No saber qué te vas a encontrar es una de las razones que nos disuaden
de ir al psicólogo. Acudimos por primera vez a terapia para dar a conocer cómo
funciona.
Un trabajo que llevaron a cabo investigadores de psicología de la Universidad Complutense de
Madrid apuntaba varios datos
interesantes sobre la actividad clínica y el perfil de las personas que acuden
a terapia psicológica en España. Se estudió el
contexto clínico de 856 pacientes y la investigación desprendió que el 68,3 %
de los que iniciaron el tratamiento obtuvieron el alta terapéutica. El 75,3 %
necesitó 18 sesiones o menos. Por el contrario, uno de cada cuatro pacientes
(el 24,3 %) abandonó la terapia antes de lograr los objetivos marcados. Además,
se aportan datos interesantes sobre qué personas acuden al psicólogo en España (mayoritariamente
mujeres jóvenes), así como el perfil tipo del profesional de la psicología
(también mayoritariamente mujeres jóvenes que ejercen su actividad en una clínica
privada).
Aunque las heridas provocadas por la pandemia hayan provocado un
auténtico terremoto de datos que puedan volver borrosa esta foto fija, lo
cierto es que las cifras de este estudio (y de muchos otros) demuestran que la
terapia funciona en la mayoría de los casos. Y si lo sabemos, ¿por qué nos
sigue costando ir al psicólogo? El Instituto Nacional de
Estadística cuantifica que un 13 % de los españoles presentan sintomatología depresiva según
los datos recogidos para la última Encuesta Europea de Salud. Sin embargo, antes de la pandemia, se estimaba que solo acudía a
terapia entre un 5 y un 10 % de la población.
Evidentemente, el primer problema al que nos enfrentamos a la hora
de acudir a un profesional de la salud mental es económico. Ir a terapia es
caro si se recurre a profesionales que ejercen su actividad desde el ámbito
privado (la mayoría). La escuálida nómina de profesionales en la sanidad
pública supone la primera barrera a la hora de acceder a atención psicológica.
No solo va a terapia quien quiere, sino también quien puede. Así de claro. Y es
un problema: una ansiedad en
lista de espera o desatendida puede derivar en una depresión que agrave el
problema. El sistema público, ahogado y sin recursos, llega demasiado tarde a
prestar socorro. Si es que llega.
Pero más allá del bolsillo existen otras reticencias. Nos cuesta
acudir por primera vez al psicólogo, sobre todo en determinados grupos de población
adulta. ¿Qué nos vamos a encontrar? ¿Me voy a sentir incómodo? ¿Qué hago con
las cosas que no quiero compartir con nadie? ¿Me va a presionar? Son algunas de
las dudas que muchos se plantean y que disuaden a la hora de pedir cita. Por
eso, en La Voz
de la Salud hemos querido mostrar cómo es
la primera consulta con un profesional buscando tranquilizar a todos aquellos
que sospechan que necesitan ayuda, pero que ven con temor la tarea de exponer
sus sentimientos ante un desconocido.
Una hora de
consulta: evaluación inicial
Cristina Veira encaja
en ese perfil radiografiado como mayoritario dentro de los profesionales que
ejercen la psicología clínica: mujer, joven y ejerciendo su profesión desde el
sector privado. Forma parte del centro de psicología Andainas y es además
miembro del Colegio Oficial de Psicoloxía de Galicia. Entramos en la clínica
—en un primer piso— y rápidamente pasamos a consulta. «Yo soy Cristina, soy la
psicóloga que te va a atender». Lo primero es presentarse.
Lo que
se trata en una consulta de psicología pertenece al ámbito más privado de las
personas, es por eso que el que se somete a ella es un
periodista y no un paciente habitual de la clínica. Lo que se relata a
continuación es una experiencia real, pero algunas partes de la conversación
han sido suprimidas para proteger la intimidad de las personas. Igualmente, las
pautas que se nos indican serán obviadas porque cada caso es personalizado. Si
tienes problemas de ansiedad, depresión o cualquier otro problema de salud
mental, consulta con un profesional.
Nos pregunta si alguna vez hemos acudido a la consulta de un
psicólogo. Si alguien nos ha hablado de su trabajo y cómo hemos llegado a ella.
A Cristina no la conocemos de nada, sinó no nos podría atender. Nos explica su
metodología que «a veces es algo distinta». En efecto, constatamos que su forma
de trabajar no es la que hemos visto en anteriores ocasiones en consulta.
«Nosotras trabajamos en equipo —tres profesionales forman parte del gabinete—.
Aunque me ves aquí sola, a través de esa cámara ahí —efectivamente, hay una
cámara en la habitación— mis compañeras, que son psicólogas también, están
viendo y escuchando. La cámara no graba absolutamente nada, ni audio ni vídeo.
