Miembro de la Filarmónica de Los Ángeles, en 2010
fundó una organización que ofrece conciertos gratuitos a enfermos mentales.
Tiene 26 años y dos
carreras. Empezó a estudiar la primera de ellas, Biología, con 13. A los 19 ya
había acabado la segunda. Robert Gupta es músico y científico de formación. A
lo largo de su vida ha tenido que elegir en varias ocasiones entre su pasión,
el violín, y lo que le exigían sus padres, que continuara trabajando en el
laboratorio. Cuando tenía 19 años, decidió presentarse a las pruebas para
obtener plaza en la Filarmónica de Los Ángeles. Y la consiguió. Hoy sigue
siendo el miembro más joven de la orquesta. Además de tocar en los auditorios
más selectos del mundo, también interpreta a Bach y a Beethoven y a Mozart
frente a otro tipo de público, enfermos mentales que viven en la calle o en la
cárcel. “Al principio creí que estaba haciendo una gran labor social, pero
luego caí en la cuenta de que no podía estar más equivocado. Ellos me enseñan a
mí, juntos nos sentimos seguros”, dice.
Gupta está acostumbrado a
hablar en público, lo hace dos o tres veces al año, normalmente, en su país,
Estados Unidos. Recientemente ha estado en Madrid, en la IV edición del Congreso de Mentes Brillantes,
donde, con la ayuda de su violín, trató de explicar a un millar de personas que
la música cura.
“Hay estudios científicos que revelan cuáles son los efectos en el
cerebro, pero para que eso suceda, que la música cure, es fundamental que los
pacientes no estén aterrorizados. Y así es como se encuentran los enfermos
mentales en la cárcel —donde viven muchos—, en la calle o en los albergues a
los que van a dormir. Han sido excluidos de la sociedad. Nosotros creamos una
verdadera conexión con ellos, y eso hace que vuelvan a sentirse personas, les
recuerda que pueden y tienen derecho a experimentar algo bonito”, relata Gupta
mientras bebe un café solo.
Su vida cambió cuando,
con 20 años, conoció a Nathaniel Ayers, un músico que sufre esquizofrenia
paranoide y que, durante tres décadas, fue indigente. “Es un virtuoso, podría
tocar el contrabajo en cualquier orquesta, pero está enfermo”, lamenta. Y
continúa: “Él venía al auditorio y yo le daba clases de violín. Para llegar,
tenía que subir una colina y aparecía fatigado y sudoroso. Un día decidí hacer
yo el camino contrario e ir a Skid Row, una zona de los suburbios de Los Ángeles en
la que viven miles de indigentes, muchos con problemas con las
drogas o el alcohol o veteranos de guerra con trastornos mentales. Pensé
entonces que Ayers no pasaría más apuros porque su historia había inspirado un
libro y una película [El Solista], ¿pero y el resto?”. Por ello, al ver
cómo la calle se congregaba a su alrededor cuando tocaba, fundó Street Symphony,
una asociación que cuenta con 35 músicos y que, desde 2010, ha ofrecido unos
150 conciertos en albergues y cárceles.
Con la agenda repleta
entre la filarmónica, las charlas en colegios, su organización y su reciente
boda —“me casé en mayo”, afirma orgulloso mientras muestra su alianza—, se
declara feliz. Cree que, por fin, después de una adolescencia “dura” en la que
no hizo otra cosa más que estudiar, ha conseguido encontrar un equilibrio: “Mi
objetivo es provocar, que la gente se pregunte por qué músicos como yo van a la
cárcel a tocar el violín. Y no estoy dispuesto a dejar de hacerlo. Quiero
seguir estando ahí para ellos”.
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