedades líquidas que
Bauman acuñó hace dos décadas. El individuo flotante “alude a ligereza,
la levedad del ser y falta de
anclaje en algo sólido y duradero cuando uno está a
expensas de modas, tendencias e influencers de turno”, señala. Un “siglo de la
soledad” que las redes sociales han llevado
al extremo y donde el individualismo ha encontrado un amplio campo
para desarrollarse.
El
mundo de los adolescentes pudiera parecer que se amplía, su mundo es más grande
que aquellas generaciones que no disponían de teléfonos móviles y es posible
que sea más enriquecedor, con mayores grados de elección, pero también es más ficticio, una “burbuja
donde uno se alimenta únicamente de lo que le gusta, empobrecido con las mismas
opiniones y gustos que le sirven los
algoritmos y las comunidades que piensan igual”, afirma Pérez,
miembro de la Academia española de Psicología. Y añade: “El espejismo está servido
cuando uno confunde el mundo con la carpa bajo
la que está”.
BOOM DE SERES FELICES
Es el tipo
de individuo que caracteriza a la sociedad de nuestro tiempo donde las redes
sociales en lugar de disminuir los malestares, en ocasiones los aumenta con
el bombardeo continuo de aquello
que hayamos buscado. Las redes son capaces de crear entornos
que se reproducen para desarrollar personas
narcisistas y realimentar la depresión. Ambos términos no
son incompatibles porque, según el psicólogo, “el narcisista es tanto más vulnerable que otros a la
frustración y la depresión. Su ego es difícil de satisfacer”. Y en este punto
emerge la envidia como el gran pecado capital de las redes sociales, ese
sentimiento que solo se alimenta de sí mismo, molido por un positivismo tóxico
y la búsqueda constante de felicidad
a mostrar al mundo como en el caso de los anuncios
“que maquinan la envidia a través de suscitar deseos de cosas deseables porque las tienen o desean
otros” - sostiene Pérez- “no por lo que valen por sí mismas”.
Mostrar
felicidad en una etapa de la existencia en la que el balance sobre la vida de los
individuos simplemente no tiene sentido puesto que está
comenzando, da lugar a situaciones de angustia e insatisfacción porque “cuando uno mide la vida con la felicidad, está
perdido”. Para Pérez, “la vida tiene cosas más importantes que
ocuparse de ser feliz. ¿Qué puedes esperar de alguien feliz? Ya no necesita
nada más”.
ALGORITMO
MACHACÓN
Pero cuando
el joven está enganchado y
la propia aplicación le hace transitar cada vez que se conecta por contenidos
que pueden inducir a autolesionarse,
hablamos del reverso de este virus global de individuos felices. “Más que
trastornos mentales”, afirma Pérez, “los adolescentes tienen crisis existenciales conforme
están en edades complicadas de transición, exploración, búsqueda y reubicación
en la vida”.
El algoritmo nos conoce en
lo bueno y en lo malo y esa información puede impactar en alguien vulnerable,
más si cabe cuando su personalidad, como es en el caso de la adolescencia, se
está formando, una etapa además en la que aparecen los trastornos mentales, y
si tiende a la depresión o
al bajo nivel vital, puede suponer un cóctel peligroso.
En estos
casos, llevar a los jóvenes más propicios a entornos y contenidos donde se repitan machaconamente los
mensajes puede hacer corresponsables a las grandes tecnológicas de una crisis
de salud mental en los adolescentes del mundo. Varios colegios públicos de la
ciudad de Seattle, nicho de gigantes como Microsoft o Amazon, han sido los
últimos en sumarse a las demandas hacia
Meta, TikTok o Youtube que explotan el sistema de recompensas en el cerebro
para que los usuarios no abandonen las aplicaciones y vuelvan una y otra
vez produciendo una ‘dopamina
digital’ que puede dar lugar a enganches similares a las
adicciones a sustancias. Son las llamadas ‘adicciones comportamentales’, que el
psicólogo clínico define cuando “uno ya no puede dejar de conectarse y está
perjudicando otros aspectos de la vida como las relaciones, los estudios o el
sueño”.
Pero ¿son
las empresas responsables del daño debido a su diseño? ¿Sus efectos pueden
considerarse como el tabaco?
¿Hay una causa-efecto? La iniciativa de Seattle no persigue eliminar las
redes y plataformas sino cambiar
la forma en la que operan, por ejemplo, con leyes como la que
promulgó California hace unos meses para obligar a las aplicaciones a poner al
alcance del lenguaje de los menores la comprensión de sus políticas de
privacidad. En definitiva, rediseñar los productos de las compañías en provecho
de los niños y establecer
límites a las grandes tecnológicas cuando afectan a los
menores porque añade Pérez Álvarez, “alguien tendrá que proteger el bien
común”.
El ‘caso Rusell’
Un tribunal de Londres dictaminó el
pasado octubre que la joven británica Molly Rusell murió por “un acto de autolesión mientras
sufría depresión y por los efectos negativos del contenido on
line”. Directivos de Instagram y Pinterest declararon en el proceso tras
el suicidio de la joven de 14 años en 2017. En su correo electrónico se halló
un mensaje de Pinterest titulado Pins
sobre la depresión y, semanas antes de su muerte, Molly había
reaccionado en Instagram a miles de publicaciones referentes a las autolesiones y el suicidio.
Una de las directivas de Meta pidió
perdón a la familia porque la adolescente tuvo acceso a contenidos que violaban las reglas de uso de
la plataforma, como aquellos que romantizan el suicidio y la depresión o los
que invitan a los adolescentes a esconder sus sentimientos o pensamientos
negativos. Molly era según los Russell, una “joven positiva, feliz y brillante
que cayó en el más sombrío de los mundos”. Acudió a la red y el algoritmo,
reenviándole siempre el mismo contenido, no hizo sino favorecer un terrible
desenlace.
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