Y lo hacemos porque así somos más eficaces, tienes que venir menos veces. Yo me
puedo centrar en la conversación sin tener que estar tomando notas; por otro
lado, ellas van pensando cómo te podemos ayudar. La confidencialidad está
garantizada».
La habitación tendrá unos 20 metros cuadrados. Nos sentamos en
puntos opuestos frente a una gran mesa de trabajo redonda. Por supuesto, no hay un
diván de cuero con capitoné presidiéndola, ese elemento
indispensable para representar una consulta de psicología en el cine o el
teatro. Hay dos puertas: por la que hemos entrado y una segunda, cerrada, tras
la que escucha la conversación el resto del equipo. «La consulta va a durar más
o menos una hora. Hacia el final haremos una pausa, te enviaremos a la sala de
espera y yo me reuniré con ellas para ver cómo te podemos ayudar».
Nos pasan unos cuestionarios previos. Siempre realizan dos: uno al
inicio de la cita y otro al final. «No es para evaluarte a ti, sino para
evaluar si la terapia está funcionando. Si no está funcionando, nos sirve para
cambiar la estrategia o bien para decirte que no podemos ayudarte. No queremos
que estés aquí tirando el tiempo y el dinero». Firmamos un consentimiento y nos
cuestiona sobre una serie de datos (miembros en la unidad familiar, fecha de
nacimiento, estado civil, nivel de estudios, etc,). Nos explica también las
«normas de la casa». Son sencillas: no está permitida la violencia ni tampoco
estamos obligados a contar lo que no queramos, aunque ella
podrá preguntar la que quiera. «El objetivo de esta sesión no es que tú vomites
todo lo que tengas dentro, sino que salgas con la sensación de que ha sido una
buena idea venir. Vuelvas o no, ese sería nuestro objetivo. No tienes por que
responder a nada que no te apetezca». Nos invita a que, si algo nos incomoda,
digamos que no nos apetece contestar. «Hay gente a la que le da apuro decir
eso, entonces también nos valen cambios de tema, omisiones, pequeñas mentiras o
incluso grandes mentiras. Aceptamos todo. Te podremos ayudar con la información
que nos quieras aportar. Entendemos que si mientes es que lo necesitas».
Los cuestionarios —un formulario que rellenamos en una tablet— nos
piden una autoevaluación de nuestro estado de ánimo en la última semana en
cuatro aspectos.
§
Individualmente
§
En lo interpersonal
§
Socialmente
§
En general
Tras rellenarlo, se nos muestra una gráfica en la que aparecemos
en una zona roja. «No quiere decir que estés mal, simplemente es que te puedes
beneficiar de venir aquí. De momento, lo único que indica esto es que estás en
el lugar adecuado», nos dice Cristina Veira.
Empieza la
conversación
«¿Alguien sabe que estás hoy aquí?». Así empieza esta primera
sesión de terapia de psicología clínica. Si la idea surge de nosotros y qué
objetivos busco con esta terapia. Le explico lo que decenas de personas han
contado desde esta misma silla desde hace dos años: la pandemia, el encierro y
unas sensaciones (despersonalización, nudo en la garganta, taquicardias) desconocidas
antes de la irrupción del virus. Sale por primera vez la palabra ansiedad.
Es el primer escalón de la charla. Pero pronto entramos en otras
preocupaciones que contribuyen a ese estado ansioso. La dificultad para marcar
límites y cómo esquivar la tendencia a hacer recaer sobre nuestros hombros el
malestar de los demás, algo que admito hacer con frecuencia. «Yo no quiero que
la gente esté mal, pero me gustaría aprender a no tener que depositar esa
responsabilidad en mí. No tener que sentirme obligado a que el resto estén
bien; darme cuenta de que la gente tiene derecho a estar de mal humor y no
pensar que es por mi culpa». «Te gustaría aprender a ser un poco más
irresponsable», pregunta. Puede ser.
Como le he confesado que, en parte me he liberado esa ansiedad que
tuvo su punto álgido durante el confinamiento, me pregunta desde cuándo me noto
mejor. Hablo de la vacunación, de recuperar la vida social, de tomar algo y no
sentir que corro un riesgo de muerte ha sido definitivo. «Eso es lo que le ha pasado
a la mayoría de la gente», dice. Recordamos juntos los largos meses de
teletrabajo y de la angustia que me producía no poder explicarle a mis perros
—tal vez pueda parecer un problema menor para otros, pero este espacio es
seguro y no se juzga a nadie— el hecho de que sus largos paseos se viesen
reducidos a unos pocos minutos por las cercanías de mi edificio y sin que
pudiesen socializar con otros miembros de su especie. «Para mí fue complicado,
ver cómo ellos empeoraban y que yo no podía hacer nada».
