ROCÍO NAVARRO MACÍAS | La Vanguardia |
28/01/2021
Expresar los estados anímicos negativos ante los hijos puede ayudar en su educación emocional siempre que no se crucen ciertos límites
Educar a los hijos nunca es tarea
fácil. Y poner el foco en la crianza cuando el bienestar emocional está mermado
plantea un gran reto. Nerviosismo, desesperanza, tristeza, frustración son
algunos de los sentimientos que circulan actualmente de forma recurrente y que
pueden despertar respuestas exageradas ante actuaciones de los hijos. “A todos
nos afecta la situación actual de una forma u otra. Debido a ello, pueden
producirse reacciones desproporcionadas ante comportamientos normales de los
niños”, explica la psicóloga Silvia Álava.
Las emociones desagradables
aparecen de forma natural, sobre todo cuando ocurren cambios drásticos en el
entorno o situaciones que afectan directamente a la seguridad o al bienestar
personal. Pero parece que los progenitores deban mantener estoicamente una
calma aparente pese a que su panorama interno se revele desolador.
No obstante, puede que expresar
abiertamente estados anímicos poco agradables delante de los niños no sea tan mala
idea, ya que puede ayudar a educar emocionalmente a los hijos.
Las líneas rojas
Pero para que esta propuesta sea
provechosa los padres deben tener en cuenta algunos aspectos. “Por un lado, han
de transmitir que ciertas reacciones son perfectamente normales en determinadas
situaciones y que eso no significa que mamá o papá estén completamente
descompuestos y sean incapaces de ocuparse de ellos”, comparte Rafael San
Román, psicólogo de iFeel.
Sentirse abrumado por la crisis
sanitaria, nervioso ante la potencial pérdida de un trabajo o preocupado por
una enfermedad son reacciones naturales. El problema se desencadena cuando
estos sentimientos se tornan cotidianos. “Si el adulto se ha instalado en esas
emociones y se convierten en su estado emocional habitual pueden interponerse
en la crianza. Además, transmitirán a sus hijos, sobre todo si son muy
pequeños, una sensación de inseguridad o fragilidad superiores a lo que ellos
pueden asumir como fragilidad normal”, explica San Román.
Más allá de este escenario, que
debe ser tratado por un profesional, que a un adulto le sobrevengan las
lágrimas o muestre su tristeza no debe ser motivo de preocupación. “No pasa
nada porque los padres lloren delante de los hijos. Lo podemos hacer dentro de
la naturalidad del contexto. Pero una cosa es expresar la emoción, decir cómo
me siento, y otra muy distinta, compartir las preocupaciones”, comparte Álava.
Los hijos no son confidentes
Esta misma línea es la que
mantiene San Román, que invita a los progenitores a tomar ciertas precauciones
ante la exposición de emociones delante de los menores: “Debe haber una
combinación de apertura y de límites. Los padres pueden admitir con sus hijos
que están de mal humor, que hay algo que les preocupa o entristece; los niños
pueden tolerar esto. Pero no deben hacerlo buscando la ayuda y el consuelo de
los hijos, sobre todo si son muy pequeños”.
Los padres son los responsables
del bienestar de los hijos, y no al revés
El experto aconseja evitar
mostrar reacciones emocionales muy intensas, porque los los pequeños no sabrían
contextualizarlas. Asimismo, es importante tener en cuenta que la relación
paterno-filial es asimétrica, los padres son los responsables del bienestar
físico y emocional de los hijos, y no al revés. “No es una relación de ‘hoy por
ti, mañana por mí’ como, por ejemplo, ocurre en una amistad”, añade San Román.
Mejorar la inteligencia emocional
Manifestar abiertamente en la familia las emociones es clave para que los hijos desarrollen inteligencia emocional. “Los padres pueden educar emocionalmente hablando de sus propias emociones, y expresándolas dentro de unos límites, pero siempre demostrando que son adultos, cuidadores responsables y que un mal día no implica que papá o mamá dejen de proteger y estar disponibles para los niños”.
