LAURA MYIARA | lavozdelasalud-lavozdegalicia.es | 10/10/2025
La OMS define este concepto como una capacidad de afrontar los momentos de estrés, no como un estado de felicidad en el que estos problemas estén ausentes
El 10 de octubre
es el Día Mundial de la Salud Mental,
una fecha que promueve, desde el año 1992, esta dimensión de la vida humana de
la que hemos ido tomando cada vez más y más consciencia —y conciencia. Los
expertos coinciden en que el panorama ha cambiado en las más de tres décadas
que han pasado desde que se celebró por primera vez esta efeméride. Hemos
pasado de tratar la patología mental como
un fallo o defecto individual vergonzoso que se debía resolver
mediante la fuerza de voluntad, a una normalización de condiciones y trastornos
como la ansiedad o la depresión. Pedir ayuda
psicológica, al menos para las generaciones más jóvenes, ya no es un tabú y, de
hecho, no es poco común comentar entre amigos los consejos que uno ha recibido
por parte de su terapeuta.
En teoría, esta mayor conciencia debería conducir a
una situación de mejor salud mental para la población. Sin embargo, los casos
de trastornos por ansiedad o depresión, que son los más frecuentes, van en
aumento. No solo eso, sino que las personas acuden a consulta cada vez más por
motivos que antes conseguían resolver por sí mismas.
Esta es la paradoja con la que nos encontramos
cuando analizamos el resultado de treinta años de campañas sobre salud mental:
los esfuerzos bienintencionados en este sentido han sido, por un lado,
insuficientes para revertir el estigma que
sigue rodeando a trastornos como la psicosis y, por otro, se ha caído en
cierta patologización del malestar
cotidiano. Esta situación es una oportunidad de parar, revisar conceptos y
pensar, de cara al futuro, qué queremos como sociedad para la salud mental de
los ciudadanos.
De qué
hablamos cuando hablamos de salud mental
La salud mental, según la
definición de la Organización Mundial de la Salud (OMS), es «un
estado de bienestar mental que permite a las personas hacer frente a los
momentos de estrés de la vida, desarrollar todas sus habilidades, poder
aprender y trabajar adecuadamente y contribuir a la mejora de su comunidad».
En ninguna parte de esta
definición está presente la palabra «felicidad», una elección que no es casual.
«A saúde mental non é un estado de benestar
completo, nin un estado de felicidade. Significa vivir unha vida relativamente
normal, con eses momentos agradables e desagradables que un pode, por si só ou
coa axuda dos que o rodean, afrontar adecuadamente», subraya
el psicólogo José Berdullas Barreiro, vocal de
la Xunta de Goberno del Colexio Oficial de la Psicoloxía de Galicia (Copg) y
Coordinador de su sección Psicoloxía e Saúde.
A la descripción de la
OMS, Javier García Campayo, catedrático de Psiquiatría en la
Universidad de Zaragoza, añade la sensación
de paz mental que se puede experimentar cuando no existen «contradicciones
internas» y cuando hay «una sensación de apoyo social percibido, es decir que
podríamos contar con otros si lo necesitásemos». «Otro aspecto importante para
la salud mental es la sensación de propósito en la vida, que muchas personas no
tienen», observa.
Hasta aquí, lo más básico y
lo que, en gran medida, depende de nosotros. Pero la salud mental va más allá
de ese bienestar básico. «Falamos dun
estado de benestar, pero conseguilo non depende só do aspecto mental.
Tamén inclúe a saúde física e as condicións materiais de vida. O xeito en que
cada persoa vive no seu contexto, obviamente, inflúe na saúde mental. Nunha
situación de guerra, fame ou inseguridade social, a saúde mental non pode ser
boa», sostiene Berdullas.
De dónde venimos y hacia dónde vamos
La irrupción de la salud
mental en el mainstream de
la cultura es un fenómeno relativamente reciente. El siglo XX fue testigo de
una transformación de los modelos de tratamiento. Si hace cien años el enfoque
se basaba en institucionalizar a las personas con trastornos y someterlas a tratamientos
que se centraban en el control, los avances en farmacología
permitieron desarrollar nuevas terapias y cambiaron la perspectiva
predominante. Paralelamente, la terapia cognitivo-conductual comenzó a
desarrollarse en las décadas de los cincuenta y los sesenta del siglo
pasado. El objetivo pasó a ser la recuperación de la autonomía por parte del
paciente.
Para cuando el mundo vio a
Tony Soprano acudir a su primera sesión de psicoterapia, en el 2007, la idea de
salud mental se había transformado por completo, hasta abarcar los ataques de
pánico que sufría este personaje. Patologías que antes no se reconocían como
tales habían entrado en el Manual
diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM) y
poco a poco empezamos a entender que no teníamos por qué convivir con el
sufrimiento.
Pero este punto de inflexión
trajo consigo un cambio en nuestra manera de lidiar con nuestros problemas. La
doctora Pilar Saiz Martínez, secretaria de la Sociedad
Española de Psiquiatría y Salud Mental (Sepsm), observa que «la población
general a veces confunde dificultades o malestares
de la vida cotidiana con un trastorno».
Su percepción coincide con
lo que describen otros expertos. Situaciones frustrantes o dolorosas, pero que
son parte natural de la vida, son cada vez más difíciles de afrontar para los
individuos. «Yo puedo estar trabajando en un ambiente laboral muy tóxico y me
puedo encontrar incómoda por ello, o me puede generar malestar. Pero esos
no son trastornos mentales necesariamente y, por tanto, no serían susceptibles
de un tratamiento psiquiátrico», señala Saiz.
Para García, la causa podría
estar en los propios avances tecnológicos del
último siglo. «En general, cada nueva generación percibe una peor salud mental
que las anteriores y se piensa que la razón tiene que ver con las expectativas. El
desarrollo tecnológico ha hecho que en los últimos 50 años los seres humanos
tengamos la sensación de que cada vez tenemos más control sobre las cosas, por
tanto pretendemos que todo sea como nosotros queremos que sea, pero realmente
no tenemos ese control», señala. Esta distancia que se crea entre cómo queremos
que sea nuestra vida y lo que realmente es podría ser el núcleo del problema.
«Ha bajado la tolerancia a la frustración» porque no estamos acostumbrados a
experimentarla, explica el experto.
Pero detrás de esta
realidad actúan otras fuerzas. Especialmente, la soledad no deseada, que opera
como telón de fondo de una gran parte del malestar que manifiestan los
individuos. «Los disgustos no son trastornos. A veces, en las consultas, las
personas se sorprenden cuando les haces la evaluación y les explicas que no
tiene ningún trastorno. En vez de alegrarse parece que se apenan, porque no es
lo que buscan. Posiblemente, lo que buscan es escucha, comprensión, pero esa no
es la labor de un psiquiatra. No hay tratamiento para lo que no es un
trastorno», explica Saiz.
Hacia dónde queremos ir
Si la salud mental de la
población se encuentra en un valle, está claro que la salida es colectiva.
Los vínculos sociales son los que nos sostienen y
nos ayudan a superar nuestros problemas cuando inevitablemente aparecen. «El
apoyo social percibido se considera el elemento aislado más importante que
mejor predice una buena salud psicológica», destaca García en este sentido.
Pero los demás no solo nos
pueden aportar consuelo en tiempos difíciles, sino potenciar nuestra felicidad.
«Uno de los elementos que se ha demostrado muy consistentemente que se asocia
a felicidad es el desear la felicidad de otros. Hay
un estudio clásico en psicología en el que a estudiantes de psicología se les
daban 20 euros. Sistemáticamente, la gente que se lo gastaba en otros era más
feliz que los que se lo gastaban en ellos mismos», señala García.
Por otra parte, el estigma,
que ha desaparecido cuando hablamos de patologías frecuentes como ansiedad o
depresión, sigue presente si pensamos en otros cuadros, como el trastorno
bipolar o la esquizofrenia. Aún queda mucho camino por andar y en esto,
los jóvenes están a la vanguardia. «As persoas novas teñen moito máis facilidade que as
xeracións anteriores para falar destas dificultades. Falan de problemas
psicolóxicos sen vergoña ningunha e isto aumenta a facilidade coa que buscan
apoio nos seus grupos de compañeiros. Sempre falamos negativamente dos
adolescentes e do mal que fan as cousas en comparación con nós, pero neste
sentido, están por diante de nós», observa Berdullas.
Construir espacios
para la socialización es fundamental en el día a día. «Hay que
hacerse el tiempo. No vale decir que no tenemos tiempo de quedar porque estamos
de trabajo o estudio hasta arriba. Siempre hay que cuidar ese tiempo para las
relaciones sociales y, desde luego, para mirar a los demás e intentar también
cuidarles», recomienda Saiz. Y si tenemos a una persona cercana que ha cambiado
su conducta de manera alarmante, «tenemos que alentarle a intentar buscar
ayuda. Ya después se nos dirá si realmente esa ayuda es necesaria o no, pero
ante la duda, y a pesar de lo dicho, es mejor buscarla que quedarse con los
brazos cruzados», aclara.
«Pasamos dunha falta de atención psicolóxica á atención da saúde mental na sociedade a pensar que todo o mundo necesita atención psicolóxica, e ningunha das dúas abordaxes é axeitada. Obviamente, cando a saúde mental se ve afectada, a persoa necesita poder recibir atención inmediata, pero a psicoloxía non debería intervir en cousas que a comunidade debería poder resolver», concluye Berdullas.