CATHERINE L’ECUYER | El País | 27/04/2020
En una de las
bibliografías de María Montessori, Rita Kramer explica
que se había puesto de moda, entre las mujeres del siglo XIX en Italia, el
juego de encender y de apagar unas cerillas para matar el tiempo, mientras los
niños estaban siendo cuidados por una niñera y el padre estaba ausente del
hogar. Esa anécdota ilustra hasta qué punto no se veía la actividad educativa
-por lo menos durante los primeros años del niño- como algo relevante. Educar
era una tarea a la que se dedicaban principalmente los más vulnerables, a falta
de otra alternativa. Montessori explica como era corriente escuchar en las
familias burguesas decir al niño; “no te sientes en el suelo” o “no te sientes
en el sofá”. Entonces el niño era un ciudadano que no tenía lugar en los
espacios comunes de su propia casa. Se le decoraba de lazos y se le ataba
inmóvil a una silla con su niñera para que no hiciera ruido y no molestara.
Si bien es cierto que en l’Émile, Rousseau
había hablado en el siglo XVIII del niño como de un sujeto, no como un objeto,
consideraba el Estado como su principal educador. Afirmaba que el Estado tiene
un papel prioritario sobre el de los padres en el ámbito de la educación de los
hijos, puesto que la educación de los niños no debe “abandonarse a los
prejuicios de sus padres”. Quizás fue por exceso de coherencia consigo mismo
que Rousseau abandonó a sus hijos en un orfanato. La idea rousseauniana de que
los padres son incompetentes para poder educar a sus hijos y deben dejar que el
Estado lo haga para ellos sigue hoy recibiendo atención, configurando muchas de
las políticas educativas.
A inicios del siglo
XX, se empiezan a multiplicar las teorías psicológicas respecto a la educación
y se ponen de moda los parvularios para niños desde los 3 años. En los EE UU,
Dewey tiene sus teorías encaminadas a resolver, desde el aula, la cuestión de
la educación hacia la integración de los millones de inmigrantes que habían
llegado a América después de la Primera Guerra mundial. En Europa, nace el
movimiento de la Educación Nueva inspirado en gran parte en Rousseau. Las aulas
de la Educación Nueva se convierten en laboratorios de psicología, y la
psicología se convierte en el vestido de dignidad de la pedagogía. Surgen todo
tipo de teorías educativas elaboradas por médicos o psicólogos, como Claparède,
Decroly, Piaget, Montessori, que pueden dar de pensar a los padres que la
educación es un asunto demasiado complicado para que ellos mismos puedan
hacerse cargo. Los padres deben por tanto encargarlo a los especialistas, ya
que ellos, sí saben.
Acabada la Segunda
Guerra mundial, ante el horror de los campos de concentración, se rechaza
enérgicamente la teoría de la eugenesia, se empieza a entender el poder de la
educación y los Estados adoptan progresivamente la idea de cuidar a los
colectivos desfavorecidos a través de políticas sociales y educativas,
empezando desde la primera infancia. Como consecuencia de la Segunda Guerra
mundial, los orfanatos de Europa están llenos. La OMS encarga entonces un
informe a un psiquiatra llamado John Bowlby, sobre la
consecuencia de una crianza sin madre sobre la salud mental de los niños en los
orfanatos. En su informe, publicado en 1951, Bowlby hace hincapié en la
importancia de la sensibilidad del principal cuidador para la creación de un
vínculo de apego (de confianza) entre él y el niño. Nace entonces la teoría del
apego, que revolucionará el ámbito de la psicología infantil.
En la década de los ochenta, el caldo
es favorable a la aplicación de ciertas ideas neurocientíficas en el ámbito de
la educación y la ciencia se convierte una vez más en el vestido de dignidad de
la pedagogía bajo la etiqueta de la “educación basada en la neurociencia” (brain-based education).
Esa situación da pie a las expresiones que hoy conocemos como: “todo se juega
de 0 a 3 años” o “más y antes es mejor”. Y entonces se recomienda a los padres
escolarizar a sus hijos cuanto antes, se pone el énfasis en la parte cognitiva
de 0 a 3 años y se multiplican los métodos y los libros que hablan de la
estimulación temprana. De nuevo, los padres tienen menos protagonismo,
delegando la educación a parvularios especializados que usan métodos
supuestamente basados en la neurociencia, pensando que ellos mismos no son lo
suficientemente competentes para hacer ese trabajo. El apogeo de esa creencia
es, en 1997, cuando Hilary Clinton, en un discurso dirigido a educadores en la
Casa Blanca, dice: “En el momento en que la mayoría de los niños empiezan la
escuela infantil, la arquitectura del cerebro está esencialmente construida.”
Esa declaración levantó un tsunami de críticas por parte de neurólogos y
neurobiólogos en todo EE UU, pues esa creencia es un “neuromito” (una mala interpretación de la literatura neurocientífica). El cerebro es
plástico y puede modificarse a lo largo de toda la vida y el bombardeo temprano
de información no necesariamente favorece el aprendizaje. Esos neuromitos dan
una importancia excesiva a la estimulación cognitiva y restan importancia a la
dimensión interpersonal en los primeros años, clave para el apego.
La disciplina social solo
es posible cuando existe, previamente, una disciplina y una
responsabilidad personal.
