ROCÍO CARMONA | La Vanguardia |
15/02/2020
Hay días en que
parece que las estrellas se alinean a
nuestro favor. Salimos de casa a tiempo, el sol brilla, el conductor
de autobús nos espera en la parada y sonríe cuando entramos, encontramos
asiento a la primera y hasta parece que el pelo nos queda especialmente bien. Y
luego, hay días en los que la Ley de
Murphy se empeña en demostrarnos que existe y todo sale de
la peor manera posible: el gato se hace pis en nuestro sillón favorito, se pone
a llover justo cuando no llevamos paraguas, perdemos el autobús, llegamos tarde
a la reunión del colegio, nos echan la bronca en el trabajo y, por si fuera
poco, mientras intentamos conseguir un taxi, el coche que pasa por delante a
toda velocidad nos empapa.
Casi todos
preferimos el primer escenario, pero es inevitable que haya días en los que
todo vaya a contrapié. Aunque, ¿sabían que tener un mal día tiene algunas ventajas?
Aunque pueda parecer un contrasentido, así lo explica la psiquiatra Anabel
González en su nuevo libro Lo bueno de tener un mal día (Planeta),
un manual que busca enseñar a los lectores a regular sus emociones.
“Los malos días están ahí, porque
la vida siempre nos va trayendo cosas”, afirma González. “Si ante ellos
reaccionamos de la manera más útil para nosotros, en cierto modo es como si
estuviéramos haciendo un entrenamiento. Estamos ensayando todos
nuestros sistemas de regulación para que cuando venga una
situación realmente dura la sepamos llevar. Pero si en los días malos
intentamos no sentir, o pasamos por encima de nuestras emociones, cuando venga
una gorda nos va a pillar completamente desprevenidos”.
Esta psiquiatra y psicoterapeuta
explica que en su consulta ha comprobado muchas veces cómo las personas que consiguen superar situaciones difíciles no son las que son felices sin
importar lo que suceda a su alrededor. Tampoco las que siempre están “bien” y
se muestran alegres y sonrientes todo el tiempo. A decir de González, lo más
importante es tener la capacidad de gestionar las emociones, positivas o
negativas, y ayudarnos a manejar lo que la vida nos va dando. La
clave para sentirnos a gusto con nosotros mismos y con nuestra vida está precisamente
en saber llevar bien los días malos, asegura.
Se habla mucho hoy ya de educación emocional, incluso en las escuelas. Pero
lo cierto es que todavía nos falta mucho camino a la hora de entender y
sabernos relacionar con nuestras emociones. Lo más habitual es que escojamos a
alguna de nuestras favoritas, como la alegría, y optemos por buscarla a toda
costa, mientras que a otras, las que nos gustan menos –como el miedo–, tratemos
de evitarlas por todos los medios.
Si a una de las indeseadas se le
ocurre aparecer, algo que inevitablemente sucederá, entonces le cerramos las
puertas o tratamos de hacer lo posible para que se vaya cuanto antes. ¿Cómo?
Pues a menudo negándola, resistiéndonos o luchando contra ella. La regulación emocional es un conjunto de procesos por el
que las personas podemos influir en nuestras emociones. Esos procesos pueden
ser automáticos, como por ejemplo, cerrar los ojos cuando una película nos da
mucho miedo, o más conscientes, como por ejemplo cuando le sonreímos a alguien
aunque nos sentimos nerviosos.
Pero para muchas personas, sentir sus emociones con la seguridad de que pueden
influir en ellas, y a la vez, influir en cómo se desarrollan, constituye
todo un desafío. Lo que parece claro es que el
camino siempre pasa por sentir.
“Las emociones siempre están”,
explica Anabel González, “y si no notamos que están, entonces las cosas no nos
irán bien. Si no nos permitimos sentir una
emoción esta se queda estancada y se acumula. Esto puede tener efectos a todos los niveles, porque muchas veces no
somos conscientes de que la emoción sigue ahí y está
influyendo en las decisiones que tomamos sin que nos demos
cuenta”.
Y continúa: “También puede llegar
un día en que las emociones acumuladas se desborden y de repente tengamos una
tristeza terrible que no sabemos ni de dónde viene. Y a veces también sucede
que las emociones acumuladas afloran sin que tengan forma de emoción,
sino en forma de una enfermedad física. Podemos empezar a notar
agotamiento, o directamente enfermarnos, porque las emociones no están en aire,
sino en el cuerpo”.
Algunas de las que más nos
cuestan son, según esta autora, la tristeza y el miedo. A la tristeza, afirma González,
hay que cuidarla. Una idea que seguramente nos llamará la atención, inmersos
como estamos en una cultura que valora la felicidad obsesiva por encima de
todo. ¿Y por qué es tan importante mimarla? Pues porque la tristeza nos informa
de que hay algo que nos importa mucho.
“Nos ponemos tristes cuando sentimos que perdemos algo, sobre todo
cuando perdemos algo en relación con cosas o personas que nos importan. Gracias
a la tristeza nos mantenemos unidos a esas cosas y a esas personas y sabemos
que son importantes”.
¿Y cómo se cuida esta emoción? “Cuidarse mucho a uno mismo y dejarse cuidar por
las personas cercanas neutraliza un poco la sensación. Hay que dejar que, mientras la cuidamos, la tristeza se vaya aliviando y deshaciendo. Los problemas con la tristeza vienen
cuando la contengo”, advierte. “Es como poner un dique a un río que el día que
se desborde va a dar un problema grande.
O sepultarla, y entonces va por debajo como
una corriente subterránea que acaba saliendo más adelante por sitios que quizá
no nos va a gustar que salga”, asegura la psiquiatra.
Otra emoción con mala prensa es
la de la ira. Pero González advierte aquí que
enfadarse es algo imprescindible. Eso sí, debemos aprender a enfadarnos bien: “Las personas que no se enfadan
nunca suelen tener problemas porque la gente las toma por el pito del sereno. Y
es que los demás no siempre miden lo que nos piden, quizá ni les importa. Somos
nosotros los responsables de marcar los límites. Y eso lo hacemos a través del
enfado. Pero enfadarse bien significa notar que algo no me gusta, decirlo, pero
a la vez seguir pensando, eligiendo las palabras según a quién tenemos delante.
Nos podemos enfadar con toda elegancia, con arte y con moderación”, aclara
González.
“Las personas que explotan suelen
ser de dos tipos”, continúa explicando. “Algunos son personas que cuando están
enfadadas no son capaces de pensar y se desbordan, y otras son personas que
nunca se permiten enfadarse. Son tan contenidas que el día que ya rebosan arde
Troya. Enfadarse bien significa que me enfado cuando toca, lo que toca, de una
forma proporcionada y apropiada para la situación. Si lo hago así siempre voy
a modular cuánto enfado corresponde en cada ocasión”.
¿Y dónde aprendimos a manejarnos
tan mal con nuestro mundo emocional? ¿Por qué nos cuesta aprender a regular nuestras
emociones? “Cada familia tiene un
lenguaje emocional distinto, y es en su seno donde aprendemos a manejarnos con
lo que sentimos” asegura González. “Y es que en la infancia somos emoción pura.
La manera en que los demás reaccionan ante lo que nos pasa, lo que nos dicen,
la cara que ponen, si nos hacen caso o nos ignoran… Es ahí donde aprenderemos a
tratarnos de una u otra manera”.
Y detalla: “La peor frase del mundo es decirle a un niño que llora que no pasa
nada. Se dice con la mejor de las intenciones, pero para
quien lo recibe lo que significa es: pasamos por encima del malestar. La interacción buena es
reconocer el malestar, ponerle nombre, hacer un gesto de cuidado… y ahí veremos
cómo al niño se le pasa. Si nos saltamos esos pasos le acostumbramos a
interiorizar que lo que siente no importa”.
Con el paso de los años muchas
personas se convierten en auténticos “pozos radiactivos”, en palabras de esta
psiquiatra, repletos de emociones no permitidas. Otros, en cambio, pasan a ser
dictadores de su país emocional, incapaces de aceptar lo que sienten aunque sí
lo noten.
Algunas estrategias para soltar
el control pueden ser practicar la flexibilidad, acostumbrarnos a cometer errores, aunque sea a propósito, cogerle
cariño a la incertidumbre y a la confusión e incluso ser un poco
irresponsables. Entre pensar siempre las cosas demasiado y no tomar ninguna
responsabilidad se abre paso el maravilloso mundo de la espontaneidad.
“Hay una sabiduría natural de las
emociones que podemos recuperar, aunque nuestra forma de funcionar con ellas no
haya sido saludable hasta ahora. Aprender a identificarlas, a escucharlas y a
ver hacia dónde nos mueven nos ayudará a entendernos a nosotros
mismos, a relacionarnos con los demás y a tomar decisiones
saludables”, afirma Anabel González.
Y a navegar con la cabeza alta
nuestros malos días, como explica en su libro. “Una
vida buena no es una vida en la que no pasan cosas, sino una vida en la que
llevamos las cosas que pasan de la mejor manera posible”, concluye.
No hay comentarios:
Publicar un comentario