La ciencia lo
tiene claro. Un chute frecuente de literatura aumenta la inteligencia emocional
y ayuda a combatir la demencia. "Doctor, recéteme un cuento de de
Chéjov"
Esta
frase es de William Styron, novelista que ganó el Pulitzer en 1967: “Un buen
libro debería dejarte con muchas experiencias, y algo agotado al final: vives
varias vidas mientras
lees".
Y estas son de Raymond Mar y Keith Oatley, psicólogos cognitivos: "La
literatura ha sido en general ignorada por los investigadores, porque su
función parecía ser únicamente la de entretener. Pero en realidad tiene un
propósito más importante: simula situaciones que nos permiten entender a los
otros (y a nosotros mismos), algo que aumenta nuestra capacidad de
empatía".
Si todo eso es
cierto (como parece ser), ¿cómo lo logra? ¿Qué sucede en el cerebro mientras
leemos? ¿Qué beneficios aporta? Aún más: ¿importa el libro escogido?
Si la lectura
nos transporta hacia situaciones que no son las que físicamente nos rodean,
algo tiene que suceder dentro de nuestras cabezas que lo permita. Para
identificar qué es lo que ocurre, los científicos suelen usar técnicas de
neuroimagen, métodos que permiten discernir aquellas zonas del cerebro que más
trabajan en un momento dado. En un principio empezaron por lo más sencillo, por
palabras o frases sueltas. Y los resultados, aunque intuitivos, no dejaban de
ser sorprendentes. Por ejemplo, cuando los voluntarios leían “el chico
golpeó al balón”, las áreas que más se activaban eran las áreas premotoras, las
que trabajan justo antes de que hagamos algún tipo de movimiento (y que están
más o menos por encima y un poco por detrás de los ojos). Incluso en otro
experimento,
cuando leían la palabras “ajo” o “canela”, las áreas que se activaban eran las
relacionadas con el olfato.
Estos estudios
no son definitivos, pero las conclusiones se
han ido repitiendo (y si algo inspira confianza en el mundo de la
ciencia es la reiteración). Así lo asegura Guillermo García Ribas, neurólogo en
la Unidad de Enfermedades Neurodegenerativas del Hospital Ramón y Cajal de
Madrid: “Las técnicas de neuroimagen son limitadas porque solo permiten hacer
estudios bastante simples, pero los resultados han sido muy consistentes”.
El
siguiente paso era probar con textos más amplios, comprobar si algo similar
sucedía con historias complejas, más allá de palabras o conceptos individuales.
Y la respuesta es afirmativa. En uno de los estudios más comentados, los
voluntarios tenían que ir leyendo controladamente varios pasajes de un libro
mientras eran sometidos a pruebas de neuroimagen. ¿Las conclusiones? Que los lectores
tendían a ir activando dinámicamente las áreas responsables de cada acción,
casi como si estas sucedieran en el mundo real. Ocurría cuando los personajes
cambiaban de lugar (se activaban áreas frontales y laterales relacionadas con
la orientación espacial), cuando agarraban objetos (se activaba un área
premotora relacionada con las manos) o cuando modificaban su objetivo en la
narración (se accionaba la corteza prefrontal, relacionada con la toma de
decisiones). De alguna manera, al leer simulamos, literal y cerebralmente, la
realidad. Si la lectura nos permite acceder a tal cantidad de situaciones,
emociones y diferentes personalidades, no sería de extrañar que también nos
entrenara para la vida.
El siguiente
paso consistía, pues, en comprobar si la lectura era un entrenamiento de vida
eficaz. Y la respuesta, de nuevo, vuelve a ser positiva, como ilustra el
siguiente ejemplo. A un grupo de
estudiantes de Toronto se les pidió que eligiera entre dos lecturas: un cuento
de Chéjov (La dama del perrito) y otro texto que contaba la misma
historia pero en un lenguaje mucho más plano, casi documental, sin las
inflexiones propias de casi cualquier relato. Aquellos que leían el texto
original puntuaban después mejor en las escalas de empatía, especialmente
aquellos que más se habían emocionado con el cuento. Esta cualidad de saber
ponerse en el lugar del otro influye, incluso, en la
productividad de las empresas.
Pero falta un
análisis más: ¿sirve cualquier tipo de literatura? ¿Es lo mismo leer a Chéjov
que el último y seguramente aclamado best-seller? Un artículo en la
revista Science se
propuso dilucidar el asunto en 2013. Para ello realizó cinco experimentos
diferentes mezclando textos de “alta literatura”, de “baja literatura” y de
no-ficción. ¿Cómo distinguir los dos primeros grupos? Básicamente, por
empirismo. En la alta literatura incluyeron algún clásico (nuevamente Chéjov) y
a autores premiados como Don DeLillo, Lydia Davis o Alice Munro. En la baja
literatura, por ejemplo, a la romántica Danielle Steel. Los exámenes de empatía
fueron bastante contundentes: solo la considerada literatura de calidad
mejoraba las puntuaciones.
Aunque el
estudio ha recibido algunas críticas por la presunta inconsistencia de su metodología,
los autores explican sus resultados de la siguiente manera: los textos de menor
nivel dejan al lector en una posición pasiva, mientras que la literatura de
alta enjundia le exige una labor creadora, con su consiguiente estimulación
cerebral.
La palabra escrita me enseñó a
escuchar la voz humana, como las grandes actitudes inmóviles de las estatuas me
enseñaron a apreciar los gestos” - (Marguerite Yourcenar, 'Memorias de
Adriano').
Una
teoría alternativa, pero no excluyente, es que los beneficios aparecen
cuando el texto “transporta” al lector, cuando le crea una sensación de
inmersión emocional en la historia. Algo de esto es lo que le decía el novelista
Robert Louis Stevenson al escritor y crítico Henry James: “La vida es
monstruosa, infinita, ilógica. La literatura no imita a la vida sino su
discurso, no imita los actos humanos sino los énfasis y los silencios con los
que los humanos hablan de ellos”. Es, o pretende ser, un reflejo concentrado de
cómo nos contamos la vida, un reflejo que ayuda a entendernos algo mejor. O
como manifestaba Marguerite Yourcenar en Memorias de Adriano: “La
palabra escrita me enseñó a escuchar la voz humana, un poco como las grandes
actitudes inmóviles de las estatuas me enseñaron a apreciar los gestos”.
Por puro placer
Si no le ha
parecido suficiente, la lectura (especialmente la de ficción) parece aumentar
la reserva cognitiva, que es la habilidad de tolerar cambios cerebrales que
suceden con la edad sin presentar síntomas de demencia. Para García Ribas, la
alta ficción seguramente sea la forma más estimulante para el cerebro. "La
no-ficción, como los ensayos, también podría proporcionar beneficios, pero
necesitaría estar escrita de una forma compleja, no simplemente en forma de
frases planas y directas”, prosigue. En cualquier caso, lo que se ha comprobado
es que "en personas mayores la capacidad lectora es un marcador de la
capacidad intelectual mejor incluso que los años de estudio". Y a mayor
disposición lectora, menor riesgo de demencia. "En una
famosa investigación llamada El estudio de las monjas, se tuvo
acceso a los diarios que estas debían escribir cuando entraban en la orden,
aproximadamente a los 20 años. Muchas de ellas donaron
el cuerpo a la ciencia, y cuando se fueron realizando las
autopsias se comprobó que aquellas que habían escrito diarios más complejos,
con mayor riqueza verbal, tenían menos signos de Alzheimer y un cerebro en
mucho mejor estado al morir. Es de suponer que escribían mejor, en gran parte,
porque habían leído más”, asegura García Ribas.
Por último, y no menos importante,
entregarse a la aventura de un libro es beneficioso para usted porque provoca
deleite. Ya lo expresaba el poeta colombiano Álvaro Mutis: “Lean por placer,
tengan una profunda sospecha”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario