El consumo de medicamentos
psiquiátricos aumenta a pesar de que las patologías mentales permanecen
estables
La tristeza no es una enfermedad.
Sentir dolor por la muerte de alguien querido no es patológico. Y temblar
cuando se habla en público por primera vez, tampoco. La vida no se puede tratar con
pastillas y,
sin embargo, cada vez recurrimos más a ellas para combatir lo que no es otra
cosa que el simple malestar de vivir. En lugar de asumir por la mañana los
nubarrones con un “buenos días tristeza”, corremos al médico para que nos
recete antidepresivos. Y en lugar de encararnos con el jefe tóxico que nos
acosa, corremos al psiquiatra en busca de ansiolíticos.
En
10 años se ha producido en España un aumento del consumo de medicamentos
psiquiátricos que no está justificado. De hecho, la mayoría de las patologías
mentales de causa endógena tienen una incidencia estable en el tiempo y similar
en todo tipo de sociedades. Lo que sí puede aumentar es la incidencia de
trastornos transitorios de carácter reactivo, la depresión causada por estrés,
por ejemplo. Pero ni siquiera eso explica el aumento que se ha observado en la
prescripción. No hay en España, país alegre y soleado donde los haya, por mucho
que apriete la crisis, tanta depresión como indican las ventas de Prozac y
otros antidepresivos. Ni se justifica que en las estadísticas de la OCDE, España figure en segundo lugar en
consumo de tranquilizantes.
¿Qué ha propiciado este salto tan
espectacular de lo que podríamos denominar psiquiatría de complacencia? La
presión de la industria farmacéutica, con su estrategia de ganar mercados a
costa de crear nuevos síndromes, es señalada por muchos autores como el
desencadenante de la espiral medicalizadora. Resulta más barato y más lucrativo
crear nuevos mercados para viejos principios activos reciclados como nuevos
fármacos que encontrar nuevos tratamientos. Después de alertar en el British
Medical Journal en 2002 (Selling sickness: the pharmaceutical
industry and disease mongering), Ray Moynihan hurgó en varios libros e
investigaciones los mecanismos que han llevado a etiquetar como enfermedades
procesos que no lo son: desde la fobia social al síndrome de las piernas
inquietas. La psiquiatría infantil, con el espectacular aumento del diagnóstico
de autismo e hiperactividad, ha resultado el campo mejor abonado.
La presión de la industria farmacéutica es señalada
por muchos autores como el desencadenante de la espiral medicalizadora
Pero aunque es fácil colocarle a la
industria farmacéutica la etiqueta de villana, no es el único factor. Y en
ocasiones, ni siquiera el más importante. Desde la salud pública se dice que
somos lo que comemos, pero más que nada somos lo que pensamos. Autores como
Byung-Chul Han o Zygmunt Bauman nos dan, desde la sociología y la filosofía, claves
que ayudan a explicar mejor el fenómeno. Por un lado, como dice Han en La
sociedad del cansancio, las consecuencias de dejar atrás la
organización social disciplinaria, en la que si uno cumple con su deber podrá
vivir satisfecho, para sumergirnos en la sociedad del rendimiento, cuyo
paradigma es ese individuo exhausto por una competitividad autoimpuesta y sin
límite que le obliga a estar siempre alerta y siempre en forma, y que percibe
cualquier distracción o contratiempo como una amenaza para su carrera. Si
fracasa, será por su culpa. Para Bauman, en estos tiempos hipercompetitivos,
los que no siguen quedan excluidos, y eso crea mucha angustia. La gente ve la
vida como el juego de las sillas, en el que un momento de distracción “puede
comportar una derrota irreversible”. Y así es cómo, “incapaces de controlar la
dirección y la velocidad del coche que nos lleva, nos dedicamos a escrutar los
siete signos del cáncer, los cinco síntomas de la depresión, los fantasmas de
la hipertensión o el colesterol, y nos entregamos a la compra compulsiva de
salud”.
Todo eso, en el marco de una cultura
que fomenta el consumismo y el individualismo hedonista, que produce individuos
exigentes, impacientes y con escasa tolerancia a la frustración y que, como
advirtió Daniel Callahan, director del proyecto Los Fines de la Medicina, del
Hastings Center de Nueva York, esperan de la medicina aquello que esta no les
puede dar. Esos individuos son muy vulnerables a la publicidad, abierta o
encubierta, que les ofrece el recurso a las pastillas como el elixir mágico que
les ayudará a construir una burbuja de felicidad, aunque sea inducida por la
química.
La mayor parte de esa presión se
canaliza hacia la consulta del médico de cabecera, que muchas veces solo tiene
el talonario de recetas para hacer frente a tan perentorias demandas. Pero los
medicamentos no son inocuos. Barbara Starfield, de la Universidad John Hopkins,
señalaba ya en 2002 en To err is human que la iatrogenia de
los tratamientos era la tercera causa de muerte en Estados Unidos. El problema
es que, como indica Enrique Gavilán, médico de familia que ha investigado los
procesos de medicalización, si no se hace un seguimiento adecuado, algunos de
estos fármacos crean dependencia. Y ahí tenemos una nueva forma de hacerse adicto.
Andreu Segura, especialista en salud pública, lamenta que la sociedad no sea
consciente de que las pastillas pueden ayudar cuando son necesarias, pero
también tienen efectos adversos, y eso es lo único que producen cuando se
recetan sin justificación. Pero mientras nos excedemos en la prescripción en
procesos que no son patológicos, hay al mismo tiempo muchos enfermos con
verdaderas enfermedades mentales que ni siquiera están tratados. Para Antoni
Bulbena, jefe del Departamento de Psiquiatría de la UAB, esa es la gran e
injusta paradoja de este historial. Al final, unos sufren por demasiado
medicados y otros por demasiado poco.
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