Los neuromitos han llevado a la
abdicación del ámbito familiar, a favor de la industria educativa del consejo
empaquetado conformado por aquellos gurús, expertos, libros o productos que
dictan a los padres exactamente lo que han de hacer para que sus hijos sean
exitosos y felices, y sobre todo para que coman, duerman y obedezcan. Ese enfoque educativo conductista,
caracterizado por el adultocentrismo, está orientado principalmente hacía la
tranquilidad de los padres. La industria del consejo empaquetado, en búsqueda del “manual definitivo” de una crianza
perfecta, enfoca la educación desde el punto de vista de los “cómo” y de los
“qué” y aleja a los padres de los “para qué” y los “por qué”. Contribuye, de
nuevo, a despojar a los padres de su papel como primeros educadores, entregando
a sus hijos a la industria del juego “con botones y pilas” y despojándoles de
la intuición parental y del sentido común que debería guiar toda acción educativa.
La teoría del apego fue inicialmente
criticada por el feminismo, por culpar a la mujer trabajadora de todos los
males de la infancia. Pero hoy sabemos que el apego del niño puede hacerse
tanto con el padre como con la madre. El apego es el vínculo de confianza que
se establece entre el niño y un principal cuidador disponible y capaz de
atender a tiempo sus necesidades básicas durante los primeros años de vida. El
niño con apego seguro es más confiado, descubridor y empático en sus relaciones
interpersonales. Hoy, esa teoría es una de las más investigadas, reconocidas y
establecidas en el ámbito de la psicología del desarrollo, se ha convertido en
el enfoque por excelencia para entender el desarrollo del niño y está siendo
utilizada como base y premisa de la mayoría de las investigaciones y políticas
sociales y de educación infantil en gran parte de los países desarrollados.
Hacer creer a los padres que la
híperestimulación durante los tres primeros años de vida es más importante que la atención
afectiva y convencerles de la necesidad de una escolarización temprana ha
contribuido a adormecer la conciencia de ser principales educadores y puesto en
entredicho su vocación y su competencia educativa, generándoles agobio e
inseguridad personal. Esas creencias han despojado a los padres de su rol,
reduciéndoles a meros estimuladores y animadores de ludoteca que ni gozan, ni
disfrutan de la belleza de su misión.
Esa creencia influyó, como es lógico,
en la cuestión de la conciliación. Si los niños no necesitan a sus padres,
entonces más vale delegar ese cuidado y escolarizarlos desde los 4 meses. Si el
niño está mejor en el colegio, ¿para qué necesitamos una baja de maternidad o
de paternidad más larga? Entonces los únicos argumentos que nos quedan son
invocar el derecho de la mujer a tenerla, o la obligación del varón a cuidar de
sus hijos para erradicar el machismo. Hoy sabemos que la rotación del principal
cuidador es uno de los factores que interfiere en la creación del vínculo de
apego. Pero preferimos prohibir la transferibilidad de las bajas, porque es más
afín a nuestras mentalidades igualitaristas. En definitiva, las necesidades del
niño, que deberían ser el principal protagonista de la cuestión, se relegan al
segundo plano en un debate ideológico esencialmente adultocéntrico.
¿Qué es la sensibilidad? La
sensibilidad (instinto maternal, paternal) es un mecanismo del que dispone la
naturaleza para ayudarnos a tomar conciencia de nuestra responsabilidad como
primeros educadores, para que seamos capaces de sintonizar con las necesidades
reales de nuestros hijos. ¿Debería ser suficiente con el sentido del deber? Sí,
pero la naturaleza es generosa y nos facilita el trabajo. Sin embargo, no es
suficiente tener ese regalo. Esa sensibilidad se desarrolla a base de pasar
tiempo con nuestros hijos, dándonos cuenta de lo que necesitan para su buen
desarrollo. En ese sentido el confinamiento ha sido y está siendo una
oportunidad única para desarrollar esa sensibilidad maternal y paternal, para
consolidar el vínculo de apego / de confianza con cada uno de ellos. En ese
sentido, nuestra mirada es clave para transmitirles una actitud positiva y
confiada hacía el mundo que nos rodea.
Por último, no iría mal recordar, en
tiempos de des-confinamiento, que la disciplina y la responsabilidad social,
tanto por parte de los padres como de los niños, no surje de “la nada”, ni de
llenar la calle de personas uniformadas repartiendo multas, ni de las
instrucciones del “BOE de cada día”. La disciplina social solo es posible
cuando existe, previamente, una disciplina y una responsabilidad personal. Y la
responsabilidad personal solo es posible cuando asumimos que la persona que
actúa es competente, racional, consciente y libre de asumir las consecuencias
de sus acciones. Montessori lo ilustraba con un hermoso ejemplo. Explicaba
cómo era posible que un grupo de personas se queden en silencio ante un
concierto. Nos recordaba que el silencio colectivo no es, o por lo menos no
debería jamás de ser, el mero resultado de la imposición colectiva de una norma.
En ese caso, la disciplina colectiva es la suma de la disciplina personal de
cada uno de los que escucha en silencio. Es el resultado del que ha
desarrollado la fortaleza personal y el autocontrol, del que entiende lo que
acontece y tiene sensibilidad para apreciar la belleza y la armonía del sonido
del conjunto de todos los instrumentos que se oyen en la pulcritud del
silencio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario