CATHERINE L’ECUYER | La vanguardia | 17/04/2020
Los
niños se asombran porque ven el mundo literalmente por primera
vez. Cada vez que miran por la ventana y ven el cielo es como si el cielo se
estrenara ante ellos. Los adultos, en cambio, tendemos a pensar que las cosas y
las personas existen porque nos las merecemos. La sociedad del hiperconsumo, de
la inmediatez y del bienestar ha contribuido a anestesiar nuestro sentido del
asombro. El que lo tiene todo acaba creyendo que el mundo debe comportarse a su
antojo. Como es lógico, una sociedad en la que cada persona se considera el
centro del universo es una sociedad enferma, insensible e ingobernable. Es la
sociedad de las quejas y de las revueltas continuas. La pérdida del asombro
lleva a la cultura de la autosuficiencia, que hace ignorar la fragilidad del
ser humano, a la del cinismo, que hace pensar que todo le es debido, y a la de
la indignación y del victimismo, que lleva al resentimiento vengativo e
insolidario.
“La vida nos brinda una oportunidad
irrepetible para volver a encontrarnos con nosotros mismos”.
Mientras
los países del hemisferio sur estaban ya en guerra contra epidemias sucesivas
de dengue, de zika, de fiebre amarilla y de malaria con cientos de millones de
personas afectadas desde el 2017, el coronavirus llegó por sorpresa a los
países del norte, convirtiéndose en una pandemia con consecuencias terribles.
Ojalá
esa tragedia sea por lo menos una oportunidad para volver a lo esencial, para
agradecer y valorar lo que tenemos. No, los huevos no vienen del supermercado,
la calefacción no proviene del radiador y las ayudas del Estado no vienen del
Estado (sino de cada uno de los que pagamos honradamente nuestros impuestos).
Detrás de una comida caliente, de un cuidado sanitario, de una tecnología que
funciona o de una ayuda social hay una cadena de personas estudiando y trabajando
de día y de noche. Quizás esta crisis sea una oportunidad para entender el
poder del alcance silencioso de cada uno de nuestros gestos. Detrás de un gesto
en el hogar o en el trabajo, hay miles de personas que viven mejor, o que
siguen vivas. Quizás sea también una ocasión para empatizar y darnos cuenta de
la soledad de nuestros ancianos, a los que tanto debemos. En pocos días, un
virus invisible consiguió que el mundo entero se arrodillara de golpe. En medio
de tanta desgracia, quién sabe si se aplanará también la curva de la soberbia
de pensar que dominábamos el mundo, o que íbamos a arreglarlo gritándonos unos
a otros. Quizás sea el tiempo de darnos cuenta del valor del silencio y del
tiempo dedicado a nuestros seres queridos. Quizás sea una ocasión para dejar de
tener tanta fe en las promesas de inmortalidad que nos ofrecen la ciencia y la
tecnología, y para aspirar a una perfección de la que sí somos capaces, una
perfección más humana. Caer en la cuenta de nuestra miseria, vulnerabilidad y
fragilidad no solamente es compatible con esa perfección, sino que podría ser
el camino para alcanzarla, porque es precisamente esa condición que nos hace
ser más solidarios y compasivos. Aunque parezca paradójico, la perfección del
ser humano pasa por la toma de conciencia de que no lo es.
El
confinamiento pondrá a prueba nuestra interioridad. Un silencio interior que,
según Tagore, el gran poeta filósofo bengalí, buscamos ahogar en la multitud.
En un estudio publicado en el 2014 en la revista Science , el
25% de las mujeres y el 67% de los hombres prefieren autoadministrarse un
calambre a permanecer sentados de seis a quince minutos en una habitación vacía
sin otra distracción que sus propios pensamientos. Blaise Pascal decía que
“todos los problemas de la humanidad provienen de la incapacidad del hombre de
estar en silencio a solas en su habitación”. Ahora que las calles están vacías
del clamor de la multitud anónima, la vida nos brinda una oportunidad
irrepetible para volver a encontrarnos con nosotros mismos. Nos invita a ocupar
el espacio interior del que habíamos desertado para empacharnos de estímulos y
vivir a remolque de ellos. Sólo desde ese espacio interior puede brotar el
sentido del asombro que nos hace ver el universo como si fuera recién
estrenado. Es el sentido del asombro el que nos hace caer en la cuenta de que
nuestra fragilidad es parte esencial de nuestra humanidad, que la vida es un
regalo y que el mundo es un milagro.
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