De hecho, el psicólogo incide en
que los niños necesitan ver que existen emociones asociadas a unas sensaciones
poco placenteras, como el miedo, la rabia, la culpa, la tristeza, la vergüenza.
Además, requieren contar con modelos que les indiquen qué se hace en esos
casos.
Asimismo, puede ser una
herramienta para que los adultos también tomen conciencia de lo que les ocurre.
“Muchas veces vamos acelerados y este estado recae sobre nuestros hijos”,
indica Álava. Es común que los padres utilicen frases como “vístete que tenemos
prisa” o les empujen a comer a un ritmo que no se corresponde con el propio de
la edad. Estas reacciones pueden indicar que algo pasa a nivel interno.
“El problema no es la situación, sino cómo reaccionamos ante ella”, comparte la psicóloga. Se trata de un aspecto
especialmente importante ya que los hijos absorben toda la información verbal y
no verbal de sus cuidadores. “Los padres deben ser conscientes de que son
modelos para sus hijos, y que estos aprenden a regular sus emociones,
expresarlas y darles un significado en función de, entre otras cosas, lo que
ven en casa”, expone San Román.
Se puede hacer partícipes a los
hijos de la gestión emocional. Álava propone pedirles, por ejemplo, un abrazo
para sentirnos mejor, o bailar y cantar una canción con ellos, hacer un
descanso y luego seguir.
Estrategias de regulación activa
Cuando los padres se sienten
desbordados emocionalmente el primer paso es que observen lo que está
sucediendo. “Es necesario identificar con honestidad las causas del malestar
emocional, para detectar si tienen que ver con la familia, el trabajo u otra
faceta. Es la manera de empezar a buscar una solución y también de contener el
problema dentro de su esfera, para que no se expanda a otras áreas”, recomienda
San Román. Una vez reconocido el estado e identificada la causa, pueden llevar
a cabo diferentes acciones para gestionar el estado anímico.
Pedir ayuda. “Muchas personas se sienten
frustradas al pedir ayuda. Sin embargo, debe verse como un gesto de valentía.
Se trata de reconocer que nuestros conocimientos tienen un límite y hay
personas especialistas que nos pueden proporcionar herramientas para gestionar
la situación”, explica Álava.
No pretender ser perfectos. La perfección no existe e
intentar alcanzarla supone un alto peaje. “Nadie llega a todo durante mucho tiempo
sin desgastarse por el camino y sin desatender cada una de las facetas que
pretende abarcar. Hay que exigirse y ser autocríticos, porque la crianza de los
hijos se tiene que hacer lo mejor posible, pero también saber distinguir un
error que cometería cualquiera, de manera puntual, de una negligencia”,
recomienda San Román.
Usar estrategias activas para
regularnos. Son procesos de recuperación que ayudan a bajar el
nivel de ansiedad. Es una herramienta a la que todos acudimos, pero la pandemia
ha limitado muchas de las que se tenían integradas.
“Puede que me funcionase quedar
con mis amigos, pero debido a la situación actual no podemos hacerlo. Es
necesario encontrar técnicas reguladoras que funcionen a nivel personal.
Sabemos que las estrategias activas tienen mejor resultado que las pasivas. Por
ejemplo, ver una serie sería pasiva, y cocinar o hacer manualidades, activas”,
comparte Álava. La psicóloga añade que este tipo de técnicas ayudan a educar
mejor y ser un modelo más deseable para los hijos.
Cuidar la comunicación entre los
progenitores (cuando son dos). “La crianza es cosa de dos
y tiene que haber una buena comunicación para que los distintos estilos de
crianza que pueden coexistir en una misma familia no generen incoherencias o
desorden”, dice San Román. Por otra parte, es fundamental pedir ayuda a la otra
parte y sentirse acompañados en la crianza.
Llevar una vida ordenada. Esto no va a evitar los
problemas ni hacer que desaparezcan las preocupaciones, pero sí favorece el buen
clima. “Evita que los nervios se crispen demasiado rápido. Además, las cosas no
se ven igual si se ha dormido bien y la casa está recogida, que si cada pequeña
cosa está manga por hombro, en cuyo caso voy a tener siempre una sensación de
saturación”, concluye San Román.
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