PSICOLOGÍA
Vivimos en una sociedad que valora a
los triunfadores. Sin embargo, ¿qué es serlo? ¿Y qué es el fracaso? ¿Por qué
hay personas que convierten su vida en una competición?
Cuenta
una historia que un anciano empresario le regaló a su nieto el juego del
Monopoly por su decimoctavo aniversario. Era verano y el joven disfrutaba de
sus vacaciones antes de comenzar la carrera de Económicas. Era un chico
ambicioso. Quería superar la fortuna acumulada por su abuelo. Por las tardes,
los dos se sentaban junto al tablero y pasaban horas jugando. A pesar de la
frustración de su nieto, el empresario seguía ganándole todas las partidas,
pues conocía perfectamente las leyes que regían aquel juego.
Una mañana, el
joven por fin comprendió que el Monopoly consistía en arruinar al contrincante
y quedarse con todo. Y hacia el final del verano, ganó su primera partida. Tras
quedarse con la última posesión de su mentor, se enorgulleció de ver al anciano
derrotado. “Soy mejor que tú, abuelo. Ya no tienes nada que enseñarme”,
farfulló, acunando en sus brazos el botín acumulado.
Sonriente, el empresario le contestó: “Te felicito, has ganado la partida. Pero
ahora devuelve todo lo que tienes en tus manos a la caja. Todos esos billetes,
casas y hoteles. Todas esas propiedades y todo ese dinero… Ahora todo lo que
has ganado vuelve a la caja del Monopoly”. Al escuchar sus palabras, el joven
perdió la compostura.
Y el abuelo,
con un tono cariñoso, añadió: “Nada de esto fue realmente tuyo. Tan solo te
emocionaste por un rato. Todas estas fichas estaban aquí mucho antes de que te
sentaras a jugar, y seguirán ahí después de que te hayas ido. El juego de la
vida es exactamente el mismo. Los jugadores vienen y se van. Interactúan en el
mismo tablero en el que lo hacemos tú y yo. Pero recuerda: nada de lo que
tienes y acumulas te pertenece. Tarde o temprano, todo lo que crees que es tuyo
irá a parar nuevamente a la caja. Y te quedarás sin nada”.
oven
escuchaba cada vez o verdaderamente importante en la vida?”.
Muchas personas suben ciegamente
peldaño a peldaño por la escalera que creen que les conducirá al
éxito. Y solo al llegar a la cima se dan cuenta de que han colocado la
escalera en la pared equivocada”- Stephen Covey
Por más absurdo
que nos pueda parecer al leerlo, hay personas que prefieren tener éxito
a ser felices. Y eso que lo uno no es incompatible con lo
otro. Sin embargo, entran en conflicto cuando la aspiración de lograr
reconocimiento a toda costa se convierte en una patología; eso sí, socialmente
aceptada.
Al mirar con
lupa las motivaciones ocultas de quienes sueñan con recibir premios, salir en
la foto y gozar del aplauso de multitudes, observamos una serie de rasgos en
común. En primer lugar, comparten un profundo miedo al fracaso, un temor
irracional de no “llegar a ser alguien”. Ese es el motor oscuro de muchas de
sus decisiones y de casi todos sus actos. Esta es la razón por la que suelen
ser adictos al trabajo o workaholics. En casos extremos, se sienten
culpables si no están ocupados con quehaceres productivos, considerando el ocio
y el descanso como una pérdida de tiempo.
Si bien suelen
vivir desconectados de sí mismos, de sus emociones y sentimientos, están
completamente enchufados al móvil y al ordenador portátil. En el nombre de la
eficiencia y la profesionalidad, siempre están disponibles para sus jefes y
clientes, relegando a la familia y los amigos a un segundo plano. Son
ambiciosos y muy competitivos, y tienden a mantener relaciones basadas en el
interés. Para ellos la vida es un concurso, una carrera, una competición. Sin
embargo, se obsesionan tanto con ganar y llegar a la meta que a menudo se
muestran incapaces de disfrutar del camino.
De forma
inconsciente, desarrollan una máscara deslumbrante, forjada por medio de
prestigiosos títulos académicos y pomposos cargos profesionales. Gozar de una
buena imagen es otra de sus prioridades. De ahí que suelan ser víctimas de la
vanidad: si los demás no les reconocen los logros y méritos cosechados, ellos
mismos se encargan de que todo el mundo se entere.
Podríamos decir
que su flor preferida es el narciso. Y que entre sus animales favoritos se
encuentra el pavo real. Debido a su carácter exhibicionista, saben cautivar la
atención de los demás, desplegando un encanto personal bien calculado; son
expertos en crear una magnífica impresión de sí mismos. A su vez, se les puede
identificar con el camaleón, pues también son maestros en el arte de adaptarse
a sus interlocutores, mostrando aspectos de su personalidad que les garanticen
una buena reputación social.
Creen
que si no brillan, sobresalen o destacan, serán invisibles a los ojos de la
gente y, en consecuencia, indignos de reconocimiento. Muchos de estos adictos
al éxito logran finalmente llegar a la cima. Pero algunos se encuentran con una
sensación de vacío insoportable. De pronto tienen lo que siempre habían
deseado. Paradójicamente, sienten que dichas recompensas carecen de sentido.
Una vez conquistado el mundo se dan cuenta de que por el camino se han perdido
a sí mismos.
Detrás de esta
compulsión por el éxito se esconde una dolorosa herida: la de no sentirse
valioso por el ser humano que es, poniendo de manifiesto su falta de
autoestima. Así, en vez de obsesionarse por el reconocimiento ajeno, es
fundamental que aprendan a re-conocerse a sí mismos. Es decir, saber quiénes
son verdaderamente, yendo más allá de la máscara que han ido creando para
seducir a la audiencia que los rodea.
Para lograrlo,
han de redefinir sus prioridades, sus aspiraciones, así como su concepto de
éxito, atreviéndose a tomar decisiones movidas por valores que de verdad les
importen. Es entonces cuando muchos toman consciencia de que ser feliz vale más
que tener éxito. Y en la medida que empiezan a ser fieles a sí mismos, a los
dictados de su corazón, a menudo emprenden una senda profesional mucho más
vocacional, orientando su existencia al bien común y no tanto a su propio
interés. Lo curioso es que tarde o temprano llega un día en que el éxito
aparece como resultado.
Sabios de todos
los tiempos nos recuerdan una y otra vez algo que tendemos a olvidar: “El mayor
triunfo es ser uno mismo”. En caso de no saber por dónde empezar, podemos
seguir las indicaciones de Antoine de Saint-Exupéry: “Procura que el niño que
fuiste no se avergüence nunca del adulto que eres”. Para ello, no nos queda más
remedio que escuchar con atención a nuestro corazón. Él sabe perfectamente
quiénes somos y cuál es nuestro propósito en esta vida. Nuestro corazón lo sabe
todo acerca de nosotros. El quid de la cuestión es si somos lo suficientemente
valientes para escucharlo.
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