Ricardo Fandiño
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lavozdegalicia.com
| 03/08/2025
En los
últimos años, la salud mental se ha instalado en el centro del discurso social.
Se habla de ella en medios, campañas institucionales, en las escuelas, en el
Parlamento e incluso en la publicidad. Sin embargo, ese reconocimiento
simbólico no ha venido acompañado del compromiso institucional que debiera.
Nombrar el malestar no basta si las estructuras que deberían acogerlo siguen
debilitadas.
Según el
Barómetro Sanitario del 2025, el 20,6 % de la población española ha
requerido atención sanitaria por problemas de salud mental en el último año.
Pero solo un 52 % recibió atención pública; y de ese grupo, un 37,5 %
fue atendido exclusivamente por médicos de familia, sin acceso a psicólogos
clínicos ni a psiquiatras. El consumo de psicofármacos en España sigue
aumentando: uno de cada cinco adultos toma ansiolíticos o antidepresivos de
forma regular. En adolescentes, el dato es también preocupante: alrededor del
13,6 % consumen estos fármacos de forma habitual —llegando al 17,6 %
en chicas y al 9,7 % en chicos.
En Galicia,
un adolescente puede esperar entre tres meses y un año para ser atendido por un
profesional en la sanidad pública. Hablamos de una primera consulta, de una
escucha que permita poner palabras al malestar y orientar una intervención.
Durante ese tiempo puede romperse un vínculo, iniciarse una conducta autolesiva
o intensificarse el consumo de psicofármacos. Esperar, en estos casos, es una
forma de abandono.
El informe
del Consello de Contas es claro: por desigualdad territorial, Ourense y Lugo
han multiplicado por tres sus listas de espera. Además alerta del bajo
cumplimiento del Plan de Saúde Mental aprobado por la Xunta, con menos
contrataciones de las previstas y una ejecución presupuestaria incompleta. La
situación, explican, es estructuralmente deficitaria, con una ratio de
psicólogos por habitante muy por debajo de lo recomendado. Quienes trabajan
dentro del sistema lo viven cada día desde la impotencia.
Pero más allá
de los datos está la angustia de los padres por no saber cómo ayudar; el miedo
de muchos jóvenes a contar lo que les ocurre; el desgaste de las escuelas que
acogen malestares para los que no fueron pensadas y la frustración de
profesionales que derivan a servicios saturados. Todo eso también forma parte
de las listas de espera.
¿Por qué ha
cobrado tanta importancia la salud mental? Quizás porque el malestar ha dejado
de ser silencioso. Porque una parte creciente de la población —y muy
especialmente los jóvenes— no encuentra sentido, no se siente parte, no
consigue un lugar simbólico ni emocional. En una sociedad que prioriza la
eficiencia, la exposición constante, el rendimiento y el consumo como promesa
de autorrealización, el sufrimiento psíquico aumenta. Y en esa desincronía
entre lo exigido y lo posible aparece la desesperanza. Se diluye el horizonte,
se borra la posibilidad de imaginar. Cuando no hay relato aparece el síntoma:
ansiedad, depresión, autolesiones o conductas adictivas son intentos precarios
de sostenerse cuando los vínculos fallan.
Lo más
insólito es que las listas de espera ya no son solo un problema del sistema
público. En muchas consultas privadas las demoras también alcanzan semanas o
meses. La demanda supera la oferta, pero no todo el mundo puede esperar, ni
todo el mundo puede pagar. ¿Qué salud mental es posible cuando el derecho a ser
atendido depende del dinero o del lugar donde se vive?
Como apuntó
el escritor y filósofo británico Mark Fisher, una de las grandes violencias del
presente consiste en privatizar el malestar psíquico: convertir el sufrimiento
en una cuestión individual desconectada de las condiciones sociales que lo
generan. Se patologiza el síntoma, pero no se interroga el sistema. Se recetan
calmantes, pero no se transforman los entornos. Así, el dolor se convierte en
una carga privada, sostenida a solas por quienes tienen menos recursos para
elaborarlo.
Sin duda,
necesitamos más psicólogos en el sistema público. Pero también políticas
comunitarias, preventivas y cuidadoras que no lleguen tarde. Porque el
sufrimiento no espera. Una generación entera no puede seguir pagando con su
cuerpo y su mente las facturas de un sistema que no prioriza las políticas de
cuidados.
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