«Ver que luego al empezar a salir y recuperar la vida mejorabas,
es de persona sana», nos dice. Reconforta escucharlo.
Sigue la conversación. «¿Cómo vas a notar que estás mejor?».
Sinceramente, le digo que no entiendo la pregunta. Cristina la reformula: «Imagínate
que vuelves dentro de 15 días y me dices que por lo que viniste está un poco
mejor porque... ¿Por qué?». Es una buena pregunta. Supongo que porque hubiese
dejado de ser menos catastrofista o que gestiono mejor el malestar de mis
perros. Insisto en esto porque, le explico, uno de ellos tiene un fuerte
vínculo conmigo y lo pasa mal cuando me salgo de la rutina (por ejemplo, si me
voy de casa a una hora en la que lo normal es que esté). Mientras se lo
explico, yo mismo caigo en la cuenta de que es la segunda vez que pongo el tema
de mi perro en la mesa. Es lo que tiene verbalizar las sensaciones,
que solo ese ejercicio logra darte pistas de los aspectos conflictivos de tu
día a día. En mi caso es un perro, en muchos otros será un hijo, un padre o una
abuela. «Es un perro muy sensible», le aseguro.
«O sea, que cuando sales, te vas con un poquito de culpa. ¿Puede
ser?», me dice. «No lo sé», le respondo. No sé si me estoy acogiendo a una de
las posibilidades que me ofrecen las «normas de la casa».
La ansiedad y
el control
La conversación sigue un poco más, pero ya me he dado cuenta de
que Cristina tiene algo en mente. Supongo que está harta de ver casos como el
mío en los últimos dos años. Por suerte, claro. No me gustaría ser uno de esos
«casos estrella» con los que un psicólogo se frotaría las manos por suponer un
gran reto. «¿Alguien te ha explicado lo que es la ansiedad?». Me pongo a
pensarlo. Si conozco lo que es la ansiedad es porque parte de mi vida laboral
gira en torno a saberlo —hemos hecho varios reportajes sobre salud mental y ansiedad— y no por haber padecido algún síntoma. Me llama la atención.
¿Quién te explica qué es la ansiedad si no trabajas en un medio de salud y no vas
al psicólogo? ¿Google?, ¿un médico de cabecera con el agua al cuello por la
falta de recursos en la atención primaria y que tiene pocas opciones más allá
de la receta de un fármaco?
Le digo que no me lo han explicado —miento esta vez—. Me lo
explica. Me habla de los sistemas de alerta que nos han permitido sobrevivir
como especie. De todos esos mecanismos fisiológicos que nuestro cuerpo activa
para prepararnos para salir corriendo ante el peligro. De cómo este sistema se
ha quedado obsoleto ante amenazas que no son reales. De la sudoración, las
taquicardias, el agarrotamiento, la visión en túnel. Todo eso que ya te hemos
explicado antes.
—Estás monitorizando cómo estás constantemente, cómo evoluciona
ese nudo en la garganta, entras en un círculo en el que notas algo y se te
activan las alarmas y te focalizas constantemente en eso. «¿Estoy mejor?, ¿y
ahora estoy mejor?». El cuerpo no funciona así, si haces eso nunca vas a estar
bien ¿Has hecho alguna vez algo así?
—Yo me doy cuenta de algunos de mis comportamientos que tengo.
—¿E intentas luchar contra ellos?
—Sí, pero me parece que es algo difícil de controlar.
Al parecer hemos pronunciado una palabra clave. «Que es ''esto es
difícil de controlar'', claro, es que no se puede», me dice Cristina. «Tendrías
que aprender a descontrolar un poco. No a volverte loco, pero sí que es una
parte importante. Y ahí sí que podemos echarte una mano».
Las pautas
para trabajar
«Tengo una idea de cómo te podemos ayudar, pero necesito consultarla con mis compañeras. ¿Pasas a la sala de espera?». De esa reunión salen las primeras pautas que se ajustarán a la problemática de cada paciente (más o, como en mi caso, menos severas). Es solo el inicio de un camino que seguirá, aquí o en cualquier otro lugar. Tal vez esta experiencia no encaje dentro de lo que tú andas buscando, pero debes saber que cada relación psicólogo-paciente es única y se va construyendo. Sumar uno más uno, cuando se trata de personas, nunca ofrece un resultado exacto. Las relaciones se basan en afinidades y encontrar un profesional merecedor de tu confianza puede ser difícil. Lo único seguro de dar el primer paso es que ya se está un paso más cerca de la meta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario