jueves, 16 de diciembre de 2021

España, en terapia (I)

 

PATRICIA GOSÁLVEZ     |     Madrid     |     El País     |   14/11/2021 

Profesionales de la salud mental comparten siete casos de pacientes que ponen voz a los trastornos que más se han disparado. Desde el inicio de la pandemia, la ansiedad y la depresión son cuatro y tres veces más frecuentes. 

Estamos mal. Los profesionales de la salud mental nunca han tenido tanto trabajo. En España, el 41,9% de la población ha sufrido problemas de sueño desde el inicio de la pandemia y el 38,7% se ha sentido cansado o sin energías. Se han prescrito más del doble de psicofármacos que antes, sobre todo ansiolíticos, antidepresivos e inductores del sueño. El 35,1% de los españoles admite que ha llorado en el último año y medio. Todo según la última encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). Meta estudios publicados en revistas internacionales ofrecen resultados similares: los casos de depresión mayor y trastorno de ansiedad en el mundo han aumentado un 28% y un 26% (The Lancet) y el trastorno por estrés postraumático, la ansiedad y la depresión fueron, respectivamente, cinco, cuatro y tres veces más frecuentes de lo que habitualmente reporta la Organización Mundial de la Salud (Psychiatry Research). 

Cada vez más gente está llegando a consulta (según el CIS, un 6,4% de la población ha acudido a un profesional de la salud mental desde el inicio de la pandemia, el 43,7% por ansiedad y el 35,5% por depresión). ¿Qué es lo que ocurre allí? ¿Qué apuntan los terapeutas mientras la gente narra sus tristezas, angustias y preocupaciones? En base a las historias clínicas y las notas tomadas durante las sesiones, siete psicólogos y psiquiatras, públicos y privados, de distintas escuelas terapéuticas, explican el caso anonimizado de uno de sus pacientes para este reportaje.

Cada uno representa sintomatologías que se han disparado. Cuentan la historia de muchos otros. Una enfermera de baja con estrés postraumático (un 14,5% de los sanitarios sufre un trastorno mental discapacitante y el 22,2% estrés postraumático desde la pandemia, según estudios del Hospital del Mar, en Barcelona y el CIBER). Una madre trabajadora con ansiedad (un 22% de las españolas declaró haber tenido ataques de pánico o ansiedad, según el CIS). Un niño obsesionado con el virus (el 52,2% de los padres notaron cambios en la manera de ser de sus hijos). Un joven deprimido que pertenece a la generación que más ha frecuentado los servicios de salud mental. Una anoréxica, una pareja en crisis, un superviviente de covid…

La ola de enfermedad mental nos afecta a todos, aunque no por igual. El golpe ha sido más duro para las mujeres y los jóvenes. Las personas con menos recursos sufren más. Y tienen menos soluciones: “A las limitadas terapias públicas llega mucha gente tocada por la crisis económica y son precisamente quienes más posibilidades tienen de acabar medicadas, ya que no pueden costearse un terapeuta privado, es una pescadilla que se muerde la cola”, dice Juan Antequera, psicólogo clínico en la pública. Se han prescrito tres veces más psicofármacos a quienes se identifican como “clase baja” (CIS).

Los especialistas critican la escasa atención de las administraciones. España dedica apenas el 4% de la inversión en sanidad a salud mental (la media europea es del 5,5% y hay países que llegan al 10%) y en la red pública hay 11 psiquiatras por cada 100.000 habitantes, la mitad que en Francia o Alemania (el borrador de la ley general de salud mental contempla que haya 18 psiquiatras por cada 100.000 habitantes). Los psicólogos clínicos son aún menos: seis por 100.000 habitantes (tres veces menos que la media europea).

“Hay una parte positiva en que tanta gente haya hecho crac”, apunta el psiquiatra Juan Luis Mendívil: “La pandemia ha visibilizado un problema de salud mental que ya estaba ahí, rebajando el tabú que existía a su alrededor”. En palabras de Juan Antequera: “La crisis nos ha permitido quitarnos el filtro de Instagram, ya no da tanta vergüenza salir del armario emocional”. “Habrá que ver”, añade, “cuánto tardamos en olvidarlo”.

Día 1: Duelo patológico y cuadro depresivo mayor 

Varón 71 años. Paciente de Víctor Pérez, jefe de Psiquiatría del Hospital del Mar de Barcelona.

El señor X, dueño de un restaurante y jubilado, pasó en casa con su esposa la covid a finales de 2020. Ella empeoró: “Me ahogo, me voy al hospital”. La última vez que la vio fue montando en la ambulancia. No deja de darle vueltas a la imagen. La mujer —juntos desde críos, un “noviazgo perpetuo” de 50 años, recuerda el paciente—, falleció tres semanas después. La culpa de no haberse despedido atormenta a X. 

Al principio tiene un duelo traumático pero adecuado. Sin embargo, con el paso de los meses no retoma su actividad cotidiana. Deja de acudir al restaurante para ayudar al hijo que ha quedado al cargo. También de ver a sus nietos: le cansan, le incomodan. Pasa a vivir solo. No sale apenas de casa en ocho meses. 

Sus hijos reciben la carta que el hospital envía a los familiares de fallecidos por covid para hacer un seguimiento de los duelos complicados. Los de la covid tienden a serlo: porque no hubo despedidas, por ser muertes inesperadas, por el posible complejo de culpa. [Según un estudio realizado por el Hospital Gregorio Marañón de Madrid entre 300 familiares de víctimas de covid, la incidencia del duelo patológico fue del 25%, cuando lo habitual es el 2%]. Es difícil saber qué es un duelo normal. Durante años el criterio diagnóstico DSM-5 (la enciclopedia de los trastornos psiquiátricos) no recomendaba evaluar a un paciente en duelo, pero en 2013 cambió: si hay un cuadro depresivo, se debe tratar. 

El paciente, como ocurre habitualmente con los enfermos depresivos, sabe que lo que pasa no es “normal”, pero lo justifica repitiendo “¿Y cómo queréis que esté?”. Aun así, a petición de los hijos, no cuesta que acuda a consulta. Los depresivos mantienen una empatía importante, escuchan a los demás. También tienden a culparse por necesitar ayuda: “Si tuviera más carácter, si fuese más fuerte…”, dice X.

En la evaluación cumple todos los criterios de un episodio depresivo mayor, de moderado a grave: tristeza, incapacidad para disfrutar de las cosas de una manera mantenida durante más de dos semanas, dormir mal, despertar con muchísima ansiedad, síntomas somáticos como dolor, astenia, cansancio. No tiene ideaciones suicidas, pero sí falta de ganas de vivir. Repite: “Si no me despierto más, no pasaría nada”, “por la calle pienso que si me atropella un autobús nadie me echará de menos”. Además, el paciente tiene un antecedente depresivo, a los 40 años, a raíz de un problema económico (tratado con psicofármacos con un buen resultado) lo que le convierte en especialmente vulnerable. 

El señor X explica que pasa el día llorando, sin ganas de hacer nada, tirado en el sofá viendo la tele pero sin disfrutar de ello y con un gran sentimiento de culpa: “Ahora que mis hijos me necesitan más que nunca, con la crisis de la hostelería encima, no hago nada de provecho”. Se establece una alianza terapéutica para explicarle que hay un problema médico y empieza hace tres meses un tratamiento farmacológico. Se recetan antidepresivos y ansiolíticos (por la noche, para que pueda dormir). Acude a consulta cada mes o dos meses. La medicación se mantendrá durante al menos seis meses, hasta un año. Lamentablemente sanidad pública solo puede ofrecer psicoterapia a los casos muy graves (depresivos resistentes, psicóticos, bipolares). En los más leves se puede recomendar terapia grupal en los centros de primaria. En este caso, con una familia cohesionada, no será necesario. Como medida preventiva funcionan bien los grupos de duelo, el Ayuntamiento de Barcelona tiene un programa dirigido por psicólogos en bibliotecas públicas para recalcar que el duelo no es una enfermedad.

Aunque persiste la tristeza, hay mejoría. La benzodiazepina actúa inmediatamente, a la semana ya está más activo y descansado; los antidepresivos tardan entre cuatro y seis semanas en hacer efecto. El señor X empieza a disfrutar de los nietos. Incluso bromea: “Si el Barça no estuviera como está, también disfrutaría de algún partido”. 

Día 2: Miedos y comportamiento obsesivo 

Varón nueve años. Paciente de Mireia Orgilés, terapeuta infantil en la clínica Psicológica de la Universidad Miguel Hernández de Elche.

La madre de P llega a consulta durante el estado de alarma: “El niño no está normal”. P tiene un hermano de 11 años y viven en una casa de dos plantas con un pequeño jardín. Al principio está contento, sin clases, puede jugar todo el día y pasa más tiempo con sus padres. Aun así desarrolla miedos y preocupaciones. Hace muchas preguntas sobre el virus y la muerte. Muy atento a las conversaciones de sus padres, demuestra un apego desmedido por ellos. Les abraza fuerte sin motivo, no quiere dormir solo, se mete en su cama por las noches, persigue a la madre por la casa y llora si no la encuentra enseguida. Anteriormente no era un niño muy dependiente. En general está muy preocupado porque le pase algo a alguien, en especial a su madre, y tiene miedo a contagiarse. Relata creencias muy concretas: se niega a acostarse sin lavarse el pelo porque el virus del aire posado en su cabello podría pasar a la almohada y se lo tragaría. Cuando en verano ya pueden viajar, no quiere pisar la arena de la playa. Si están limpiando una calle o un local, siente que es una señal de peligro y quiere alejarse. Se lava las manos compulsivamente. En los lugares públicos mueve las sillas con el pie. Pide gel antes y después de usar los columpios. Cuando vuelve al colegio, no quiere ir al baño porque han estado otros que no son de su grupo burbuja. 

En la formación de estas creencias las primeras semanas de la pandemia fueron clave. Los datos eran contradictorios para todos y los niños estuvieron expuestos a la angustia e incertidumbre de los padres, los telediarios y las búsquedas por internet. Los niños tienden a rellenar en su mente lo que se les oculta con contenidos aun más dramáticos que la propia realidad. Los adultos supimos modificar nuestras dudas a medida que la ciencia avanzó, ellos no. P no entiende por qué un día su madre dejó de limpiar con lejía la compra, o por qué su padre empezó a abrazarle sin ducharse antes cuando volvía del trabajo. 

A la desinformación, se suma la ruptura de las rutinas, básicas para los menores. Favorecen su desarrollo y su comprensión del mundo, cambiárselas les desestabiliza. El cierre de los colegios impide el contacto con sus pares y una alimentación variada. En casa, encerrados, el estrés parental se traduce en una mayor permisividad y más incoherencia. Todo el día haciendo bizcochos, se abre la mano con las pantallas y el sedentarismo. Sin actividad física, el sueño se trastoca. Su vida queda patas arriba. 

Durante siete meses se realizan dos sesiones semanales telemáticas con P. También con sus padres, para darles pautas. Con el niño se trabajan herramientas cognitivo conductuales para rebajar la ansiedad como técnicas de respiración. Hay una fase psicoeducativa en la que se contrarrestan las creencias distorsionadas ajustando a su edad la información científica disponible: “que limpien es una señal de tranquilidad, no de peligro, pues se están tomando medidas”. También se desactivan los pensamientos negativos automáticos por otros racionales y útiles (“pensar ‘vamos a enfermar todos’ no sirve para nada y te hace daño”). El acompañamiento informativo debe ser previo a los acontecimientos. Por ejemplo, explicar por qué se retiran las mascarillas en el exterior antes de que ocurra. Los niños han sido ejemplares en su uso, mucho más rigurosos que los adultos. Acostumbrados a obedecer normas, pocos se las bajan. Es importante vigilar que no se les vaya de las manos. 

También se modifican hábitos del sueño: menos pantallas, un juego más activo (incluso en el confinamiento, jugar al escondite o al pilla pilla en casa) y técnicas de relajación. Los fármacos no son recomendados en menores. 

