jueves, 16 de diciembre de 2021

España, en terapia (II)


PATRICIA GOSÁLVEZ     |     Madrid     |     El País     |   14/11/2021

Día 4: Cuadro ansioso-depresivo 

Varón, 23 años. Paciente de Juan Luis Mendívil, psiquiatra privado en Bilbao.

I, universitario, acude a consulta a mediados de 2019, empujado por su madre, que hace años hizo psicoterapia por un episodio de ansiedad que reconoce ahora en el hijo. Empieza con una sesión semanal de psicoterapia ecléctica (45 minutos, 93 euros), con herramientas del psicoanálisis y cognitivo conductuales, y orientación dinámica, humanista y sistémica. 

Tiene problemas para relacionarse, le cuesta hacer y mantener amigos. Sensaciones de inseguridad, cierta timidez y baja autoimagen, a pesar de ser un chico majo, buena persona, inteligente y atractivo. El yerno perfecto. Está centrado en los estudios y en el surf, su mayor válvula de escape. Además de las sesiones, comienza un tratamiento con ansiolíticos. 

En unos meses, mejora bastante. Ya toma muy poca benzo. Trabajamos las relaciones interpersonales, hace amigos, empieza a salir con una chica. Está en ese proceso cuando llega la pandemia y se confina con su familia (tiene una hermana mayor y otro pequeño). Mantiene una relación ambivalente con sus padres y hermanos (“paso un poco de ellos”). Este cierto grado de aislamiento con su entorno familiar y social se dispara en el confinamiento. No va a clase, un espacio que le obligaba a relacionarse con otros. La distancia rompe la relación con la chica. Tiene que dejar el surf.

Sigue con la terapia telemática pero desarrolla un cuadro ansioso-depresivo, incrementando la sintomatología sobre todo depresiva. Para su franja de edad el confinamiento supone un golpe durísimo, corta en seco toda sociabilidad en un momento vital en el que resulta esencial, y saben que personalmente no les va a afectar mucho el virus, lo que hace más duro el sacrificio. Los macrobotellones actuales son una compensación a la prisión en la que se han visto obligados a estar. Los pacientes jóvenes sienten que se les ha robado algo. En el caso de I: la posibilidad de mejorar cuando empezaba a ver una salida. 

Otros pacientes de su edad hablan de problemas para encontrar trabajo o independizarse y de la frustración frente a las expectativas generadas. En generaciones anteriores, los padres educaban a los hijos para que se forjasen un futuro. Ahora se les pide “que sean felices”, algo mucho más complicado. En todo caso, I no piensa en el futuro, tampoco en el presente. La depresión se lo impide. 

Empeora. No quiere salir de la habitación. Incluso desarrolla ideas autolíticas (“la vida no tiene sentido, todo es una mierda, no valgo nada”, repite) por lo que se incrementan puntualmente las sesiones a dos o incluso tres semanales. Se recetan antidepresivos. 

La madre es más consciente del problema, el padre, más operativo, quita importancia a lo emocional. Le tacha de “vago” o le pide que “espabile”. Se realizan intervenciones familiares, con el beneplácito del paciente, para explicar que el problema de I no es un capricho voluntario, si no un trastorno. Que no haya un “motivo” concreto para estar deprimido no significa que sea fácil salir. El paciente debe sentir apoyo e incondicionalidad. A veces basta con que los padres estén y recuerden la temporalidad del trastorno, “no vas a estar siempre mal”. Es importante, a pesar del trago, que eviten ponerse nerviosos ellos. Tienen que entender que las ideas, incluso las suicidas, son de la enfermedad, no de I. Pero también es necesario que estén vigilantes.

Con la medicación, la terapia y la vuelta a la normalidad, I retoma el surf y el contacto con los amigos. Mejora. Aún está un poco aislado y siente con envidia cómo los demás mantienen con naturalidad relaciones que a él le cuesta crear, pero está ya en otro momento. Sigue con el tratamiento farmacológico que ha de mantenerse unos meses más allá de los síntomas, de forma preventiva. I sabe que ha de mantenerse activo para poder estar bien. Valora sus propios recursos, mejora su autoimagen. Es capaz de decir: “Soy alguien”. 

Día 5: Ansiedad con somatización

Mujer, 38 años. Paciente de Elena Daprá, psicóloga privada en Madrid.

O trabaja de técnico superior, de 8 a 5, más horas extras. Tiene dos niños de 7 y 14 años, con extraescolares hasta las 5.30 y un marido, también técnico superior, con un puesto más alto y más ingresos, por lo que la familia prioriza su trabajo. Generalmente es ella quien ajusta su jornada para buscar a los niños y cuidarlos por la tarde. 

Llega a consulta en diciembre de 2020. Entre sus síntomas: dolores de cabeza, tensión muscular, fatiga, falta de deseo sexual, malestar estomacal… Se le cae mucho el pelo y duerme mal. Su médico de cabecera le receta Lexatin. Emociones que manifiesta durante la evaluación: inquietud, falta de motivación, incapacidad para enfocarse en una tarea, irritabilidad y ataques de ira. Siente que está “enfadada todo el tiempo” o que de pronto pasa a “una tristeza agobiante”. Ha dejado de hacer ejercicio y de salir con las amigas. Pasa de tener un apetito voraz a no comer nada. No fuma ni bebe, pero muchas otras pacientes con cuadros parecidos han incrementado el consumo de alcohol y tabaco. 

