EPARQUIO DELGADO
| El País |
20/10/2019
Resiliencia.
Un término en boca de empresas, educadores y psicólogos que plantea una
pregunta radical. ¿Es posible ver el vaso medio lleno cuando está hecho añicos?.
Nada más acabar la licenciatura de Psicología, una
profesora de la universidad me propuso participar en un proyecto de
investigación sobre la “resiliencia psicológica”, de la que apenas había oído
hablar por aquel entonces. Se trataba de descubrir qué hace que algunas
personas se sobrepongan a las adversidades mejor que otras. Me explicó que, en
lugar de enfocarse en las vulnerabilidades, trataban de averiguar cuáles son
las fortalezas que hacen a algunas personas inmunes al impacto de la pobreza
extrema, la guerra, el maltrato infantil y otras situaciones estresantes.
Para mi sorpresa, y a pesar de que estábamos en
una universidad pública, mi profesora no ocultaba que el objetivo principal era
crear un programa de resiliencia dirigido a empresas, instituciones educativas,
ejércitos y otros organismos que contara con cierto aval científico.
En 2003,
yo no sabía casi nada de psicología, pero aquello me recordaba bastante a los
experimentos del malvado Romulus con Lobezno, ese personaje casi inmortal de la
factoría Marvel con el esqueleto recubierto de un metal irrompible
llamado adamantium, la capacidad de regenerar heridas mortales y el
poder de bloquear en su mente acontecimientos traumáticos. Me estaba
proponiendo participar en un plan para crear superhumanos.
La resiliencia se parece bastante a un cuadro de
Monet. De lejos fascina, pero al acercarte se desdibuja y se convierte en una
amalgama de trazos inconexos. La mayoría de las definiciones aportadas hasta el
momento hablan, de una u otra manera, de un afrontamiento positivo en respuesta
a la adversidad, lo que no hace más que desplazar el problema (¿A qué llamamos
“afrontamiento positivo”? ¿Qué es objetivamente una “adversidad”?). No está
claro si se trata de una capacidad, una competencia o una habilidad.
Si se refiere a un proceso o a un resultado. Si se trata de un fenómeno estable o cambiante en el tiempo, o si debe ser abordada como un rasgo o como un fenómeno interactivo. Todo el mundo habla de resiliencia, pero nadie consigue identificarla con rigor.
Si se refiere a un proceso o a un resultado. Si se trata de un fenómeno estable o cambiante en el tiempo, o si debe ser abordada como un rasgo o como un fenómeno interactivo. Todo el mundo habla de resiliencia, pero nadie consigue identificarla con rigor.
Eso no ha sido un impedimento para poner en marcha
el negocio. Al fin y al cabo, la investigación sobre la resiliencia no busca
ampliar nuestro conocimiento sobre el comportamiento humano, sino vender a
empresas e instituciones públicas y privadas sus programas de intervención. Así
lo dejaron claro tanto mi profesora como Martin Seligman, padre de la psicología
positiva, cuando afirmó: “Hemos aprendido no
solo a distinguir a aquellas personas que crecerán después de un fracaso, de aquellos
que se quebrarán, sino también a enseñar a las personas a desarrollar las
habilidades necesarias para que sean de los primeros”.
La cuestionada investigación sobre este tema busca
distinguir a las personas que crecen después de un fracaso.
No en vano, el propio Seligman recibió 145
millones de dólares en 2008 para implementar el llamado Comprehensive Soldier
Fitness (CSF) en el Ejército estadounidense. En su obra Happycracia, Edgar Cabanas y Eva Illouz hablan de los “resultados fabulosos” que se obtenían con
el programa: mayor concentración y habilidad de los soldados en combate, mejor
recuperación tras experiencias traumáticas sobre el terreno. A pesar de todo,
su proclamado éxito no impidió las críticas a algunos aspectos éticos de la
intervención, y sus profundas deficiencias metodológicas hicieron dudar muy
seriamente de los resultados presentados por sus promotores.
Esta manera de considerar la resiliencia ha sido
cuestionada desde muchos frentes. Autores como Marc T. Braverman y Suniya S.
Luthar denunciaron el abuso del término “niño resiliente” por parte de los
políticos y la población, haciendo creer que se podría crear a niños inmunes
contra todo y resaltando el riesgo de olvidar que en muchos casos la causa de
los problemas son los factores ambientales. A pesar de que la investigación
sobre la resiliencia ha insistido en el papel de los vínculos familiares, el
apoyo social, los cuidados y el ambiente del individuo como factores de
protección ante las adversidades, las intervenciones se han centrado
principalmente en promover características individuales como la flexibilidad,
la autoestima, la perseverancia y las estrategias de solución de
problemas. La propia Asociación Americana de Psicología nos anima a “cultivar una visión positiva de
nosotros mismos” y a no perder la esperanza para construir resiliencia. Hay que
ver el vaso medio lleno aunque esté hecho añicos en el suelo.
En línea con la ética empresarial que preside
nuestras vidas, donde los premios son para los supervivientes y las crisis se
convierten en oportunidades, romperse ante las adversidades es el indicador de
que no hemos desarrollado un adecuado nivel de resiliencia. No es de extrañar
que Google y American Express hayan apostado por crear empleados más
resilientes y ya estamos viendo cómo se ponen en marcha estas propuestas en las
escuelas. Quieren crear un ejército de invulnerables y no escatiman en recursos,
pero
olvidan
un pequeño detalle: Lobezno no era humano.
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