Las
ruedas del engranaje asistencial de los trastornos mentales están llenas de
palos de gran tamaño
Los “Días
de….” son tantos como críticas reciben pero el del libro, por ejemplo,
reúne en su llamada anual a felices escritores, editores y libreros. En la
ciudad donde vivo, Palma, la “Nit del Art” se ha convertido en un
festejo popular de vino y colores. El pasado 10 de octubre se celebró el Día
Mundial de la Salud Mental, pero tal acontecimiento, repetido cada
año, no deja ningún resquicio a transacciones comerciales, solo nos permite
escribir para reclamar lo que debería ser una evidente acción política y
social. Penoso pero casi obligatorio.
Las ruedas del
engranaje asistencial de los trastornos mentales están llenas de palos de gran
tamaño. El estigma, los estigmas que las rodean forman un inmenso jardín de
senderos que se bifurcan. En primer lugar, la vergüenza social de las
etiquetas, allí dónde se deberían contemplar solo diagnósticos, entendidos como
primer paso para una acción terapéutica. Después, los usos y abusos del
lenguaje político para definir aquellos comportamientos humanos que, de uvas a
peras, la razón no acierta a entender: la rapidísima atribución de un delito a
un “perturbado” por parte de las autoridades competentes no resiste el menor
análisis. Finalmente, la imagen de la psiquiatría no se sostiene ni siquiera en
el cine que retrata a los psiquiatras como villanos desalmados, puros cretinos
o más enfermos que los propios pacientes a quienes deben atender. En
septiembre, ante las puertas del Congreso Mundial de Psiquiatría celebrado en
Madrid, miembros o simpatizantes de autocalificadas “iglesias”, algunas de
cuyas derivadas exhiben en sus webs declaraciones de utilidad pública por el
Ministerio del Interior, gritaban “asesinos” a quienes entraban. Es fácil
destrozar la vajilla en los restaurantes sabiendo que alguien pasará más tarde
a pagar la factura de los platos rotos.
Las
enfermedades mentales cuentan con una pésima inversión pública. Gobierno a
gobierno, central o autonómico, se han visto pocas excepciones a la regla.
Patologías de menor prevalencia, que provocan una carga familiar o social más
reducida, tienen mayor atractivo para los poderes públicos y privados. Es cierto
que la psicopatología sigue obligada a diagnósticos plagados de variabilidad,
sin ninguna prueba complementaria objetiva y fiada a los conocimientos
adquiridos por la experiencia personal. Se diría que los clínicos de hoy actúan
ante las enfermedades mentales como hacían los médicos cien años atrás. En el
siglo XXI es difícil solicitarle un diagnóstico preciso a cualquier otro
especialista sin analíticas, resonancias magnéticas o biopsias previas. Muchos
de los trastornos mentales tienden a una cronificación que dificulta su encaje
en el sistema sanitario. El viejo axioma científico de que la incertidumbre es
incómoda pero la certeza absoluta es extraordinariamente ridícula domina la
práctica psiquiátrica como ninguna.
No hay dolor
moral comparable con un dolor de muelas decía Josep Pla. Seguramente el
magnífico escritor ampurdanés no tuvo cerca a familiares con una enfermedad
mental grave. La llamada locura arrastra tan largo pasado y tan
corta historia que a duras penas entendemos cómo el barco no ha embarrancado
definitivamente. Contra todo pronóstico, los compartimentos del buque en lugar
de agrietarse han ido encontrando puntos de estabilización de cierta solvencia,
a contratiempo, con el viento desfavorable, a través de las tareas cotidianas
bien hechas: asistencia, investigación, acercamiento a otras especialidades que
convergen en la salud mental, a la atención primaria, participación en
proyectos europeos de prevención y detección precoz, actividades de las
sociedades científicas con las asociaciones de familiares y de pacientes,
docencia ….. Menos vuelos sobre el nido del cuco. La tasa creciente de
suicidios se ha estabilizado o incluso disminuido ligeramente en algunas
comunidades, los pacientes con enfermedad mental ven mejorar su calidad de vida,
controlan mejor el consumo de tóxicos, se analiza de forma concomitante su
hasta ahora olvidada salud física. La industria farmacéutica (con una
paradójica reputación a la altura de los fabricantes de armas) se acerca a
familiares de pacientes, y a las sociedades y fundaciones científicas, a las
administraciones públicas, en evidente sintonía con otras formas de entender su
trabajo más allá del fármaco.
De nuevo en
cuestiones de salud, esfuerzos y actitudes individuales nos llevan a la enésima
constatación del eppur si muove. Partiendo de tan poco, en la
mismísima cola de la inversión, lo que se ha conseguido parece mucho. Vendrán
nuevos “Días de la Salud Mental” y nos harán más intransigentes o menos
ciegos.
Miquel Roca
Bennasar es
psiquiatra, profesor de la Universidad de las Islas Baleares y secretario de la
Fundación Española de Psiquiatría y Salud Mental.
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