O arrastra esta situación desde el confinamiento. Estar encerrada 24/7 con su familia, mientras teletrabaja, le hace sentir que se levanta y acuesta “por la noche”. Le preocupa la salud de sus padres y el estado emocional de sus hijos. El miedo y la incertidumbre que siente en el pico de la pandemia no explotan entonces, sino meses después. Llega diciendo: “Ahora que viene la Navidad y estamos más relajados, que la gente vuelve a la normalidad, estoy peor y tengo ganas de llorar a todas horas… Yo no soy así”. 

El primer punto a trabajar es explicar que está reaccionando a una situación anormal y que dicha reacción sí forma parte de ella. Se establecen sesiones semanales de 50 minutos (100 euros). Dados sus problemas para conciliar (“no me da la vida”, repite) las sesiones son flexibles para no añadir estrés y puede cambiarlas con 48 horas de antelación o realizarlas por Zoom. Se insiste en la necesidad del autocuidado: la terapia es el primer espacio para dedicarse a sí misma. 

Llega con el Lexatin comprado, pero como muchos pacientes medicados con psicofármacos por primera vez alberga dudas: “Tengo demasiadas cosas que hacer para andar atontada”, dice. Sabe que le pasa “algo”, pero “no como para medicarse”. A pesar de que su cuerpo reacciona somatizando, no es consciente de su cuadro de ansiedad: “Yo no necesito Lexatin, sino más horas en el día”. Se le explica que ante una patología de ansiedad las neuronas aumentan su apertura presináptica, por lo que pasan más impulsos nerviosos, la medicación las equilibra para que se pueda trabajar a nivel cognitivo. Los ansiolíticos sirven para momentos puntuales, se irán retirando mientras se crean herramientas psicológicas. La medicación se mantiene tres meses. 

Su principal motivación para solucionar su ansiedad es cómo puede influir en sus hijos o “cargarse” su relación de pareja. Como muchas mujeres, se sobreexige a nivel familiar y laboral. Tiene distorsiones cognitivas sobre lo que demandan de ella los demás. 

Se lleva a cabo una mezcla de terapia cognitivo conductual y humanista, incluidas sesiones con fototerapia (en la que se usan imágenes para proyectar), una sesión con el marido y una segunda fase de empoderamiento para mejorar la autoestima. Se trabajan las ideas irracionales sobre lo que se espera de ella. O empieza a delegar en su marido (que está de acuerdo con un reparto más igualitario de tareas) y en sus hijos, a los que permite ser más autónomos. Se revisa la alimentación sana y el ejercicio físico trastornados desde el confinamiento. O sigue teletrabajando con jornada flexible, explica que cuando va a la oficina rinde menos, pero empieza a disfrutar de relacionarse con su equipo. 

Tras un año de tratamiento O ha superado su sintomatología. Las sesiones se han espaciado cada 15 días, y podrían cesar. “Este es mi espacio, no quiero dejarlo”, dice ella sin embargo. 

Día 6: Anorexia nerviosa 

Mujer, 18 años. Paciente del psiquiatra Luis Rojo, jefe de la Unidad de Trastornos de la Conducta Alimentaria del Hospital La Fe de Valencia.

Tímida, perfeccionista y con ciertos rasgos obsesivos, N es ingresada en el verano posterior al confinamiento por tercera vez por anorexia nerviosa. Dejó los estudios como consecuencia de la patología que desarrolló hace varios años. A la unidad de hospitalización llegan las pacientes que no responden al tratamiento ambulatorio ni al hospital de día, un recurso operativo de 9 a 5, donde hacen desayuno, comida y merienda. En la unidad hospitalaria, a tiempo completo, el control de la alimentación es más estricto. 

Aunque N es recurrente, la lista de espera para los ingresos, de unas 25 personas actualmente, se ha visto aumentada últimamente, sobre todo, con primeros casos. El malestar generado por la pandemia fue un caldo de cultivo. Las condiciones amenazantes de una situación que nunca habíamos vivido se tradujeron en estrés. A ello se añadió la pérdida de vínculos sociales, la limitación del ocio y el aumento de la ociosidad, la intensificación de la vida familiar, con sus pros y sus contras, el estrés de los padres... Fue también una ocasión para pensar, ¿qué puedo hacer para no echarme a perder? Muchas personas empezaron a cuidar lo que comían y a hacer ejercicio, lo que sirvió como vía de entrada a perder peso para las chicas más vulnerables. 

N es mayor que la mayoría de los casos nuevos, donde hemos visto crías de hasta nueve años. Algún caso se inició en redes sociales: un grupo de amigas queda para adelgazar durante el confinamiento; una de ellas pierde el control y desarrolla un trastorno alimenticio. Hay factores de vulnerabilidad individual para entrar en cuadros obsesivos. En una situación con tanto descontrol, las personalidades con rasgos perfeccionistas, inseguras, que creen no contar con recursos para resolver incidencias, ven una salida compensatoria en el control de la propia ingesta: es un mecanismo de compensación. No comen para sentirse mejor. Les calma y les motiva, aunque luego les absorba y se queden pilladas emocional y biológicamente. 

