PSICOLOGÍA
Hay personas que tienen tanto miedo
a ser heridas que terminan viviendo a la defensiva
Se muestran frías y desafiantes en
un intento por lograr el control sobre su entorno
Muy pocas
personas miran fijamente a los ojos cuando hablan con sus interlocutores.
Debido a la falta de seguridad, o de costumbre, suelen desviar la mirada a la
nariz o la boca. Sin embargo, hay quienes no saben mirar de otro modo, clavando
sus ojos de forma directa, franca y honesta. Y cuando uno se encuentra con
alguien que mira así, muchos se pueden sentir algo incómodos e incluso
intimidados.
No es
casualidad que a estas personas se le cuelgue el sambenito de desafiadores.
Quienes van de cara por la vida suelen irradiar un aura de poder y fuerza. De
hecho, suelen ser individuos que enseguida están al mando de la situación.
Nadie pone en duda que son líderes natos. Y que desprenden un magnetismo de lo
más seductor. Sin embargo, su liderazgo a menudo deviene en autoritarismo, en
especial cuando se sienten amenazados. Es entonces cuando aflora su enorme
visceralidad, arremetiendo con dureza y agresividad a quienes se atreven a
confrontarlos.
La mejor defensa no es un buen
ataque. La mejor defensa es no sentirse atacado” - Gerardo Schmedling
Están tan
acostumbrados a imponer su voluntad sobre los demás que no soportan que nadie
les diga lo que tienen que hacer. Poseen madera de jefes y algún que otro rasgo
de tiranos. Más que respeto, los demás les tienen miedo. No es muy recomendable
cuestionar su autoritarismo. Ni mucho menos discutir o pelearse con ellos.
Cuando piensan que alguien ha actuado de manera injusta, se sienten legitimados
a contraatacar de forma violenta. El fuego que anida en sus entrañas tan solo
necesita de una pequeña chispa para estallar en llamas, quemando todo aquello
que obstaculiza su paso.
El
justiciero que llevan dentro quienes viven a la defensiva les dota de una
fuerza sobrenatural, ayudándoles a desarrollar un instinto protector al
servicio de los suyos, o de aquellos que consideran más vulnerables y débiles.
Y para no perder el dominio de sí mismos, tratan desesperadamente de controlar
cualquier situación. Los individuos que poseen este tipo de personalidad no
resultan fáciles de conocer. Viven detrás de una coraza. Cuanto más en
conflicto entran con los demás, más se protegen y se encierran en sí mismos. En
casos extremos terminan por aislarse de su entorno social, pudiendo llegar a
vivir como ermitaños.
Para que estos desafiadores bajen
la guardia es fundamental que comprendan las motivaciones ocultas que les
llevaron a tomar el escudo y a desenfundar la espada en primer lugar. Por más
que les moleste reconocerlo, son como los cangrejos: muy duros por fuera y
extremadamente blanditos por dentro. Su apariencia hostil y fuerte no es más
que una fachada, un mecanismo de defensa que han desarrollado desde niños para
que nadie vuelva a hacerles daño. Y también para tratar de que nada, ni nadie,
pueda dominarlos.
Quienes viven
tras una coraza comparten un mismo tipo de recuerdo. En muchos casos, algo
sucedió cuando todavía eran niños inocentes e indefensos. Tal vez un cambio de
colegio. Una separación de los padres. Un accidente. Abusos y maltratos de
cualquier tipo, o la muerte de un ser querido. No importa tanto el qué, sino
cómo interpretó el suceso la persona que lo vivió. A raíz de afrontar alguna
situación adversa suele tomar conciencia –siendo todavía muy niño– de que el
mundo es un lugar amenazante, injusto y violento, donde solo los fuertes y los
duros consiguen sobrevivir.
Esa es
precisamente su herida. La que nace de haber conectado con su propia
vulnerabilidad. Al negar y condenar esta debilidad, esa persona empieza a
construir, ladrillo a ladrillo, una muralla que lo proteja de volver a sufrir.
Paradójicamente, al vivir a la defensiva, con el tiempo se convierten en
adultos controladores y dominantes. Y también hiperreactivos. Es decir, que
están a la que saltan. Por eso suelen mostrarse tan agresivos y cosechan
multitud de conflictos.
Los problemas
derivados de este tipo de actitud van más allá. Una vez cesa la lucha, estas
personas tienden a culpar a los demás por el sufrimiento que han experimentado.
Y al hacerlo, se sienten legitimados para castigar a sus supuestos agresores.
Pueden llegar incluso a vengarse de ellos de forma cruel. Al mismo tiempo
también se culpan a sí mismos del sufrimiento que consideran que han causado a
los demás. Es entonces cuando, en un intento desesperado por redimirse, pueden
llegar a hacerse daño a sí mismos, tanto física como emocionalmente.
Llegados a este
punto, cabe diferenciar entre el dolor físico y el sufrimiento emocional. Es
cierto que tenemos el poder de matarnos unos a otros. Pero nadie nos ha hecho
sufrir sin nuestro consentimiento. Los demás pueden tomar decisiones que nos
perjudican directamente, o comportarse de una forma con la que no estamos de
acuerdo. Pueden incluso insultarnos a la cara. Pero analizamos estas
situaciones detenidamente, nos damos cuenta de que lo que sentimos no tiene
tanto que ver con lo que ha sucedido, sino con nuestra interpretación de los
hechos.
El punto de
inflexión en la vida de quienes viven detrás de una coraza llega el día en que
empiezan a cuestionar una creencia tan falsa como limitante: “Los demás son la
causa de mi sufrimiento”. Es entonces cuando comprenden que el poder –el de
verdad– no consiste en vivir a la defensiva o tratar de controlar, sino en ser
verdaderamente dueños de sí mismos. Para lograrlo, han de dejar de ser
reactivos para empezar a cultivar la responsabilidad. Es decir, deben aprender
el arte de responder de forma proactiva frente a cada situación adversa y cada
persona conflictiva con la que se cruzan.
La culpa existe
en una sociedad victimista, una que condena el hecho de que las personas
necesitemos cometer errores para evolucionar. Por ello, el gran aprendizaje
vital de estos desafiadores pasa por perdonarse a sí mismos por los errores
cometidos en el pasado, lo que les permitirá liberarse del sentimiento de culpa
que cargan a sus espaldas. Ese es precisamente el significado de la palabra
“inocencia”: el estado del alma libre de culpa. Solo así pueden perdonar a
quienes consideran que les agredieron: llegando a comprender que, más que
maldad, el motor de los errores de los demás fue la ignorancia y la
inconsciencia. Vivir sin coraza implica aceptar y sentir la propia
vulnerabilidad. Esta es la auténtica fortaleza.
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