PSICOLOGÍA
Queremos libertad pero nos sentimos cojos sin compañía tecnológica. Hay que
buscar la felicidad de estar ilocalizables
XAVIER GUIX | El País | 14/08/2015
Cuanto más complejas se vuelven nuestras
sociedades, más proclives son a generar paradojas como aquella que hizo furor
unos años atrás: “Vivimos mejor a costa de sentirnos peor”. Nuestras vidas
transcurren entre dualidades por las que surfeamos intentando encontrar cierta
mesura aristotélica. ¿Cómo conciliar el ritmo acelerado con la serenidad? ¿Cómo
conjugar la inmediatez con la reflexión? ¿Cómo crear nada si no tenemos tiempo?
Otra de las paradojas actuales, quizás la
más llamativa, tiene que ver con la sed de desconectarse. En un mundo que se
mantiene hoy más que nunca a través de la conectividad, es sintomático tanto
deseo de desconexión. Vivimos conectados, deseando desconectarnos.
No es de extrañar que se oiga con
insistencia: ¡nos vamos el fin de semana a desconectar! En realidad, no es más
que otra paradoja. Realmente lo que hacemos es ir a encontrarnos con lo que
probablemente sea lo único y más necesario: buscarnos por un rato a nosotros mismos,
a los nuestros, a lo que es verdaderamente auténtico, a lo natural más que lo
artificial. La sustancia frente a la materia.
¿Qué tiene la conectividad que nos atrapa
tanto? Doy por hecho el carácter útil y funcional de las tecnologías y
programas que añaden valor a la sanidad, la educación, el ocio y las relaciones
interpersonales. Aunque se exigen grandes dotes de distinción entre el grano y
la paja, la socialización del conocimiento y la información, incluso de las
opiniones personales, no tiene parangón.
No obstante, la insaciable capacidad del
ser humano de practicar el autoengaño y crear estados ilusorios convierte los
mismos instrumentos en señuelos a los que se sucumbe por su poder seductor.
Veamos algunos:
Si no estás conectado no
estás en el mundo. Ya que las creencias organizan los
mundos en los que habitamos, para muchas personas la idea de mantenerse
conectadas todo el día les crea la ilusión de que forman parte activa de la
sociedad en la que viven. Acaban convencidas de la fuerza de sus opiniones, de
su capacidad influyente, del interés que despiertan en los demás aunque sea
para que hablen mal de ellas. Hay mucho de narcisismo en una cultura que
presume de “colgar en la Red” toda su vida (fotos, opiniones, símbolos, gustos
y prejuicios). Es la forma que ha encontrado la posmodernidad de recrear el
sentimiento de pertenencia. O te ven o no eres nadie. ¿A quién le interesa que
nos lo creamos?
Cuando uno se pasa el día consultando, opinando,
chateando, respondiendo al minuto ante todo lo que pasa, o bien es su trabajo,
o bien ha quedado atrapado en la red, nunca mejor dicho. Quizás la idea de
estar todo el día conectados esconde una dificultad mayor: llenarse de algo que
no existe. Es solo un espejismo pasajero. Como el adicto, se necesita huir del
propio vacío, o dolor, o tristeza, para abrazar lo que sucede allí, en un mundo
aparente, donde no paran de ocurrir cosas que, en realidad, les pasan a los
demás.
Tomarlo como obligación. No cabe duda de que la comunicación interpersonal se
ha visto alterada por la obligación de la conectividad. Aparecen hoy múltiples
formas de conflictos entre parejas, padres e hijos o colegas de trabajo. No
solo por cuestiones de malos entendidos y presuposiciones sobre los mensajes,
sino por las exigencias que se atribuyen a la conectividad: hay que estar
siempre disponible. Por ahí se cuela un conflicto, de nuevo, entre la libertad
y la necesidad.
La confianza hoy no se basa en la
sinceridad, sino en la pruebas. Las ingeniosas aplicaciones de los móviles
tienen una contrapartida controladora que nos puede convertir en policías del
otro. ¿Cómo es que estabas conectado y no me contestaste? Me consta que
recibiste el mensaje, ¿dónde estabas? ¡Muéstrame la conversación si es verdad
que no tienes nada que ocultar! ¿De quién son esas fotos?
Los
móviles, los chats, los mensajes son hoy fuente de sospecha. No nos fiamos de
la persona, sino del instrumento, como si fuera la máquina de la verdad. En las
consultas de los especialistas hay gente que confiesa haber hecho lo
inimaginable: meterse en la cuenta de Internet de su pareja; hurgar las
conversaciones del móvil; consultar el historial de páginas y lugares que
visita... No tener el móvil a la vista o cerrar con contraseña el ordenador son
fuente de angustia y de propósitos perversos. No pueden ser entendidos como
actos de libertad o autonomía. Son evidencias que someten la relación a
consideración.
Es una auténtica incomodidad relacionar la
privacidad con el engaño. Dicho de otro modo, si alguien engaña no será por
culpa de los instrumentos. En cambio, su uso como pruebas permanentes de
sinceridad y de lealtad se convierten en un ataque a la parcela personal y un
control desmedido al espacio relacional. La exigencia de transparencia puede
convertirse en una necesidad peligrosa. Hay que aprender a ser libremente
responsables y resolver, si los hay, los problemas de fondo de toda relación.
Vivir a destiempo. Una de las características más llamativas de la vida
en conectividad es su capacidad de romper las barreras del tiempo. Hoy vivimos
a destiempo, aunque se imponen la inmediatez y el entretiempo. En
el caso de la inmediatez hay que hablar ya de una auténtica obsesión por
permanecer conectados y activos, hasta el extremo de conducir mandando
mensajes. Nos jugamos la vida por no tener paciencia, por creer que estamos
obligados a responder de inmediato, porque hemos acelerado tanto la existencia
que ya nos olvidamos de vivir. Cuenta solo el instante. Cuenta hacer la foto
más que vivir la experiencia. Tiene prisa el que manda el mensaje y tiene prisa
el que lo espera.
Por otro lado, sería interesante comprobar
las horas que pasamos conectados. No importa el contenido, sino su
entretenimiento. No hay espacio para más mientras estamos en ese entretiempo en
el que, en realidad, no sucede absolutamente nada. Porque lo importante está
dicho con pocas palabras. Porque lo que realmente importa ocurre. El resto es
mera distracción.
Al final llegamos a la conclusión de que
tal vez sería bueno empezar a desconectar o, al menos, reducir los momentos y
la necesidad de mantenerse enchufados. De hecho, cada día aparecen más personas
que proclaman su baja en las redes. Lo viven como una liberación, como quien se
aligera de una pesada carga, de una obligación.
Es necesario recuperar el propio ritmo,
ser coherentes con nuestra manera de estar y vivir la vida. No hay que
acelerarse; no hay que atender todas las demandas, no hay que saberlo todo, ni
estar al día de cualquier cosa que suceda. Hay que rechazar las comunicaciones
innecesarias y poner la atención en lo que realmente tiene valor. Hay que
aislarse de tantos estímulos y de tanto ruido comunicativo. Hay que encontrar
tiempo para uno mismo, para las relaciones reales, e incluso para no hacer
nada, para simplemente contemplar. Existe un gran aliado: el silencio. Y existe
una estrategia: la felicidad de estar ilocalizable, como diría Miriam Meckel.
La última paradoja es la siguiente: los
aparatos que nos conectan posibilitan también la desconexión. Así, no es la
tecnología la culpable de nuestros males, sino la actitud que tenemos ante
ella. Enredarse es una decisión. Apropiarse del tiempo y del
espacio, una liberación.
elpaissemanal@elpais.es
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