El ingreso de N dura solo 20 días. Como muchas pacientes recurrentes, repite que “se le ha vuelto a ir el control de las manos”. El ingreso anterior había sido de cuatro meses, un plazo más habitual. No es recomendable acelerar la recuperación de alguien que ingresa con un índice de masa corporal de 14 o 12, o hasta de 11 o 10 (un IMC normal va de 18,5 a 26,9), ya que la realimentación puede causar problemas. Al principio ganan peso rápido, llegan vacías, pero a partir de ahí la recuperación es lenta, lo cual ayuda a contener la fobia a engordar. 

Los ingresos como el de N fueron más duros durante el confinamiento. No se podían recibir visitas, ni hacer salidas, ni volver a casa el fin de semana, grandes motivadores para estas chicas ya que el ingreso es una pérdida de autonomía. 

En el ingreso, el control de la alimentación (y a veces los suplementos nutricionales) es importante pero no es lo único. Se establece una relación emocional y psicoterapéutica con la paciente. La alimentación está ahí, pero no es de lo que más se habla durante las sesiones, dos o tres veces por semana. A veces no es fácil comunicarse, ni que reconozcan que están enfermas. “Me llamo P, tengo 11 años y no tengo nada más que decirte”, arrancó una paciente en una sesión reciente. No dijo nada más en la hora que siguió. Las pacientes también tienen sesiones con las psicólogas, que se ven a su vez con las familias. Ahora son online, algo muy útil que hemos descubierto con la pandemia y que evita traslados continuos a la unidad. La terapia de grupo también funciona; el tratamiento farmacológico se usa cuando se necesita, sobre todo cuando hay clínica depresiva presente o síntomas psicóticos, para reducir la sensación de que las miran por la calle o por redes sociales.

N fue dada de alta y no ha tenido más ingresos. La evolución de esta enfermedad no es mala, un 30% recae, un 70% no: pueden seguir sintiendo malestar, pero sin que interfiera en su vida. No hay que demonizar la anorexia. Aun así la lista de espera ha aumentado y, tras la pandemia, cuesta más aligerarla. 

Día 7: Matrimonio en crisis 

Mujer y varón. 44 y 48 años. Pacientes de Sacramento Barba, terapeuta de pareja y mediadora de la Fundación Atyme en Madrid.

R y A estuvieron cinco años de novios y cuatro conviviendo antes de casarse. Sin problemas económicos, tienen un niño de 11 y una niña de 9. Ella es enfermera en un centro de salud, él es consultor. Como muchas parejas, durante el confinamiento viven una especie de paréntesis en el que ponen todas sus energías en estar bien. Pasado un tiempo, los problemas que arrastran de antes de la pandemia afloran con más intensidad asociados con una idea: “¿Qué estoy haciendo con mi vida?”. Recuerda al replanteamiento vital que se da tras una enfermedad grave o la muerte de un ser querido. R explicita en una sesión: “Estaba viendo pasar mi vida, no viviéndola, cada vez somos más distintos, no podemos seguir así”. El amor mueve montañas, pero ante una situación grave, si una pareja no tiene los recursos, hace agua. 

En el caso de R y A, como en el de tantas parejas, el primer cambio importante fue la llegada de los hijos. Antes se dedicaban a viajar, hacían cosas juntos. Después, él trabaja muchas horas, ella solo por las mañanas, empieza a sentirse sobrecargada por los cuidados y empieza a reprochar que no pasan tiempo en familia. Durante el confinamiento, por su trabajo, ella se mete en sí misma, apática. “No la reconozco”, repite él en las sesiones. Así llegan al verano de 2020, las primeras vacaciones tras la pandemia. Ambos tienen altas expectativas. Normalmente, es ella quien organiza, pero ahora no tiene ganas y le reprocha a él que no tome la iniciativa. “Con el año que hemos pasado”. Durante las vacaciones, tienen una gran crisis, y dejan de hablarse por no discutir frente a los niños. Él está perplejo: “Cuando ya había pasado lo peor, tuvimos uno de los peores veranos en familia”. Pasan los meses y las relaciones sexuales se paran. A ella no le apetece, no se siente cuidada. Él se siente rechazado. O discuten o mantienen un silencio que ella siente como castigador. 

En abril de 2021 comienzan las sesiones semanales de hora y media (100 euros). Se trabaja una comunicación libre de reproches, la exposición de los propios sentimientos y el principio de reciprocidad: los sentimientos de uno están relacionados con los del otro. También que la espiral de reproches y silencios solo lleva a más de lo mismo, es un mensaje de socorro y puede llevar a la separación, que a veces es lo adecuado. 

Siete meses después R y A siguen juntos. Acuden a terapia cada 15 días, en breve serán mensuales. Una vez al mes salen solos para reencontrarse. Cuentan que ya se reconocen. Este verano lo han pasado mucho mejor. 

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