Las sesiones se van espaciando hasta que P deja la terapia. Sus padres quedan atentos a cualquier alteración de la conducta y pueden consultar ante un cambio de medidas, como cuando haya que retirar las mascarillas en clase, algo que se prevé va a costar a muchos chicos. 

Día 3: Estrés postraumático

Mujer, 40 años. Paciente de Juan Antequera, psicólogo clínico en la sanidad pública madrileña.

V llega al centro de salud mental derivada desde atención primaria. Es enfermera en un hospital público, lleva más de un año angustiada y cansada, con una sintomatología ansioso-depresiva previa a la covid, por la situación laboral, los turnos, la imposibilidad de conciliar (tiene dos hijos pequeños). La pandemia lo dispara. En los picos del virus acusa mucho estrés: es muy autoexigente y se implica mucho con sus pacientes. Dobla turnos pero siente que a la sobrecarga de trabajo se suma la sensación de que no puede hacer su trabajo con el cuidado y el tiempo que desearía. La gente muere a su alrededor y no tiene capacidad de acción. Al mismo tiempo siente miedo y malestar por su familia a la que teme exponer al virus y a la que siente tiene abandonada. Recuerda con angustia cómo metía la ropa en una bolsa de basura y se duchaba antes de tocar sus hijos. Sin embargo, en lo más crítico de la covid, fue capaz de funcionar en “automático”. 

En navidades de 2020 se rompe. Tiene mucha somatización: dolores generalizados, incapacidad para descansar, incontinencia emocional, irritabilidad, llanto descontrolado, dificultades atencionales. Desconfía de sí misma profesionalmente: “A ver si me voy a equivocar con la medicación de un paciente”. La intensidad del virus ha frenado un poco y pide una reducción de jornada para compensar la conciliación familiar descuidada durante meses. El hospital se la niega y le dice que puede irse si quiere. Que no se reconozca el esfuerzo y los sacrificios rompe sus esquemas. Dice: “Nací para ser enfermera, pero por primera vez estoy planteándome dejarlo”.

Aun así es reticente a pedir una baja. Como muchos pacientes, especialmente sanitarios, piensa que “los fuertes siguen”. Siente culpa por “dejar tiradas a las compañeras”. Pero su cuerpo no puede más, se aconseja una baja y su médico se la da.

La primera recomendación es que V busque un “espacio de autocuidado”, inexistente en su vida: dar un paseo, un baño, leer, quedar con amigas… recargar las pilas. Ella dice: “No me acuerdo de lo que me gustaba hacer cuando tenía tiempo”. Empieza haciendo cosas como ordenar los armarios. Algo útil, que no le hace sentirse culpable. “Cómo me voy a dar un paseo mientras mis compañeras están como están”, repite. 

Aunque va logrando pequeños espacios de disfrute, desde que está de baja no vuelve al hospital. Es su centro de referencia y el de sus hijos; retrasa o anula pruebas importantes, una táctica de evitación típica de su diagnóstico: estrés postraumático. Incluso pensar en pisar el hospital le hace revivir lo que ocurrió y le da miedo. 

El estrés postraumático es habitual entre los sanitarios que han llegado a consulta tras la pandemia. Más auxiliares de enfermería y enfermeras que médicos, por las condiciones económicas y porque a los médicos se les enseña a no sentir mucho (cuando tienes que dar 10 diagnósticos de cáncer al día terminas por disociar). El estrés postraumático surge de una situación en la que el paciente siente un miedo real, que no tiene por qué serlo, pero que en este caso además lo era. Los síntomas tienen dos vertientes. La positiva, que produce cosas: ansiedad, miedo, angustia. Y la negativa, que quita cosas: las ganas, la energía, la esperanza. La parte más ansiosa produce flashbacks, pesadillas; la parte más depresiva, aislamiento, incapacidad para sentir. Los fármacos pueden funcionar para la parte ansiosa, pero para “destraumatizar”, para recolocar, funciona mejor la terapia. 

Casi un año después, V sigue de baja. Está mejor, es menos crítica consigo misma, pero sigue sin poder volver a pisar el hospital. 

(Sigue...)

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