DRA. MÓNICA CASTRO DAVID | TopDoctors | 11/10/2021
Es muy curioso cómo solemos hablar con gran preocupación sobre la violencia:
violencia en las calles, escuchamos sobre ella en la radio, la televisión, en
el transporte público, y con frecuencia podemos encontrarnos sumergidos en un
mar de lamentaciones preocupándonos por esto. Y es una preocupación muy válida,
pero ¿nos hemos preguntado alguna vez de dónde proviene esa violencia, o la
necesidad de ejercerla?
Podemos decir desde la academia que brinda la
psiquiatría y la psicología evolucionista, que la violencia es la perversión de la agresividad, la cual
está al servicio de la supervivencia, pero cuando su fin no es
este sino dañar, inicialmente al otro, se transforma en violencia y ejercer
maldad desde estos principios sin duda no es nada bueno. Pero, para que un ser
humano ejerza violencia sobre otro, resulta poco probable que no lo haga sobre
sí mismo. Y no estoy queriendo decir que toda persona que se haga daño a sí
misma lo inflija sobre alguien más, pero resulta difícil entender cómo alguien
que daña a otros no lo hace precisamente desde el daño sobre sí mismo. Y este daño al otro también puede ser desde
la no acción (tiene un poco de lo que llamamos pasivo
agresividad), pues, el silencio, el no hacer nada, el omitir, también son
agresiones: el no hacer es una acción en sí mismo.
En esta oportunidad quiero centrarme en la violencia
no como un fenómeno sociológico y antropológico que abate a los grupos de
personas, quiero hacerlo desde una perspectiva diferente y desde mi punto de
vista, poco explorada, y es precisamente la violencia hacia nosotros mismos,
que se enlaza directamente con el masoquismo,
la agresión más frecuente al merecimiento.
Para muchos el tema del masoquismo no es algo claro,
en especial porque responde a motivaciones inconscientes que por serlo no están
al alcance de la percepción consciente y pueden no ser comprendidas,
asumiéndolas como una vivencia más, un sentimiento más, una desdicha más,
cuando sus raíces profundas en realidad se encuentran en una fuerte necesidad
de aliviar la culpa a través del castigo, y como es de esperarse, no existe
mejor juez para darnos esta sentencia que nosotros mismos (nos gusta que nos
hagan sufrir en la medida en que necesitamos sufrir), lo que lo hace más cruel,
pues siempre está la idea de “no
soy lo suficientemente bueno, podría soportar más, debo aguantar, pude haberlo
hecho mejor”, y ante este imaginario resulta aliviador para el
yo encontrar una justificación a esa sensación de culpa, por lo que hemos
aprendido a hacernos daño, a lastimarnos, a ser injustos con nosotros mismos y
soportarlo.
Me pregunto ahora, ¿de verdad es necesario hacernos
tanto daño? ¿de verdad nos merecemos eso? Viéndolo desde la perspectiva del
merecimiento, podríamos argumentar que ejercemos
tal violencia sobre nosotros mismos porque lo merecemos, o porque quizás
consideramos que no merecemos nada bueno sino este castigo, asumiendo que es lo
justo al no ser lo suficientemente buenos, capaces o
mejores. Resulta contradictorio entonces que nos aterre la idea de evidenciar
violencia en otros que no seamos nosotros mismos, porque la culpa no nos
permite hacer conciencia del daño que nos hacemos al funcionar desde el
martirismo (traigo a colación aquí la máxima freudiana “detrás de todo gran
mártir se esconde un gran sádico”, habla por sí misma). Y esta palabra es
crucial, porque como bien sabemos, los mártires son aquellos seres que ganan
cierto reconocimiento (por otros mártires, casi siempre) al ser víctimas de
atrocidades, de perjuicios, de experiencias traumáticas y difíciles que, a
diferencia de los majaderos (su contraparte), mueren en el intento por
superarlas, y morir en estas circunstancias es motivo de honra, sin la
recompensa esperable (por lo menos en vida), pero confiando que tras su partida
se les recuerde por tan nobles actos (como sucede con tantos personajes en las
distintas religiones y culturas). Pero
el punto es que ser mártir es poco útil en la vida terrenal, en especial porque
la recompensa sólo es más y más culpa, y la culpa se paga con culpa: es
entonces un bucle infinito.
A nadie le gusta sufrir en realidad, pero a veces el
merecimiento alcanza unos niveles tan subterráneos, que no pareciera claro lo
que en realidad deseamos o lo que estamos buscando, y la necesidad de
gratificación es tanta, que preferimos que esta provenga del sufrimiento y no
de una experiencia realmente placentera, como si experimentar placer fuera algo
malo. De hecho si nos
procuráramos más experiencias tranquilas, de regocijo, de armonía, viviríamos
mejor, y eso disminuiría (o anularía) la necesidad de hacernos
daño y de hacerle daño a los demás (por la sencilla razón de que el drama
necesita compañía, no puede estar solo, la necesidad está en que no suframos a
solas y alguien más lo haga con nosotros), lo que traería consigo seres humanos
más dispuestos a buscar la felicidad de una manera sana y dejando de lado el
hacer el mal.
Invito a reflexionar cuánto provecho en realidad se
obtiene del sufrir por sufrir y si este supera el provecho de procurarse el
bienestar según las necesidades y anhelos de cada quien, sin esperar ser
juzgado por la sociedad, sino por mera tranquilidad y
merecimiento. Si nos
aterra la violencia hacia los demás, la violencia autoinfligida debería
causarnos pavor.
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